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Amador Guallar, corresponsal en Afganistán

De Jalalabad a Kabul, a través de la carretera más peligrosa del mundo (II)

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De Kabul a Jalalabad a través de la carretera más peligrosa del mundo (I)


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Entramos en territorio Talibán… y eso quita la sonrisa a cualquiera. Incluso a Hadi para quien este conflicto es la tercera guerra consecutiva que le ha tocado vivir, y quizás por ello tiene una increíble capacidad para relativizar cualquier problema.

Un don que, por otro lado, no siempre funciona. Y a pesar de que puede disimular su miedo en los pasos de montaña con sonrisas y comentarios jocosos, el terror que siente por los Insurgentes no puede esconderse. Sus ojos intranquilos lo delatan, y fuma compulsivamente encendiéndose cigarrillo tras cigarrillo con las manos temblándole ligeramente.

Para los Talibán Hadi es un agente del mal, esclavo y colaborador no sólo del Gobierno Afgano, al que consideran una blasfemia, sino también de los impuros y depravados infieles, entre los que me encuentro, y que describen como cruzados cuyo estandarte es el alcohol y la prostitución, la enfermedad y todos los males del mundo. Un virus que infecta sus puras y frágiles almas, siempre a merced de un Dios por el que matan y mueren a placer como en una cópula fanática.

Hadi es consciente de que si lo cogen los Talibán lo ejecutarán en el mismo lugar donde sea apresado. Permanecemos en silencio. El sol de agosto está descendiendo pero aún brilla fuerte y casi hirviendo. Las cuatro ventanillas del vehículo están bajadas y el aire calma el calor pero nos deja sordos y solos con nuestros pensamientos.

Los peligros de esta infame vía incluyen los frecuentes ataques de los Insurgentes, que disparan a los convoyes desde lo alto de las montañas ráfagas de AK-47 y granadas propulsadas RPG. Los explosivos de carretera, los temibles IED que son la causa primordial de las bajas militares en Afganistán.  Y los falsos controles donde vestidos con uniformes de la policía o del ejército secuestran o asesinan sumariamente a colaboradores del Gobierno Afgano o de la fuerzas de seguridad, así como a los extranjeros.

La carretera está llena de cicatrices de guerra. En algunos tramos se distingue el negro azabache de la calzada quemada durante horas. “Aquí es donde hicieron volar por los aires un convoy que transportaba gasolina”, me comenta Hadi casi gritando y serio al ver una de esas manchas negras que incluso han cristalizado la arena que las cubría. “De éstas hay muchas y se ven por toda la carretera”, asegura frunciendo el ceño como sobrecogido por los malos recuerdos.

En otros lugares las pruebas son más directas y resultan más espeluznantes. Camiones de los convoyes, vehículos de las Fuerzas de Seguridad Afganas y demás chatarra volada por los aires, en algunos casos masacrada a balazos, yacen inertes y mudos a ambos lados de la carretera con un aire fantasmagórico y desesperanzador.

Hadi conduce rápido y concentrado a través de un desierto de arena, rocas y algo de verde aquí y allá hasta que llegamos a un gran lago formado por el río Kabul, una maravilla azul rodeada de desierto que nutre a algunos de los oasis de vegetación alrededor de los cuales viven varias aldeas.


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El lago es una visión que como fotógrafo no puedo dejar pasar, y aunque el tiempo apremia, nos detenemos en uno de los miradores que destaca por su decoración. Sobre un pedestal de piedra y sin inscripción un tanque de la era soviética descansa entero y con el cañón erguido observando el lago y los alrededores, como un león rugiendo y detenido en el tiempo. No sé si es un monumento recordatorio de las dos últimas guerras, o un aviso de que él sigue siendo el rey de Afganistán.

De nuevo en marcha y a no muchos quilómetros de Sarobi el tráfico se intensifica y, por primera vez en todo el trayecto, observo a un Hadi abiertamente nervioso y preocupado. Los dos sabemos que la retención puede ser debido a un accidente, o a un control policial de más adelante que, si se encuentra justo a la entrada de la ciudad seguro que es gubernamental, pero si está a las afueras o en mitad de la nada bien puede ser un control Talibán. Y eso es lo peor que podría pasar.

