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Las democracias mueren al mismo ritmo que se implanta la dictadura financiera mundial

El concierto de las naciones

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Los ciudadanos están tan desbordados por las ficticias situaciones creadas por el poder, que ya son incapaces no sólo de asombrarse o indignarse, sino de dar respuesta alguna al implacable avance de los advenedizos. No en vano, estos años de dorada pujanza que concluyeron en el 2008 fueron utilizados para desmontar y corromper todas las organizaciones y partidos políticos que podrían, llegados los tiempos que vivimos, procurar una respuesta tan contraria a esta barbarie como coherente. El desprestigio de todos ellos –sindicatos, partidos y organizaciones de toda índole, incluidas las ONGs- es tal, que los ciudadanos confían más y mejor en su equipo de fútbol –último bastión de los patriotismos actuales- o en sus vegetativas teleseries, que en su capacidad de hacer algo.

En vano es argüir una vez más por la certificación de la muerte de la democracia que han supuesto los golpes de mano dados por el poder advenedizo financiero en Italia y Grecia –donde gobiernan sin la legitimidad de las urnas constitucionales los advenedizos de la Trilateral y el Club Bielderberg-, como en vano es recordar que los Estados otrora independientes hoy son rehenes de quienes produjeron artificialmente la crisis que nos asola, a quienes deben pagar un tributo de sal y sangre, y en vano será lamentarse de que, con cara de buenoides lastimeros, implanten inter nos las patronales, como implantara el egregio Felipe González “coyunturalmente” los contratos basura hace dos décadas nada coyunturales, los minicrontratos inhumanos éstos que van a imponer, o sí o sí. Que cada cual le dé las gracias a su partido favorito por ello, adminículos sin los cuales este plan jamás habría tenido éxito.

Lo grande se ha hecho tan ciclópeo que ya nadie lo entiende, y, desbordado, cada cual se encierra en lo muy pequeño de lo suyo. La crisis es demasiado enorme, como lo es la conflictiva situación internacional y aún la complejo contexto nacional, el cual no sólo está aquejado de un fragmentarismo tan absurdo como estéril, sino de una demolición de todos los principios morales, éticos y hasta legales de tal calibre, que demasiados focos son como para que un simple ciudadano llegue siquiera a comprenderlo. Es preferible lo chato, nuestras mínimas certidumbres, nuestros diminutos quebrantos, a tener que colegir siquiera lo que está sucediendo, la pupación de este orden perverso que está transformando a la sociedad en una suerte de bestia sin corazón ni alma. Hace mucho que he hemos dejado de aspirar a lo alto, y ya buscamos, como las bestias, el oxígeno junto al suelo.

Los ciudadanos, sobrepasados por la ingente y fatal información que llega en masivas andanadas desde las cuatro esquinas de la Tierra, ya no quieren saber de nada más que de sus propios conflictos. Si tienen trabajo y es seguro, allá los demás con sus miserias; y si no lo tienen o es tan eventual como esclavista, ojalá llegue ya la Tercera Guerra Mundial o el Apocalipsis y termine de una vez con todo. Así, crecen al mismo ritmo los multimillonarios que están sabiendo aprovecharse de la crisis que los desempleados sin opciones de futuro, descuartizándose la sociedad de forma irreversible entre brahmanes y parias. Los mundos que habitan los unos y los otros, sus anhelos e inquietudes, sus esperanzas y deseos, ya no tienen nada que ver, y, mientras los primeros ansían una sociedad tranquila y en orden, los otros verían con buenos ojos que un cataclismo pusiera el mundo del revés, y quién sabe si están esperando ansiosos su momento para la revancha.

Pero no es que la sociedad se haya fracturado por sí misma o que sea causa de un fenómeno espontáneo, sino que ha sido quebrada por ciertos intereses extremadamente perversos, ésos que invocan los Derechos Humanos para intervenir con ejércitos y acabar con ciertos regímenes –nada ejemplares, por cierto- en su beneficio, pero que ignoraron inanes lo de Ruanda-Burundi y el millón de vidas que se perdieron cruentamente a machetazos, o a los más de seiscientos mil seres humanos que mueren hoy en Dafur, o aún a los más de cuatro mil millones de hermanos, hijos del mismo Dios, que sobreviven con menos de 2 euros al día y sin agua potable, sin casas o sin luz eléctrica o sanitarios en ellas. Son, precisamente, ese algo menos del uno por ciento de la población mundial que acapara más del 60% de la riqueza del planeta. Y quieren más. Y lo quieren, porque las sociedades tragan con ello y no se rebelan; y lo quieren, porque los gobiernos les financian su angurria y las poblaciones se amiserian para poder hacer frente a los pagos de las tramposas deudas con que fingieron opulencia.

