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Ametrallador mirando al horizonte sobrevolando Afganistán / Foto: Amador Guallar |
En Afganistán hubo un tiempo en que las carreteras que conectan las capitales de provincia eran seguras y podías desplazarte por el país en coche. Pero eso ya pasó y ahora casi ningún extranjero se aventura a transitar por éstas ya que pertenecen a los Insurgentes y a sus temidos controles o, peor aún, a la policía corrupta del gobierno afgano. Por eso no queda otra que volar.
Durante los años que llevo en este país extraño y víctima de la religión malentendida, poblado por gentes que aún viven para y por su tribu, he tenido la suerte de montarme en casi todos los tipos de helicópteros que surcan el cielo afgano. Militares y civiles.
Desde la pesada, vieja y siempre insegura ballena de fabricación rusa que es el MIL MIL-17, utilizado por las Naciones Unidas, el Gobierno Afgano y por muchas de las organizaciones sin ánimo de lucro, que se alza dando una pequeña carrera y entonces vuela haciendo vibrar hasta el último tornillo del aparato, hasta el viejo Boeing CH-47 Chinook de la guerra de Vietnam, literalmente, para el transporte de tropas de la Coalición. Un mastodonte protegido por tres ametralladoras de 50 mm normalmente lleno de soldados con cara de pánico antes de ser desplegados, o durmiendo exhaustos de vuelta de unas semanas de infierno en una de las Bases de Operaciones Avanzadas o FOB’s (Forward Operating Bases), descritas como “un agujero apestoso en el culo del mundo” por uno de los sargentos de la Guardia Nacional de Pennsylvania con el que en 2008 compartí desierto y furia de fuego empotrado en Paktika.
Debo admitir que, aunque a escala reducida, viajar en éstos dos helicópteros también da una sensación parecida a la de viajar en un avión de pasajeros, o en uno de esos helicópteros turísticos, en ambos casos siendo parte de la carga y nada más.
Por lo que no fue hasta que me subí por primera vez en uno de los potentes Sikorsky UH-60 Black Hawk de combate inmortalizados por el director de cine Ridley Scott, que entendí el verdadero significado de volar en Afganistán.
Volar como si no hubiera mañana. Volar frenéticamente esperando el momento en que las balas de un AK-47 o una granada propulsada RPG te pasen a unos metros, y deseando que no impacten en el fuselaje. Volar como una mariposa metálica gigante y monstruosa capaz de detenerse de golpe como derrapando en el cielo. Volar con las puertas abiertas, el cinturón de seguridad abrochado al máximo, el viento clavándote en el asiento sin apenas poder mover los brazos, a más de 300 quilómetros por hora a ras de suelo entre valles, montañas, ríos y desiertos y bosques que casi puedes oler, con los ametralladores tan cerca que cuando sus M240H o M134 abren fuego las mejillas te hierven por el insoportable calor de esos juguetes mecánicos asesinos. Volar realmente cagado de miedo, pero extrañamente excitado como con una erección de alma.
Pero también volar cuando todo te importa un bledo, cansado como si los párpados estuvieran hechos de cemento. Volar intentando olvidar las últimas malas experiencias que Afganistán te ha ofrecido, recordando tiros, explosiones, sudor frío y las caras sin vida, detenidas en el tiempo, como muñecos de cera, mientras vas de camino a la seguridad de una de las bases de la Coalición en Kabul, y de ahí a tu hotel o apartamento para que una ducha caliente purifique un cuerpo agriado por la estupidez de la guerra. Volar sin apenas sentir el rotor que te empuja, asqueado porque una vez de vuelta, y debido a la falta de un agente literario o fotográfico en tu vida, tienes que ponerte inmediatamente en marcha para vender lo antes posible los artículos y fotos realizados, casi como un mercader del sufrimiento, o no habrá otro volar.
