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La tomadura de pelo del sistema monetario

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Los entendidos hablan de que ya, en el año 1100 AC, circulaban en China pequeñas reproducciones de cuchillos, herramientas y demás útiles de trabajo, fabricados en metales preciosos, de los que se dice que ya se empleaban como moneda de cambio para sustituir a los famosos trueques utilizados comúnmente para comerciar en los mercados de la antigüedad. Parece ser que, las primeras monedas oficialmente acuñadas en Lidia (Turquía) en el periodo 680 y 560 AC. A partir de entonces la costumbre de usar monedas acuñadas fue haciéndose cada vez más corriente, ya que, tanto los monarcas como los aristócratas, las ciudades y las instituciones empezaron a acuñar dinero con su sello identificativo para certificar la autenticidad del valor metálico de la moneda.

No voy a extenderme en la historia de las monedas de metal, puesto que no es el objetivo de este comentario, que pretende, simplemente, denunciar un hecho de que, no obstante, el valor que se le da a los billetes que habitualmente utilizamos para nuestras compras y cambios, en realidad, los bancos emisores nos han estado tomando el pelo desde ya hace un puñado de años. No puedo olvidarme de cuando, en España, se produjo el cambio de la moneda anterior, la peseta, por la nueva moneda europea (el Ecu fue un ver y no ver que no influyó nunca en nuestra nación) el Euro. La sensación que me produjo el primer día que lo utilicé fue la de haber caído en una de las estafas mayores a las que un ciudadano puede quedar sometido. Fui a comprar un periódico que, hasta aquel día me costaba 120 pesetas, una cantidad que ya me parecía excesiva y aquel nefasto día tuve que pagar un euro por él. Sí señores, de un día al otro aquel puñado de páginas impresas había pasado a costar, sin que hubiera ninguna razón para ello, de 120 pts. a 166’386 pts.; o sea un 138¨60% en un solo día.

La realidad es que, fruto de las habilidades, rapiña, sinvergonzonería y, sin duda, espíritu avaricioso de los prestamistas ( los primeros banqueros de la humanidad) que, abusando de la buena fe de quienes acudían a pedir ayuda para saldar sus deudas a cambio del pago de un rédito, se estableció la costumbre de buscar el equivalente en oro o plata de cada una de las mercancías, servicios, obligaciones, reposiciones o cualquier otro tipo de transacción que pudiera ser valorada en su equivalente en un metal de los que, en aquellos tiempos, eran considerados como patrones para valorar cualquier contraprestación que se quisiera llevar a cabo. Hay que decir que, si bien la valoración estaba sujeta a variaciones estacionales de la oferta y la demanda, especialmente dependiente de las cosechas, según fueran abundantes o escasas o de las situaciones de los pueblos en épocas de privaciones o de bonanza; se puede decir que el sistema era bastante justo.

Sin embargo, no tardaron en darse cuenta de que, especialmente para pagos a distancia, el cambio mediante monedas no era lo suficientemente cómodo y resultaba poco adaptado a los negocios y a la necesaria agilidad para poderlos llevar a cabo, sin la necesidad de ir cargado de monedas o de estar en peligro de que, en el transcurso de aquellos largos viajes de los comerciantes, pudieran ser asaltados por bandidos o por soldados de fortuna, siempre dispuestos a aprovecharse de los viajeros con los que se topaban en su azarosa vida. Entonces apareció el pagaré, la carta de crédito que los banqueros expedían a favor de los comerciantes para evitar que tuvieran que llevar a cuestas oro o plata u otros objetos preciosos, pero, con la posibilidad de efectuar sus compras en lugares lejanos, mediante la expedición de la correspondiente carta de crédito, que garantizaba al vendedor o comprador, el poder cambiarlo en el banco emisor o en alguna de sus sucursales, por el correspondiente equivalente en monedas de oro o plata.

Pero llegó un momento en el que los bancos se dieron cuenta de que, mediante el sistema del “papel moneda” o como habitualmente se lo denomina, “fiduciario”, ya no era preciso que los pagos fueran respaldados por oro o plata, algo que obligaba a tener una enormes reservas de ambos metales; pensando que si, el mismo papel moneda constituía un documento que, teóricamente, estaba respaldado por su equivalente en oro, no era necesario que se cambiara en cada operación, puesto que, entregando aquel documento se traspasaba al que lo recibía, la garantía del banco emisor, la facultad de recibir su contraprestación y, mientras tanto, servía de moneda de cambio muy útil para comprar, vender y realizar todas las operaciones mercantiles sin precisar que se tuviera que cambiar por su contravalor en metálico.

