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El marqués de Condorcet, del que ya nos ocupamos en su día, tituló su obra más conocida como Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano.

Llegados a este punto

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El marqués de Condorcet, del que ya nos ocupamos en su día, tituló su obra más conocida como Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Se trataba de una canto a la razón, tal como la entendían los filósofos ilustrados del siglo XVIII y tal y como la entiende todavía un sector mayoritario de la clase política occidental.

La sociedad de la razón

La sociedad, proponía Condorcet, debía fundarse en la razón y en la defensa de la libertad y la igualdad. De hecho, lo principios de la razón conducirían directamente a la implantación universal de estos dos valores, en un gloriosa época de libertad en la que todos seríamos iguales. El marqués, de este modo, apoyaba, en el siglo XVIII, la igualdad política de la mujer y, en su día, propuso la eliminación de todos los títulos nobiliarios, incluido el suyo propio.

Condorcet consideraba que la Humanidad había evolucionado desde el nivel de los animales hasta un estado de inteligencia superior, en el que las personas se han convertido en altruistas por naturaleza. Y no encuentra ninguna razón, nuestro marqués, para que esta evolución no pueda continuar “perfeccionado” a las personas.

La revolución que vendrá (que vino)

Así, en un futuro no muy lejano, la medicina acabará con todas las enfermedades y los hombres serán demasiado cultos e inteligentes, demasiado ilustrados, para dejarse convencer por los gobiernos de ir a la guerra. Por otra parte, la educación terminará con las desigualdades sociales y todos hablaremos el mismo idioma:

“¿No hemos llegado ya a este punto en el que no hay nada que temer, ni de los nuevos errores, ni de una posible recaída en los pasados. […] Todo indica que está próxima una de las grandes revoluciones de la historia humana. […] El presente estado de nuestros conocimientos nos asegura que será [una revolución] feliz” .

Y, aun más, “para el filósofo que lamenta los errores, los crímenes y las injusticias que todavía contaminan la tierra, y de los cuales es frecuentemente víctima, ¡cuánto consuelo alberga esta visión de la especie humana, emancipada ya de ataduras, liberada del imperio del destino y del de los enemigos del progreso, avanzando en paso firme y seguro por la senda de la verdad, la virtud y la felicidad!” .

La fe del revolucionario

Ciertamente, la fe de Condorcet resultó admirable. El Esbozo fue escrito, en realidad, apresuradamente y en secreto, mientras el marqués se escondía de la gran revolución de la historia humana, que abanderaría la imposición de la razón, la libertad y la igualdad, personificada en los agentes de Robespierre.

El hecho fue que, en 1792, su reputación intelectual y su apoyo a la causa republicana valieron a Condorcet un lugar en el “Comité de los nueve”, encargado de redactar una nueva Constitución para Francia. Robespierre, quizá resentido por no haber formado parte de dicha comisión, dejó en suspenso el borrador constitucional e impuso una nueva versión dictada por los jacobinos. Condorcet se opuso a ella, por medio de una carta pública anónima, cuyo anonimato apenas podía durar en plana época del Terror. Por ello, Robespierre decretó su ingreso en prisión.

La Edad de la Razón

Así fue, en fin, el modo en el que el marqués de Condorcet probó en sus propias carnes la “Edad de la Razón”, que él mismo contribuyó a alumbrar. Sin embargo, ha sobrevivido, en nuestras sociedades actuales y en nuestros gobernantes, la idea de que, como no se ha impuesto por sí misma, tiene que imponernos ellos, nuestros gobernantes, la racionalidad; que tienen que legislar la igualdad y que tiene que, se ven obligados a, regular y establecer controles a la libertad. Siempre, claro está, para proteger al más débil o, en lenguaje actual, “para garantizar los servicios sociales”.

Porque, para el español que se lamenta de los errores, de las injusticias, los latrocinios continuados y los crímenes que contaminan nuestra tierra, en general, y de los cuales es siempre víctima, ¡cuánto consuelo alberga la visión de una nueva era, en la que el pueblo se emancipará de sus ataduras, se librará de la dictadura de los mercados y de la de los enemigos del progreso, avanzando con paso firme y seguro por la senda de la verdad, la virtud y la felicidad!

Estamos ya en ese punto

En fin, Condorcet sufrió la vieja maldición de ver cumplido lo que había deseado. Según los informes revolucionarios, se suicidó en su celda, cuando esperaba un juicio cuya sentencia sería, con toda seguridad, la guillotina. El marqués había conseguido eludir, en primera instancia, a los agentes encargados de capturarlo; pero no consiguió pasar desapercibido durante mucho tiempo. Sus modales y su educación lo delataron.

[Pocos meses después, en julio de 1794, su archienemigo Robespierre fue, también, guillotinado. Fue así que ¿terminó? la Edad de la Razón, y pasamos a otra etapa en la que aun continuamos, ¿o no?]

¿Y nosotros? ¿Hemos llegado ya a ese punto en el que no hay nada que temer?