No fue hasta que me subí por primera vez en un helicóptero de combate norteamericano Black Hawk que entendí lo que es volar en Afganistán porque hasta ese momento siempre había sido un pasajero y nada más, demasiado ocupado por mis propias pajas mentales para darme cuenta de que allá abajo, en la tierra afgana lejos de capitales y urbes domesticadas, millones de afganos viven en aldeas odiando el cielo cada vez que ven uno de estos pájaros negros que sólo significan muerte y destrucción aparece en el horizonte. Ya sea por el fuego que escupen desde el cielo, o por el fuego escupido desde tierra para abatirlos.
Soldados saliendo de un Chinook para ser deplegados en Paktika/ Foto: Amador Guallar |
Y entonces pienso en la famosa escena de la película Apocalypse Now con la que Francis Ford Coppola se hizo inmortal, esa en la que la caballería aérea se dirige al combate al ritmo de las Valkirias de Wagner, y me doy cuenta de que todos los que se emocionan, vitorean o creen que por eso la guerra es bella, sólo son unos imbéciles que nunca han escuchado los gritos y llantos de las víctimas.
Volar en Afganistán es volar en guerra y esto es fácil de convertir en un producto romántico para libros y largometrajes, pero la realidad es muy diferente.
Cuando recuerdo la sensación de volar con las puertas abiertas, el viento azotándome la cara literalmente suspendido en el aire, recuerdo los libros de Antoine de Saint-Exupéry y me pregunto cómo sería surcar el majestuoso paisaje afgano con sus desiertos, sus valles verdes y el gigantesco muro montañoso del Hindu Kush si hubiese volado para ser un pájaro de vida y no un cuervo que escupe plomo. Y en que quizás un día esto será posible, aunque lo cierto es que tengo mis dudas al respecto.
Amador Guallar Photo Web SiteVolar sobre Afganistán | ||||
Volar sobre el cielo afgano es un acto de guerra que despierta instintos animales Por Amador Guallar, corresponsal en Afganistán | ||||
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En Afganistán hubo un tiempo en que las carreteras que conectan las capitales de provincia eran seguras y podías desplazarte por el país en coche. Pero eso ya pasó y ahora casi ningún extranjero se aventura a transitar por éstas ya que pertenecen a los Insurgentes y a sus temidos controles o, peor aún, a la policía corrupta del gobierno afgano. Por eso no queda otra que volar. Durante los años que llevo en este país extraño y víctima de la religión malentendida, poblado por gentes que aún viven para y por su tribu, he tenido la suerte de montarme en casi todos los tipos de helicópteros que surcan el cielo afgano. Militares y civiles. Desde la pesada, vieja y siempre insegura ballena de fabricación rusa que es el MIL MIL-17, utilizado por las Naciones Unidas, el Gobierno Afgano y por muchas de las organizaciones sin ánimo de lucro, que se alza dando una pequeña carrera y entonces vuela haciendo vibrar hasta el último tornillo del aparato, hasta el viejo Boeing CH-47 Chinook de la guerra de Vietnam, literalmente, para el transporte de tropas de la Coalición. Un mastodonte protegido por tres ametralladoras de 50 mm normalmente lleno de soldados con cara de pánico antes de ser desplegados, o durmiendo exhaustos de vuelta de unas semanas de infierno en una de las Bases de Operaciones Avanzadas o FOB’s (Forward Operating Bases), descritas como “un agujero apestoso en el culo del mundo” por uno de los sargentos de la Guardia Nacional de Pennsylvania con el que en 2008 compartí desierto y furia de fuego empotrado en Paktika. Debo admitir que, aunque a escala reducida, viajar en éstos dos helicópteros también da una sensación parecida a la de viajar en un avión de pasajeros, o en uno de esos helicópteros turísticos, en ambos casos siendo parte de la carga y nada más. Por lo que no fue hasta que me subí por primera vez en uno de los potentes Sikorsky UH-60 Black Hawk de combate inmortalizados por el director de cine Ridley Scott, que entendí el verdadero significado de volar en