Los disparos desde las montañas siempre ocurren muy lejos y hay que tener mala suerte para ser alcanzado. Las bombas de carretera normalmente tienen un mecanismo de presión o son activadas a distancia con lo que el ataque acaba cuando la bomba estalla. En ambos casos caer herido o morir suele suceder de repente, y eso es mucho mejor que caer en manos de la Insurgencia.

“Normalmente en los controles de los Talibán se llevan a la gente a la montaña y los disparan. Los que colaboran con el gobierno, o con los extranjeros, se llevan la peor parte”, me recuerda Hadi sin quitar la vista de la carretera.  Y yo respondo lo único que puedo responder: “tranquilo, seguro que es un accidente”.

Pero también pienso en que si es un control Insurgente como extranjero infiel e invasor que soy puedo acabar secuestrado para canjear presos o pedir dinero y demás formas de extorsión, o ejecutado al lado de mi vehículo, como le ocurrió a Julio Fuentes y a sus compañeros en 2001, o llevado a las montañas con el mismo propósito pero, esta vez, para servir al aparato propagandístico Talibán. O lo que es lo mismo, aparecer en uno de esos vídeos que los noticiarios no se atreven a enseñar.

Una patrulla de los EEUU bajo siglas de ISAF con sus monstruosos vehículos blindados de combate MRAT nos pasa por la izquierda y eso hace que baje la tensión. Ellos son un objetivo, nosotros somos un vehículo anónimo. El tráfico acelera y por fin llegamos a Sarobi, una ciudad bella y llena de vida con un Oasis de ensueño. La retención la habían provocado varios camiones de gran tonelaje en la estrecha pero principal vía de entrada y salida de la ciudad.

Después de Sarobi cruzamos pueblos y aldeas que viven del comercio en la carretera como Shala Kamar, Mohammad Ali Kan, Droonta o Mazar Abad, a través de un desierto de piedras de belleza exquisita y algún pequeño oasis verde y superpoblado. Durante todo el trayecto y a diferencia de los pasos de montaña, vemos muy pocas unidades militares, y sí muchos contingentes paramilitares pro gubernamentales.

A unos cinco quilómetros de Jalalabad el tráfico se intensifica y llegamos a un control de la Policía Nacional Afgana. Hadi me mira serio y los dos volvemos a pensar en lo mismo. Pero no puede ser porque a plena luz del día y tan cerca de Jalalabad sería una locura. Aunque con los Talibán nunca se sabe. Ya sea por locura esquizofrénica o por verdad divina, los tienen muy bien puestos.

Pero a medida que nos acercamos se hace más evidente que sólo es la policía afgana, tan poco profesional como siempre, sujetando los fusiles como si fueran juguetes y con esa desgana que los caracteriza. Minutos después observo el letrero de Jalalabad y entramos en la ciudad, y siento como mi cuerpo se relaja de repente gracias al bajón de adrenalina. Sienta bien sentirse a salvo.

Somos afortunados. El viaje de Kabul a Jalalabad a través de la carretera más peligrosa del mundo nos ha dejado sanos y de una pieza. Hemos presenciado accidentes de tráfico y visto las consecuencias de la batalla bélica que todavía se libra en esta carretera maldita. Pero por suerte ningún tiro ha sido disparado o bomba detonada a nuestro paso. Somos afortunados.

Aunque… según la lógica del fotógrafo de guerra un poquito de acción hubiera estado bien. Y a pesar de que esto es algo difícil de entender es la verdad y si uno la expresa con nobleza y sinceridad no tiene porque ofender a nadie.

Pero cuidado, cuidado con lo que deseamos porque a veces se cumple. Y eso es lo que pasó un día después de terminar este viaje, cuando mi peor pesadilla se hizo realidad. Pero eso es una historia que, por desgracia, aún no puedo contar.