Pero no es sólo en África, en Asia o en algunos países de Latinoamérica donde los dientes crujen y chirrían de hambre, dolor y enfermedad, donde la muerte y la miseria han asentado su solio, porque ya sucede también en nuestras doradas sociedades, y, por más que los gobiernos se empeñen en ocultarlo con lustrosas teleseries de mucho colorín y mucha risa y telediarios mentirosos, ya asoman por entre la skyline de la esplendidez la fea y mugrienta cresta de los muladares, asaltando el corazón de las otrora lujosas ciudades de Occidente, ya asoman a la vuelta de cada esquina, en la puerta trasera del supermercado de ahí al lado, largas colas de indigentes que revuelven los deshechos por un bocado de gallofa, muchos de ellos hasta ayer arrogantes empleados o jóvenes titulados a los que su esfuerzo sólo les ha servido para caer en la pobreza más solemne, porque en las sociedades actuales sólo se retribuye a los corruptos, a los mentirosos y se rige por la plutocracia en plan chiringuito. El hambre y la necesidad ya no es cosa de allá lejos, sino que es de acá cerca, de al lado, del vecino, del pariente, propia.

El suicidio crece como una peste contemporánea y el aborto es algo tan cotidiano… La muerte amamanta con sus cadavéricas tetas a sus hijos, los que mueren y los que matan, porque lo que cuenta es la supervivencia, y tal vez no esté lejos el día en que, como en los caminos que conducen desde Dafur a Congo, Uganda o Kenia, veamos los linderos jalonados de los esqueletos infantiles de los hijos que dejaron las madres para que murieran, porque querían salvar a uno o dos de sus muchos vástagos. Como las perras, cuando comprenden que no pueden sacar adelante a toda su camada.

La democracia fue un espejismo, como es un espejismo el mañana. Lo es y lo será, asentado sobre estas bases perversas y sobre este orden desalmado. No hay futuro por este camino: ninguno. No en vano los poderosos llaman a éste su orden “el concierto de las naciones”, porque al movimiento de su batuta los Estados derivan de democracia en dictadura –Latinoamérica y la Operación Cóndor- y de dictadura en democracia –las dictaduras árabes-, acompañados por los coros vocales de la miseria -¡ay, ay, ay, aaaaaaaaayyyyy-y-y-y-aaa-, igualito que en el sentío flamenco. Un coro al que, o sí o sí, tal y como pinta el 2012, no vamos a tardar en unirnos.

Puedes conocer toda la obra de Ángel Ruiz Cediel: Un autor que no escribe para todos (Sólo para los muy entendidos)

El concierto de las naciones

Las democracias mueren al mismo ritmo que se implanta la dictadura financiera mundial
Ángel Ruiz Cediel
viernes, 16 de diciembre de 2011, 12:24 h (CET)

Los ciudadanos están tan desbordados por las ficticias situaciones creadas por el poder, que ya son incapaces no sólo de asombrarse o indignarse, sino de dar respuesta alguna al implacable avance de los advenedizos. No en vano, estos años de dorada pujanza que concluyeron en el 2008 fueron utilizados para desmontar y corromper todas las organizaciones y partidos políticos que podrían, llegados los tiempos que vivimos, procurar una respuesta tan contraria a esta barbarie como coherente. El desprestigio de todos ellos –sindicatos, partidos y organizaciones de toda índole, incluidas las ONGs- es tal, que los ciudadanos confían más y mejor en su equipo de fútbol –último bastión de los patriotismos actuales- o en sus vegetativas teleseries, que en su capacidad de hacer algo.

En vano es argüir una vez más por la certificación de la muerte de la democracia que han supuesto los golpes de mano dados por el poder advenedizo financiero en Italia y Grecia –donde gobiernan sin la legitimidad de las urnas constitucionales los advenedizos de la Trilateral y el Club Bielderberg-, como en vano es recordar que los Estados otrora independientes hoy son rehenes de quienes produjeron artificialmente la crisis que nos asola, a quienes deben pagar un tributo de sal y sangre, y en vano será lamentarse de que, con cara de buenoides lastimeros, implanten inter nos las patronales, como implantara el egregio Felipe González “coyunturalmente” los contratos basura hace dos décadas nada coyunturales, los minicrontratos inhumanos éstos que van a imponer, o sí o sí. Que cada cual le dé las gracias a su partido favorito por ello, adminículos sin los cuales este plan jamás habría tenido éxito.

Lo grande se ha hecho tan ciclópeo que ya nadie lo entiende, y, desbordado, cada cual se encierra en lo muy pequeño de lo suyo. La crisis es demasiado enorme, como lo es la conflictiva situación internacional y aún la complejo contexto nacional, el cual no sólo está aquejado de un fragmentarismo tan absurdo como estéril, sino de una demolición de todos los principios morales, éticos y hasta legales de tal calibre, que demasiados focos son como para que un simple ciudadano llegue siquiera a comprenderlo. Es preferible lo chato, nuestras mínimas certidumbres, nuestros diminutos quebrantos, a tener que colegir siquiera lo que está sucediendo, la pupación de este orden perverso que está transformando a la sociedad en una suerte de bestia sin corazón ni alma. Hace mucho que he hemos dejado de aspirar a lo alto, y ya buscamos, como las bestias, el oxígeno junto al suelo.

