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Una fotografía que podría haber mostrado la violencia de género en Afganistán, pero que no lo hizo

Amador Guallar, corresponsal en Afganistán

La foto que no pude tomar, vergüenza mía

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La fotografía del incidente en Mazar-i-Sharif / Amador Guallar

Hace unos meses me encontraba en la norteña ciudad de Mazar-i-Sharif cámara en mano intentando retratar el día a día de la ciudad cuando fui testigo de una escena que aún no he conseguido olvidar, y que quizás por este motivo tengo que escribir ya que aparentemente, y muy a mi pesar, no quiere ser desterrada de mi memoria. Un cáncer que de vez en cuando me visita por las noches.

Andaba no muy lejos de la Mezquita Azul, famosa en el mundo musulmán por ser el lugar donde descansan los restos de Ali bin Abi Talib, primer Imán chiíta y primo  del Profeta Muhammad, entre los callejones cerca del mercado situado a unos metros del mausoleo, cuando desde el otro lado de la calle escucho unos gritos horripilantes de sollozo y desamparo. Inmediatamente a la carrera pensando que se ha producido un ataque y preparando la cámara para conseguir unas instantáneas que paguen el próximo alquiler y el soñado nuevo equipo de cámaras, llego al lugar y éste parece totalmente desierto, excepto por una mujer vestida con el tradicional burka azul y un hombre chillando a lo loco maldiciones en dari, empujándola con una mano mientras con la otra sostiene una bolsa amarilla, pateándola, golpeándole en el cogote con la mano abierta incluso cuando ella pide clemencia levantando los brazos debajo del burka, cosa que el tipo ignora, impasible y degradante chillándole y zarandeándola de nuevo.

No entiendo lo que dice, ni falta que me hace. La violencia en estado puro es un lenguaje internacional e instintivo que todos reconocemos al instante. Una bofetada que te deja marca para siempre.

Tengo la cámara de fotos en la mano y dudo. En Afganistán la violencia doméstica es el pan de cada día, y si el tipo me ve sacando una foto y la toma conmigo puedo acabar en una de las alcantarillas, así que no hago nada. El miedo me puede y ya está. Para qué buscar más explicaciones.

Lo mismo se puede decir de los viandantes que pasan y miran curiosos pero no se detienen. Ellos también se jugarían el cuello si se interpusiesen entre marido y mujer, porque sólo un marido tiene derecho a tratar a su mujer así en este mundo afgano. O simplemente les importa un bledo o incluso comparten el punto de vista de que la mujer es una propiedad más, un objeto, un animal de compañía para tener bebés que, cuando no se comporta, hay que azotarlo para que aprenda. A veces la sociedad afgana y sus milenarias costumbres inhumanas contra la mujer me dan ganas de vomitar.

Tengo que hacer esa foto, pienso, ni que sea para denunciar la violencia de género en este país, otra vez y como muchos antes que yo. O al menos así es como quiero justificar las ansias por retratar lo más oscuro y doloroso que pasa en este mundo, algo enfermizo quizás, pero que ha conducido a muchos fotógrafos y escritores antes, y que lo seguirá haciendo en el futuro. Algo difícil de explicar y para lo que no tengo más palabras.

Entonces me doy cuenta de que la mujer está embarazada, y el horror de la escena me paraliza. La chica se inclina hacia delante mientras su cuerpo se contrae y separa el burka de su cuerpo para vomitar, sin por supuesto mostrar nada de lo que ocurre detrás, y justo antes de que vomite desesperada y aún sollozando mientras el marido mira hacia otro lado como aburrido y esperando a que su propiedad se recobre, levanto la cámara y en menos de un segundo, o al menos así me lo parece, apunto y casi sin mirar a través del visor acciono el disparador y saco dos instantáneas.

Siento la adrenalina y su empuje grandilocuente, deseando haber capturado ese momento de horror para que, quizás, alguien se horrorice tanto que utilice mi fotografía para denunciar el acoso, degradación, inhumanidad e injusticias a las que se ven sometidas muchas de las mujeres afganas. Siento la adrenalina mientras me quedo mirando empezando a sentirme sucio pero no avergonzado.

Pasan los segundos y finalmente la mujer se incorpora y tras un par de minutos en los que él vuelve a gritarle como si fuera una mula, ambos reemprender su caminar y se alejan del lugar como si nada. O al menos eso es lo que parece. Estoy seguro de que debajo de ese burka el mundo ha vuelto a morir un poco más para esa pobre mujer, chica o incluso niña. En Afganistán, y sobre todo en las zonas rurales, los matrimonios de viejos babosos con niñas de doce y trece años son bastante comunes. Y así acaba otra dosis de violencia que seguramente no será la última.