Para ver el reportaje fotográfico accede a mi página web

Amador Guallar Photo Web Site

De Jalalabad a Kabul, a través de la carretera más peligrosa del mundo (II)

Amador Guallar, corresponsal en Afganistán
Amador Guallar
miércoles, 18 de enero de 2012, 08:05 h (CET)
De Kabul a Jalalabad a través de la carretera más peligrosa del mundo (I)


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Entramos en territorio Talibán… y eso quita la sonrisa a cualquiera. Incluso a Hadi para quien este conflicto es la tercera guerra consecutiva que le ha tocado vivir, y quizás por ello tiene una increíble capacidad para relativizar cualquier problema.

Un don que, por otro lado, no siempre funciona. Y a pesar de que puede disimular su miedo en los pasos de montaña con sonrisas y comentarios jocosos, el terror que siente por los Insurgentes no puede esconderse. Sus ojos intranquilos lo delatan, y fuma compulsivamente encendiéndose cigarrillo tras cigarrillo con las manos temblándole ligeramente.

Para los Talibán Hadi es un agente del mal, esclavo y colaborador no sólo del Gobierno Afgano, al que consideran una blasfemia, sino también de los impuros y depravados infieles, entre los que me encuentro, y que describen como cruzados cuyo estandarte es el alcohol y la prostitución, la enfermedad y todos los males del mundo. Un virus que infecta sus puras y frágiles almas, siempre a merced de un Dios por el que matan y mueren a placer como en una cópula fanática.

Hadi es consciente de que si lo cogen los Talibán lo ejecutarán en el mismo lugar donde sea apresado. Permanecemos en silencio. El sol de agosto está descendiendo pero aún brilla fuerte y casi hirviendo. Las cuatro ventanillas del vehículo están bajadas y el aire calma el calor pero nos deja sordos y solos con nuestros pensamientos.

Los peligros de esta infame vía incluyen los frecuentes ataques de los Insurgentes, que disparan a los convoyes desde lo alto de las montañas ráfagas de AK-47 y granadas propulsadas RPG. Los explosivos de carretera, los temibles IED que son la causa primordial de las bajas militares en Afganistán.  Y los falsos controles donde vestidos con uniformes de la policía o del ejército secuestran o asesinan sumariamente a colaboradores del Gobierno Afgano o de la fuerzas de seguridad, así como a los extranjeros.

La carretera está llena de cicatrices de guerra. En algunos tramos se distingue el negro azabache de la calzada quemada durante horas. “Aquí es donde hicieron volar por los aires un convoy que transportaba gasolina”, me comenta Hadi casi gritando y serio al ver una de esas manchas negras que incluso han cristalizado la arena que las cubría. “De éstas hay muchas y se ven por toda la carretera”, asegura frunciendo el ceño como sobrecogido por los malos recuerdos.

En otros lugares las pruebas son más directas y resultan más espeluznantes. Camiones de los convoyes, vehículos de las Fuerzas de Seguridad Afganas y demás chatarra volada por los aires, en algunos casos masacrada a balazos, yacen inertes y mudos a ambos lados de la carretera con un aire fantasmagórico y desesperanzador.

Hadi conduce rápido y concentrado a través de un desierto de arena, rocas y algo de verde aquí y allá hasta que llegamos a un gran lago formado por el río Kabul, una maravilla azul rodeada de desierto que nutre a algunos de los oasis de vegetación alrededor de los cuales viven varias aldeas.


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El lago es una visión que como fotógrafo no puedo dejar pasar, y aunque el tiempo apremia, nos detenemos en uno de los miradores que destaca por su decoración. Sobre un pedestal de piedra y sin inscripción un tanque de la era soviética descansa entero y con el cañón erguido observando el lago y los alrededores, como un león rugiendo y detenido en el tiempo. No sé si es un monumento recordatorio de las dos últimas guerras, o un aviso de que él sigue siendo el rey de Afganistán.

De nuevo en marcha y a no muchos quilómetros de Sarobi el tráfico se intensifica y, por primera vez en todo el trayecto, observo a un Hadi abiertamente nervioso y preocupado. Los dos sabemos que la retención puede ser debido a un accidente, o a un control policial de más adelante que, si se encuentra justo a la entrada de la ciudad seguro que es gubernamental, pero si está a las afueras o en mitad de la nada bien puede ser un control Talibán. Y eso es lo peor que podría pasar.