Los ciudadanos, sobrepasados por la ingente y fatal información que llega en masivas andanadas desde las cuatro esquinas de la Tierra, ya no quieren saber de nada más que de sus propios conflictos. Si tienen trabajo y es seguro, allá los demás con sus miserias; y si no lo tienen o es tan eventual como esclavista, ojalá llegue ya la Tercera Guerra Mundial o el Apocalipsis y termine de una vez con todo. Así, crecen al mismo ritmo los multimillonarios que están sabiendo aprovecharse de la crisis que los desempleados sin opciones de futuro, descuartizándose la sociedad de forma irreversible entre brahmanes y parias. Los mundos que habitan los unos y los otros, sus anhelos e inquietudes, sus esperanzas y deseos, ya no tienen nada que ver, y, mientras los primeros ansían una sociedad tranquila y en orden, los otros verían con buenos ojos que un cataclismo pusiera el mundo del revés, y quién sabe si están esperando ansiosos su momento para la revancha.

Pero no es que la sociedad se haya fracturado por sí misma o que sea causa de un fenómeno espontáneo, sino que ha sido quebrada por ciertos intereses extremadamente perversos, ésos que invocan los Derechos Humanos para intervenir con ejércitos y acabar con ciertos regímenes –nada ejemplares, por cierto- en su beneficio, pero que ignoraron inanes lo de Ruanda-Burundi y el millón de vidas que se perdieron cruentamente a machetazos, o a los más de seiscientos mil seres humanos que mueren hoy en Dafur, o aún a los más de cuatro mil millones de hermanos, hijos del mismo Dios, que sobreviven con menos de 2 euros al día y sin agua potable, sin casas o sin luz eléctrica o sanitarios en ellas. Son, precisamente, ese algo menos del uno por ciento de la población mundial que acapara más del 60% de la riqueza del planeta. Y quieren más. Y lo quieren, porque las sociedades tragan con ello y no se rebelan; y lo quieren, porque los gobiernos les financian su angurria y las poblaciones se amiserian para poder hacer frente a los pagos de las tramposas deudas con que fingieron opulencia.

Pero no es sólo en África, en Asia o en algunos países de Latinoamérica donde los dientes crujen y chirrían de hambre, dolor y enfermedad, donde la muerte y la miseria han asentado su solio, porque ya sucede también en nuestras doradas sociedades, y, por más que los gobiernos se empeñen en ocultarlo con lustrosas teleseries de mucho colorín y mucha risa y telediarios mentirosos, ya asoman por entre la skyline de la esplendidez la fea y mugrienta cresta de los muladares, asaltando el corazón de las otrora lujosas ciudades de Occidente, ya asoman a la vuelta de cada esquina, en la puerta trasera del supermercado de ahí al lado, largas colas de indigentes que revuelven los deshechos por un bocado de gallofa, muchos de ellos hasta ayer arrogantes empleados o jóvenes titulados a los que su esfuerzo sólo les ha servido para caer en la pobreza más solemne, porque en las sociedades actuales sólo se retribuye a los corruptos, a los mentirosos y se rige por la plutocracia en plan chiringuito. El hambre y la necesidad ya no es cosa de allá lejos, sino que es de acá cerca, de al lado, del vecino, del pariente, propia.

El suicidio crece como una peste contemporánea y el aborto es algo tan cotidiano… La muerte amamanta con sus cadavéricas tetas a sus hijos, los que mueren y los que matan, porque lo que cuenta es la supervivencia, y tal vez no esté lejos el día en que, como en los caminos que conducen desde Dafur a Congo, Uganda o Kenia, veamos los linderos jalonados de los esqueletos infantiles de los hijos que dejaron las madres para que murieran, porque querían salvar a uno o dos de sus muchos vástagos. Como las perras, cuando comprenden que no pueden sacar adelante a toda su camada.

La democracia fue un espejismo, como es un espejismo el mañana. Lo es y lo será, asentado sobre estas bases perversas y sobre este orden desalmado. No hay futuro por este camino: ninguno. No en vano los poderosos llaman a éste su orden “el concierto de las naciones”, porque al movimiento de su batuta los Estados derivan de democracia en dictadura –Latinoamérica y la Operación Cóndor- y de dictadura en democracia –las dictaduras árabes-, acompañados por los coros vocales de la miseria -¡ay, ay, ay, aaaaaaaaayyyyy-y-y-y-aaa-, igualito que en el sentío flamenco. Un coro al que, o sí o sí, tal y como pinta el 2012, no vamos a tardar en unirnos.

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