Al escuchar los primeros bostezos de la tierra se hizo un silencio casi místico entre los habitantes de Europsia, que contuvieron la respiración al unísono como si fueran a recibir un golpe seco. Las calles temblaron y el estremecimiento del aire agrietó las aceras y los arcenes. A las ciudades se les abrieron las carnes ante los ojos de los hombres, como si el tiempo cabalgase por sus calles con toda la fuerza de los siglos, desbrozando el paisaje a su paso.
Los oficinistas, los albañiles y los banqueros. También los tenderos y los políticos. Los policías, los agentes de bolsa y todos los mendigos. El conjunto de los desempleados. Todas las gentes de Europsia cerraron los ojos al mismo tiempo sintiendo el terremoto en sus adentros. Fuera del escondite de su párpados pasaron tan sólo unas décimas de segundo en que los relojes internos del mundo se volvieron locos, deteniéndose mientras desfilaban siglos enteros entre sus manillas.
Tras esos momentos la tierra dejó de estremecerse. Y los habitantes de Europsia relajaron sus pestañas y sus ceños contenidos. Temerosos, sacaron sus miradas de dentro de sí mismos preparados para el horror del después. Un segundo de absoluto silencio precedió a otro, y éste a su vez a otro, y luego a otro. Nadie corría ni gritaba, no se escuchaban gritos desgarrados de dolor. En esa mudez casi meditativa los europsianos abandonaron los edificios y salieron a la calle, reuniéndose todos ante el Parlamento, donde sus líderes estaban reunidos para discutir el futuro de todo el continente.
Despacio, pisando con cuidado el mundo, los niños salieron de las escuelas y los oficinistas abandonaron sus edificios de cristal. Mientras, los obreros salían de sus fábricas y los desempleados permanecían donde estaban antes del terremoto. Así, ríos de gente silenciosa tomaron las calles, guiados por un instinto de manada primario, por una necesidad de estar pegados, de sentir el tacto de otra piel para saberse de este mundo.
Cuando todos hubieron salido, los millones de europsianos levantaron su mirada para ver el continente como si fueran uno sólo. Cuál fue su sorpresa al ver los rascacielos de sus ciudades todavía en pie, sí, pero arqueados como si fueran sauces vencidos por sus propias ramas.También las farolas y la señales de tráfico habían quedado en ese estado. Y los árboles se doblaron de igual modo. Todo permanecía inclinado contra sus iguales, semejándose a una ciudad en miniatura dentro de una esfera de cristal que le viniese pequeña. En ese instante retumbó un crujido oxidado y se abrió la puerta del Parlamento, y los ilustres mandatarios salieron juntos para anunciar a la multitud congregada los nuevos tiempos. Al verlos, los europsianos, aún en silencio, bajaron sus miradas y se encontraron los unos a los otros. Entonces se dieron cuenta: todos se habían vuelto viejísimos. Menos un niño, que al verse rodeado de ancianos comenzó a llorar.