Los disparos desde las montañas siempre ocurren muy lejos y hay que tener mala suerte para ser alcanzado. Las bombas de carretera normalmente tienen un mecanismo de presión o son activadas a distancia con lo que el ataque acaba cuando la bomba estalla. En ambos casos caer herido o morir suele suceder de repente, y eso es mucho mejor que caer en manos de la Insurgencia.

“Normalmente en los controles de los Talibán se llevan a la gente a la montaña y los disparan. Los que colaboran con el gobierno, o con los extranjeros, se llevan la peor parte”, me recuerda Hadi sin quitar la vista de la carretera.  Y yo respondo lo único que puedo responder: “tranquilo, seguro que es un accidente”.

Pero también pienso en que si es un control Insurgente como extranjero infiel e invasor que soy puedo acabar secuestrado para canjear presos o pedir dinero y demás formas de extorsión, o ejecutado al lado de mi vehículo, como le ocurrió a Julio Fuentes y a sus compañeros en 2001, o llevado a las montañas con el mismo propósito pero, esta vez, para servir al aparato propagandístico Talibán. O lo que es lo mismo, aparecer en uno de esos vídeos que los noticiarios no se atreven a enseñar.

Una patrulla de los EEUU bajo siglas de ISAF con sus monstruosos vehículos blindados de combate MRAT nos pasa por la izquierda y eso hace que baje la tensión. Ellos son un objetivo, nosotros somos un vehículo anónimo. El tráfico acelera y por fin llegamos a Sarobi, una ciudad bella y llena de vida con un Oasis de ensueño. La retención la habían provocado varios camiones de gran tonelaje en la estrecha pero principal vía de entrada y salida de la ciudad.

Después de Sarobi cruzamos pueblos y aldeas que viven del comercio en la carretera como Shala Kamar, Mohammad Ali Kan, Droonta o Mazar Abad, a través de un desierto de piedras de belleza exquisita y algún pequeño oasis verde y superpoblado. Durante todo el trayecto y a diferencia de los pasos de montaña, vemos muy pocas unidades militares, y sí muchos contingentes paramilitares pro gubernamentales.

A unos cinco quilómetros de Jalalabad el tráfico se intensifica y llegamos a un control de la Policía Nacional Afgana. Hadi me mira serio y los dos volvemos a pensar en lo mismo. Pero no puede ser porque a plena luz del día y tan cerca de Jalalabad sería una locura. Aunque con los Talibán nunca se sabe. Ya sea por locura esquizofrénica o por verdad divina, los tienen muy bien puestos.

Pero a medida que nos acercamos se hace más evidente que sólo es la policía afgana, tan poco profesional como siempre, sujetando los fusiles como si fueran juguetes y con esa desgana que los caracteriza. Minutos después observo el letrero de Jalalabad y entramos en la ciudad, y siento como mi cuerpo se relaja de repente gracias al bajón de adrenalina. Sienta bien sentirse a salvo.

Somos afortunados. El viaje de Kabul a Jalalabad a través de la carretera más peligrosa del mundo nos ha dejado sanos y de una pieza. Hemos presenciado accidentes de tráfico y visto las consecuencias de la batalla bélica que todavía se libra en esta carretera maldita. Pero por suerte ningún tiro ha sido disparado o bomba detonada a nuestro paso. Somos afortunados.

Aunque… según la lógica del fotógrafo de guerra un poquito de acción hubiera estado bien. Y a pesar de que esto es algo difícil de entender es la verdad y si uno la expresa con nobleza y sinceridad no tiene porque ofender a nadie.

Pero cuidado, cuidado con lo que deseamos porque a veces se cumple. Y eso es lo que pasó un día después de terminar este viaje, cuando mi peor pesadilla se hizo realidad. Pero eso es una historia que, por desgracia, aún no puedo contar.

Para ver el reportaje fotográfico accede a mi página web

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