En un planeta cada vez más encendido por el odio, y por ende más fragmentado e injusto, la
ciudadanía tiene el deber cívico de reflexionar unida. Es una lástima que muchos de los que ejercen hoy la
política no ejemplaricen sus acciones en términos de universalidad y, en cambio, movilicen los
enfrentamientos en lugar de propiciar lo armónico. Para desgracia de todos, la hipocresía se ha adueñado
de los moradores del astro y no pasamos del reino de la estupidez. Sin duda, hacen falta otros vientos más
esperanzadores y auténticos, de menos desarraigos y más ilusión por un mundo más hermanado que, hoy
por hoy, está en notoria decadencia espiritual y hasta en riesgo de extinción. Por tanto, el que los 193
países que componen las Naciones Unidas fueran capaces de ponerse de acuerdo hace unos años al
adoptar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), no sólo hay que reconocerle el mérito de aglutinar
pensamientos, sino que también es un compromiso a expandir e imitar. Indudablemente, esos diecisiete
objetivos, que pueden reagruparse en seis elementos esenciales: la dignidad, los seres humanos, el
planeta, la prosperidad, la justicia y las alianzas; además de tener el empuje suficiente para ponernos en
acción y transformar nuestras vidas, en una existencia más solidaria; han de sustentarse igualmente en un
deber, en la obligación de socorrernos. Hasta ahora la solidaridad ha sido más de palabrería que de
ejercicio, de generosidad ocasional que de entrega permanente, pues la adhesión entendida en su sentido
más hondo, es un modo de vida, una manera de vivir donándose y de hacer inspiración.
Envueltos en multitud de ideologías que sueñan con acapararlo todo para sí y los suyos, en
apropiarse hasta del aire que respiramos o de las fuentes cristalinas que emanan de la tierra para goce de
la humanidad, urge que la especie se concilie y reconcilie con la estética del afecto. Hay demasiada
hostilidad en este inhumano cruce de latidos, donde las culturas han trastocado el espíritu de lo natural,
adoctrinándonos en un corazón sin alma hasta despojarnos de la memoria histórica. El levantamiento de
los esclavos en Haití en 1791 fue, en su momento, de capital importancia para la abolición del comercio
transatlántico de esclavos. También ahora, justo en este instante preciso, se requiere de una ciudadanía
valerosa que luche por un orbe más justo, frente al aluvión de personas indiferentes que afirman que no
podemos cambiar nada. A mi juicio, es vital cooperar para que esa mundialización reinante se fraternice.
No podemos quedar solos en manos de los dirigentes políticos. El ejemplo lo tenemos en España, donde
se está poniendo en entredicho la fuerza democrática que nos hermana, la del Estado de Derecho. Desde
luego, cualquier plan de ruptura, división y radicalidad, conlleva enfrentamientos inútiles. Aparte de que
no tenemos derecho a apropiarnos de existencia alguna, y aún menos, de la concordia que nos gobierna en
el espíritu profundo de las cosas. Sea como fuere, considero, que hemos de retornar a esa dignificación
humana; con tenacidad, pero sin fanatismos; con pasión, pero sin violencia; con afán, pero sin ser
destructores.
A veces da la sensación que tampoco nos aguantamos ni a nosotros mismos; tenemos que
cambiar, volver a la misión del amor para alcanzar un plano superior de unidad, de paz y de justicia,
desmembrados de todo resentimiento, que únicamente nos conduce al desconcierto. Esta es la verdadera
precariedad humana, la falta de horizontes y de vínculos que nos reanimen hacia otros cultos más
humanistas, a fin de que las instituciones filantrópicas permitan a todos los ciudadanos contribuir al
mejoramiento de nuestro cosmos. Esta es la cuestión. No obstante, todo este caos nos recuerda la
importancia de construir sociedades que sepan acoger, requerir y preservar, lo que nos exige más
autenticidad, más donación, más humanidad en definitiva. No se trata de decir mucho y no hacer nada.