A toro pasado, no puedo más que preguntarme porqué tantas ONG, agencias de la ONU, compañías privadas, órganos oficiales de los países de la Coalición, embajadas y todos los tipos de organizaciones sin ánimo de lucro imaginables, se empeñar en esa gran mentira que es ser, como se dice tantas veces en este país, culturally sensitive, o lo que es lo mismo, ser respetuoso con la cultura del lugar porque así es como aquí se hacen las cosas. Y yo me pregunto: por qué hay que respetar a los que no respetan? Por qué hay que seguir apoyando a los poseedores de una tradición basada en la humillación y la injusticia? Que cada uno responda como pueda.

De vuelta al hotel conecto la cámara a mi ordenador portátil y descargo las fotografías tomadas durante el día. Al cabo de unos minutos busco esas dos fotografías y al encontrarlas… decepción inmediata. La primera, disparada a la velocidad de la luz levantando la cámara, está totalmente borrosa y es inservible. La segunda es clara y muestra una escena que, si se conocen lo hechos, es terrible. Pero eso no me sirve. Una buena fotografía se explica por sí misma. Y no hay pero que valga.

La próxima vez será, me digo para consolarme. Pero la rabia me desborda como un tsunami. Podría destrozar la habitación en la que me encuentro y aún así no podría saciarla. Respiro y respiro. Con una instantánea del momento en que el marido golpea a su mujer embarazada podría haber hecho llegar el mensaje a muchos que desconocen que en este país, Afganistán, la mujer vive sometida a unas leyes y tradiciones demenciales. Pero no lo he conseguido.

Y entonces me olvido de aquéllos que creen que este tipo de fotografías son tomadas por buitres sin sentimientos, de los que creen que en las zonas de conflicto los fotógrafos, escritores o cámaras son paparazzis del horror. Me olvido de cualquier vergüenza y pienso en que la próxima vez levantaré la cámara y sacaré la fotografía. Pase lo que pase. Quizás así podré vengar a alguna de estas mujeres mostrando y denunciando ante el mundo entero la cara del cerdo y asqueroso de su marido. Aunque no sé si eso será suficiente…

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La foto que no pude tomar, vergüenza mía

Una fotografía que podría haber mostrado la violencia de género en Afganistán, pero que no lo hizo

Amador Guallar, corresponsal en Afganistán
Amador Guallar
lunes, 19 de diciembre de 2011, 09:02 h (CET)

La fotografía del incidente en Mazar-i-Sharif / Amador Guallar

Hace unos meses me encontraba en la norteña ciudad de Mazar-i-Sharif cámara en mano intentando retratar el día a día de la ciudad cuando fui testigo de una escena que aún no he conseguido olvidar, y que quizás por este motivo tengo que escribir ya que aparentemente, y muy a mi pesar, no quiere ser desterrada de mi memoria. Un cáncer que de vez en cuando me visita por las noches.

Andaba no muy lejos de la Mezquita Azul, famosa en el mundo musulmán por ser el lugar donde descansan los restos de Ali bin Abi Talib, primer Imán chiíta y primo  del Profeta Muhammad, entre los callejones cerca del mercado situado a unos metros del mausoleo, cuando desde el otro lado de la calle escucho unos gritos horripilantes de sollozo y desamparo. Inmediatamente a la carrera pensando que se ha producido un ataque y preparando la cámara para conseguir unas instantáneas que paguen el próximo alquiler y el soñado nuevo equipo de cámaras, llego al lugar y éste parece totalmente desierto, excepto por una mujer vestida con el tradicional burka azul y un hombre chillando a lo loco maldiciones en dari, empujándola con una mano mientras con la otra sostiene una bolsa amarilla, pateándola, golpeándole en el cogote con la mano abierta incluso cuando ella pide clemencia levantando los brazos debajo del burka, cosa que el tipo ignora, impasible y degradante chillándole y zarandeándola de nuevo.

No entiendo lo que dice, ni falta que me hace. La violencia en estado puro es un lenguaje internacional e instintivo que todos reconocemos al instante. Una bofetada que te deja marca para siempre.

Tengo la cámara de fotos en la mano y dudo. En Afganistán la violencia doméstica es el pan de cada día, y si el tipo me ve sacando una foto y la toma conmigo puedo acabar en una de las alcantarillas, así que no hago nada. El miedo me puede y ya está. Para qué buscar más explicaciones.