Afganistán. Volar como si no hubiera mañana. Volar frenéticamente esperando el momento en que las balas de un AK-47 o una granada propulsada RPG te pasen a unos metros, y deseando que no impacten en el fuselaje. Volar como una mariposa metálica gigante y monstruosa capaz de detenerse de golpe como derrapando en el cielo. Volar con las puertas abiertas, el cinturón de seguridad abrochado al máximo, el viento clavándote en el asiento sin apenas poder mover los brazos, a más de 300 quilómetros por hora a ras de suelo entre valles, montañas, ríos y desiertos y bosques que casi puedes oler, con los ametralladores tan cerca que cuando sus M240H o M134 abren fuego las mejillas te hierven por el insoportable calor de esos juguetes mecánicos asesinos. Volar realmente cagado de miedo, pero extrañamente excitado como con una erección de alma. Pero también volar cuando todo te importa un bledo, cansado como si los párpados estuvieran hechos de cemento. Volar intentando olvidar las últimas malas experiencias que Afganistán te ha ofrecido, recordando tiros, explosiones, sudor frío y las caras sin vida, detenidas en el tiempo, como muñecos de cera, mientras vas de camino a la seguridad de una de las bases de la Coalición en Kabul, y de ahí a tu hotel o apartamento para que una ducha caliente purifique un cuerpo agriado por la estupidez de la guerra. Volar sin apenas sentir el rotor que te empuja, asqueado porque una vez de vuelta, y debido a la falta de un agente literario o fotográfico en tu vida, tienes que ponerte inmediatamente en marcha para vender lo antes posible los artículos y fotos realizados, casi como un mercader del sufrimiento, o no habrá otro volar.
Y entonces pienso en la famosa escena de la película Apocalypse Now con la que Francis Ford Coppola se hizo inmortal, esa en la que la caballería aérea se dirige al combate al ritmo de las Valkirias de Wagner, y me doy cuenta de que todos los que se emocionan, vitorean o creen que por eso la guerra es bella, sólo son unos imbéciles que nunca han escuchado los gritos y llantos de las víctimas. Volar en Afganistán es volar en guerra y esto es fácil de convertir en un producto romántico para libros y largometrajes, pero la realidad es muy diferente. Cuando recuerdo la sensación de volar con las puertas abiertas, el viento azotándome la cara literalmente suspendido en el aire, recuerdo los libros de Antoine de Saint-Exupéry y me pregunto cómo sería surcar el majestuoso paisaje afgano con sus desiertos, sus valles verdes y el gigantesco muro montañoso del Hindu Kush si hubiese volado para ser un pájaro de vida y no un cuervo que escupe plomo. Y en que quizás un día esto será posible, aunque lo cierto es que tengo mis dudas al respecto. Amador Guallar Photo Web Site |
Alberga la voz protocolo acepciones varias. La cuarta de ellas, siguiendo al DRAE, define esta palabra como ”secuencia detallada de un proceso de actuación científica, técnica, médica, etc.”. Al parecer, todo protocolo supone una garantía para evitar decisiones improvisadas en los distintos ámbitos y tranquilizar, de paso, a los destinatarios de la actuación, que pueden ser los miembros de un colectivo concreto o, en algunos casos, toda la población.
Si algo nos va quedando claro, es la enorme complicación de la cual formamos parte activa. El cielo nos plantea retos de altura si queremos ser consecuentes y la materia resulta muy superficial, la mayor parte es indetectable en el Universo como materia oscura. Las energías y las condensaciones nos traen de cabeza, hasta el punto de que avanzamos sin avanzar, de ver sin ver, o muchas situaciones similares.
Hoy comienzan las elecciones en la India. Están habilitados para votar más de 960 millones de habitantes en comicios de formato singular que van a durar 44 días. El país encarna la mayor democracia del mundo y, a diferencia de lo que suele acontecer en occidente, se espera un incremento del número de ciudadanos que acudan a las urnas.
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