Llegados a este punto

El marqués de Condorcet, del que ya nos ocupamos en su día, tituló su obra más conocida como Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano.
Felipe Muñoz
martes, 31 de enero de 2012, 07:57 h (CET)

El marqués de Condorcet, del que ya nos ocupamos en su día, tituló su obra más conocida como Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Se trataba de una canto a la razón, tal como la entendían los filósofos ilustrados del siglo XVIII y tal y como la entiende todavía un sector mayoritario de la clase política occidental.

La sociedad de la razón

La sociedad, proponía Condorcet, debía fundarse en la razón y en la defensa de la libertad y la igualdad. De hecho, lo principios de la razón conducirían directamente a la implantación universal de estos dos valores, en un gloriosa época de libertad en la que todos seríamos iguales. El marqués, de este modo, apoyaba, en el siglo XVIII, la igualdad política de la mujer y, en su día, propuso la eliminación de todos los títulos nobiliarios, incluido el suyo propio.

Condorcet consideraba que la Humanidad había evolucionado desde el nivel de los animales hasta un estado de inteligencia superior, en el que las personas se han convertido en altruistas por naturaleza. Y no encuentra ninguna razón, nuestro marqués, para que esta evolución no pueda continuar “perfeccionado” a las personas.

La revolución que vendrá (que vino)

Así, en un futuro no muy lejano, la medicina acabará con todas las enfermedades y los hombres serán demasiado cultos e inteligentes, demasiado ilustrados, para dejarse convencer por los gobiernos de ir a la guerra. Por otra parte, la educación terminará con las desigualdades sociales y todos hablaremos el mismo idioma:

“¿No hemos llegado ya a este punto en el que no hay nada que temer, ni de los nuevos errores, ni de una posible recaída en los pasados. […] Todo indica que está próxima una de las grandes revoluciones de la historia humana. […] El presente estado de nuestros conocimientos nos asegura que será [una revolución] feliz” .

Y, aun más, “para el filósofo que lamenta los errores, los crímenes y las injusticias que todavía contaminan la tierra, y de los cuales es frecuentemente víctima, ¡cuánto consuelo alberga esta visión de la especie humana, emancipada ya de ataduras, liberada del imperio del destino y del de los enemigos del progreso, avanzando en paso firme y seguro por la senda de la verdad, la virtud y la felicidad!” .

La fe del revolucionario

Ciertamente, la fe de Condorcet resultó admirable. El Esbozo fue escrito, en realidad, apresuradamente y en secreto, mientras el marqués se escondía de la gran revolución de la historia humana, que abanderaría la imposición de la razón, la libertad y la igualdad, personificada en los agentes de Robespierre.

El hecho fue que, en 1792, su reputación intelectual y su apoyo a la causa republicana valieron a Condorcet un lugar en el “Comité de los nueve”, encargado de redactar una nueva Constitución para Francia. Robespierre, quizá resentido por no haber formado parte de dicha comisión, dejó en suspenso el borrador constitucional e impuso una nueva versión dictada por los jacobinos. Condorcet se opuso a ella, por medio de una carta pública anónima, cuyo anonimato apenas podía durar en plana época del Terror. Por ello, Robespierre decretó su ingreso en prisión.

La Edad de la Razón

Así fue, en fin, el modo en el que el marqués de Condorcet probó en sus propias carnes la “Edad de la Razón”, que él mismo contribuyó a alumbrar. Sin embargo, ha sobrevivido, en nuestras sociedades actuales y en nuestros gobernantes, la idea de que, como no se ha impuesto por sí misma, tiene que imponernos ellos, nuestros gobernantes, la racionalidad; que tienen que legislar la igualdad y que tiene que, se ven obligados a, regular y establecer controles a la libertad. Siempre, claro está, para proteger al más débil o, en lenguaje actual, “para garantizar los servicios sociales”.

Porque, para el español que se lamenta de los errores, de las injusticias, los latrocinios continuados y los crímenes que contaminan nuestra tierra, en general, y de los cuales es siempre víctima, ¡cuánto consuelo alberga la visión de una nueva era, en la que el pueblo se emancipará de sus ataduras, se librará de la dictadura de los mercados y de la de los enemigos del progreso, avanzando con paso firme y seguro por la senda de la verdad, la virtud y la felicidad!

Estamos ya en ese punto

En fin, Condorcet sufrió la vieja maldición de ver cumplido lo que había deseado. Según los informes revolucionarios, se suicidó en su celda, cuando esperaba un juicio cuya sentencia sería, con toda seguridad, la guillotina. El marqués había conseguido eludir, en primera instancia, a los agentes encargados de capturarlo; pero no consiguió pasar desapercibido durante mucho tiempo. Sus modales y su educación lo delataron.

[Pocos meses después, en julio de 1794, su archienemigo Robespierre fue, también, guillotinado. Fue así que ¿terminó? la Edad de la Razón, y pasamos a otra etapa en la que aun continuamos, ¿o no?]

¿Y nosotros? ¿Hemos llegado ya a ese punto en el que no hay nada que temer?

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