Lo mismo se puede decir de los viandantes que pasan y miran curiosos pero no se detienen. Ellos también se jugarían el cuello si se interpusiesen entre marido y mujer, porque sólo un marido tiene derecho a tratar a su mujer así en este mundo afgano. O simplemente les importa un bledo o incluso comparten el punto de vista de que la mujer es una propiedad más, un objeto, un animal de compañía para tener bebés que, cuando no se comporta, hay que azotarlo para que aprenda. A veces la sociedad afgana y sus milenarias costumbres inhumanas contra la mujer me dan ganas de vomitar.

Tengo que hacer esa foto, pienso, ni que sea para denunciar la violencia de género en este país, otra vez y como muchos antes que yo. O al menos así es como quiero justificar las ansias por retratar lo más oscuro y doloroso que pasa en este mundo, algo enfermizo quizás, pero que ha conducido a muchos fotógrafos y escritores antes, y que lo seguirá haciendo en el futuro. Algo difícil de explicar y para lo que no tengo más palabras.

Entonces me doy cuenta de que la mujer está embarazada, y el horror de la escena me paraliza. La chica se inclina hacia delante mientras su cuerpo se contrae y separa el burka de su cuerpo para vomitar, sin por supuesto mostrar nada de lo que ocurre detrás, y justo antes de que vomite desesperada y aún sollozando mientras el marido mira hacia otro lado como aburrido y esperando a que su propiedad se recobre, levanto la cámara y en menos de un segundo, o al menos así me lo parece, apunto y casi sin mirar a través del visor acciono el disparador y saco dos instantáneas.

Siento la adrenalina y su empuje grandilocuente, deseando haber capturado ese momento de horror para que, quizás, alguien se horrorice tanto que utilice mi fotografía para denunciar el acoso, degradación, inhumanidad e injusticias a las que se ven sometidas muchas de las mujeres afganas. Siento la adrenalina mientras me quedo mirando empezando a sentirme sucio pero no avergonzado.

Pasan los segundos y finalmente la mujer se incorpora y tras un par de minutos en los que él vuelve a gritarle como si fuera una mula, ambos reemprender su caminar y se alejan del lugar como si nada. O al menos eso es lo que parece. Estoy seguro de que debajo de ese burka el mundo ha vuelto a morir un poco más para esa pobre mujer, chica o incluso niña. En Afganistán, y sobre todo en las zonas rurales, los matrimonios de viejos babosos con niñas de doce y trece años son bastante comunes. Y así acaba otra dosis de violencia que seguramente no será la última.

A toro pasado, no puedo más que preguntarme porqué tantas ONG, agencias de la ONU, compañías privadas, órganos oficiales de los países de la Coalición, embajadas y todos los tipos de organizaciones sin ánimo de lucro imaginables, se empeñar en esa gran mentira que es ser, como se dice tantas veces en este país, culturally sensitive, o lo que es lo mismo, ser respetuoso con la cultura del lugar porque así es como aquí se hacen las cosas. Y yo me pregunto: por qué hay que respetar a los que no respetan? Por qué hay que seguir apoyando a los poseedores de una tradición basada en la humillación y la injusticia? Que cada uno responda como pueda.

De vuelta al hotel conecto la cámara a mi ordenador portátil y descargo las fotografías tomadas durante el día. Al cabo de unos minutos busco esas dos fotografías y al encontrarlas… decepción inmediata. La primera, disparada a la velocidad de la luz levantando la cámara, está totalmente borrosa y es inservible. La segunda es clara y muestra una escena que, si se conocen lo hechos, es terrible. Pero eso no me sirve. Una buena fotografía se explica por sí misma. Y no hay pero que valga.

La próxima vez será, me digo para consolarme. Pero la rabia me desborda como un tsunami. Podría destrozar la habitación en la que me encuentro y aún así no podría saciarla. Respiro y respiro. Con una instantánea del momento en que el marido golpea a su mujer embarazada podría haber hecho llegar el mensaje a muchos que desconocen que en este país, Afganistán, la mujer vive sometida a unas leyes y tradiciones demenciales. Pero no lo he conseguido.

Y entonces me olvido de aquéllos que creen que este tipo de fotografías son tomadas por buitres sin sentimientos, de los que creen que en las zonas de conflicto los fotógrafos, escritores o cámaras son paparazzis del horror. Me olvido de cualquier vergüenza y pienso en que la próxima vez levantaré la cámara y sacaré la fotografía. Pase lo que pase. Quizás así podré vengar a alguna de estas mujeres mostrando y denunciando ante el mundo entero la cara del cerdo y asqueroso de su marido. Aunque no sé si eso será suficiente…

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Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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