Tampoco de tirar en direcciones opuestas. Los gobiernos del mundo han de escuchar a sus ciudadanos,
pero tampoco deben acobardarse ante los sembradores del terror. De ahí, la trascendencia de defender la
lógica de la familia humana, donde el vínculo de ese amor reivindicativo ha de venir del corazón; puesto
que, si ser político es impulsar la vocación de servicio incondicional a los demás, ser ciudadano es aún
más, sobre todo el poder interrogarnos sobre nuestra vida y poder cambiarla. Por desdicha, aún hay
muchos ciudadanos que tienen que venderse para poder subsistir. Ante esta triste realidad, todos tenemos
que asumir la responsabilidad de ser mejores ciudadanos, y en esto, las pruebas de amor, de ocuparse y
preocuparse por el análogo a nosotros, son un instinto natural insustituible.
Quien intenta desentenderse de lo humano, se dispone a desentenderse de la propia familia
humana. No olvidemos que, en esta vida, siempre habrá sufrimiento que necesite de esa mano tendida, de
ese auxilio del deber ciudadano. A propósito, se me ocurre pensar en lo que dijo al terminar una visita a
los campamentos de desplazados en Areesha, Ein Issa y Mabrouka, donde conversó con muchos
pequeños afectados, Fran Equiza, representante de UNICEF en Siria, mediante un comunicado en el que
aseveró que los seis años de conflicto en Siria han destruido la niñez de millones de menores y les han
causado un daño enorme. Es precisamente, esa comunión de amor entre unos y otros, lo que nos
engrandece el alma. Sin embargo, tras las contiendas todo es desolación. Lo decía el gran escritor francés,
Albert Camus (1913-1960), sobre el gran Cartago que lideró tres guerras: “después de la primera seguía
teniendo poder; después de la segunda seguía siendo habitable; después de la tercera ya no se encuentra
en el mapa”. Ojalá podamos evitar todas las batallas, pues cada una de ellas es una hecatombe hacia toda
alma humana. Dicho lo cual, no me enternece para nada esos lenguajes repelentes que esparcen
venganzas por doquier, como si fuese el estado normal del ser humano. Pues no, es la conciliación y el
acercamiento, que nunca viene dado y ha de conquistarse día a día, lo que nos universaliza hacia ese
equilibrio oriundo que todos deseamos abrazar.
Está visto que la ciudadanía tiene que despertar para verse en el espejo del mundo. Madre Teresa
de Calcuta (1910-1997), se veía de este modo: “Mi sangre y mis orígenes son albaneses, pero soy de
ciudadanía india. Soy monja católica. Por profesión, pertenezco al mundo entero. Por corazón, pertenezco
por completo al Corazón de Jesús”. Quizás nosotros también tengamos que mirar las cosas desde muchos
puntos de vista, pero al fin, hemos de confluir en alegrarnos por vivir, porque viviendo tenemos la
oportunidad de amar y ser amados, de querer y ser queridos, también de mirar a las estrellas y de ver en
los labios de la luna los lenguajes que más nos embellecen, los de la mística que siempre son saludables
frente a tantas garras, como las de la heroína, que nos torna adictos de la noche y no de la luz, que es lo
que da sentido a nuestras andanzas y a la constante sorpresa de conocerme en el camino. Por eso, es
fundamental avivar la mundialización ciudadana para el proyecto de construcción de un mundo más
equitativo, desde identidades diversas, pero convergente y reintegrador, donde nadie se sienta extraño,
sino arropado tras aumentar la confianza y construir el llamado capital humano como entusiasta
preferente y así, poder desarrollar con mejor tino y tono, la capacidad de adaptación positiva ante
situaciones adversas a través de la acción mundial, mejorando el sentido de responsabilidad social y
eliminando cualquier barrera social y cultural que dificulte la cohesión entre los humanos y sus culturas.