Y ahí fue cuando empezamos a perder los usuarios la batalla contra los bancos. Llegaron los bancos públicos, los llamados bancos emisores, con facultad de emitir moneda y la intervención de los estados en el control de las emisiones de billetes de banco, lo que les llevó a la tentación de que, cuando se encontraban agobiados por deudas, ponían en marcha su máquina de fabricar billetes sin que los billetes nuevos que se emitían estuvieran respaldados por las reservas de oro y plata, con lo que se producía la paradoja de que el respaldo en oro no se correspondía en realidad con el valor nominal del billete ya que a mayor número de billetes menor era su valor real. Entonces se avanzó un paso más en lo que fue establecer un valor virtual de aquella moneda de papel, pero sin que su poseedor tuviera la posibilidad de cambiarlo por su equivalente en moneda preciosa. La inflación estaba servida y el valor de la moneda de papel ya fluctuó según la confianza que inspiraba la nación en cuestión y de acuerdo con la comparación del valor respectivo del resto de monedas nacionales.

Ahora ha aparecido otro tipo de moneda, el “bitcoin”, definida por la enciclopedia como una criptomoneda o moneda digital que no tiene soporte material y solamente existe en el mundo digital. “El Bitcoin se caracteriza por ser descentralizado, es decir, no está respaldado por ningún gobierno ni depende de la confianza en un emisor central.​ Por el contrario, utiliza un sistema de prueba de trabajo para impedir el doble gasto y alcanzar el consenso entre todos los nodos que integran la red intercambiando información sobre una red no confiable y potencialmente comprometida (resuelve el problema de los generales bizantinos).De igual forma, las transacciones no necesitan de intermediarios y el protocolo es código abierto. como tal porque es simplemente”.

Así es como lo definen los entendidos y les felicito si han sido capaces de entender este galimatías que, en definitiva, viene a decir que este tipo de monedas ( curiosamente muy usado desde hace un tiempo) no tiene respaldo alguno, ni el valor del pedazo de papel en el que está impresa la moneda fiduciaria, pero sirve para que se utilice para hacer negocios basándose en lo que se ha dado por denominar: “sistema de prueba de trabajo (POW), que sirve para evitar comportamientos indeseados (por ejemplo ataques de denegación de servicio o spam) y requiere que el cliente del servicio realice algún tipo de trabajo que tenga cierto coste y que es verificado fácilmente en la parte del servidor. Normalmente el trabajo consiste en realizar un cómputo en el ordenador del cliente. ​El trabajo debe ser moderadamente difícil (pero factible) por el lado del cliente, pero fácil de verificar por el lado del servidor.”

En resumidas cuentas que, como todo se basa en las técnicas digitales modernas de procesamiento, trasmisión y almacenamiento de datos; en las computadoras y las nubes; nadie puede tener la seguridad que, lo que él está convencido que constituye su patrimonio monetario, en realidad exista, siga estando a su disposición, mantenga el valor que pensaba que tenía o que, algún avispado hacker, se las haya compuesto para transferirlo a sus propias cuentas, convirtiendo en 0 el supuesto saldo del cuitado inversor. O así es como, señores, desde el punto de vista del ciudadano de a pie, de los que no somos expertos en toda esta clase de nuevas tecnologías y escuchamos como ya se va diciendo que, los pagos en moneda, pronto van a desaparecer y que todo se deberá hacer a través de los bancos, empezamos a sentir como se nos pone la piel de gallina conociendo, como conocemos por experiencia, cómo se las gastan estos señores banqueros y las veces en las que, con sus métodos y sus habilidades para cobrar por cualquier mínimo servicio, nos han venido esquilmando al menor error que cometamos; habrá que ver lo que sucederá si acabamos por tener que usar las tarjetas para comprar una caja de cerillas o tomarnos un café en un bar.

Claro que, como no dan puntada sin hilo, no es raro ver detrás de todas estas ideas, la presencia de la Hacienda pública y su voraz interés por no dejar resquicio sin vigilar ni euro por recaudar. Así ya no habrá más que renunciar a nuestra intimidad y entregarle al Estado, el Gran Hermano de Orwell, todo lo que tengamos para que sea él el que decida lo que podemos gastar y lo que debemos ahorrar para dejárselo directamente a ella. Sí señores, somos carne de cañón, meros pedazos de carne en manos de quienes tienen todos los resortes para dejarnos esquilmados en cuanto decidan hacerlo.

La tomadura de pelo del sistema monetario

Miguel Massanet
martes, 25 de julio de 2017, 00:00 h (CET)
Los entendidos hablan de que ya, en el año 1100 AC, circulaban en China pequeñas reproducciones de cuchillos, herramientas y demás útiles de trabajo, fabricados en metales preciosos, de los que se dice que ya se empleaban como moneda de cambio para sustituir a los famosos trueques utilizados comúnmente para comerciar en los mercados de la antigüedad. Parece ser que, las primeras monedas oficialmente acuñadas en Lidia (Turquía) en el periodo 680 y 560 AC. A partir de entonces la costumbre de usar monedas acuñadas fue haciéndose cada vez más corriente, ya que, tanto los monarcas como los aristócratas, las ciudades y las instituciones empezaron a acuñar dinero con su sello identificativo para certificar la autenticidad del valor metálico de la moneda.

No voy a extenderme en la historia de las monedas de metal, puesto que no es el objetivo de este comentario, que pretende, simplemente, denunciar un hecho de que, no obstante, el valor que se le da a los billetes que habitualmente utilizamos para nuestras compras y cambios, en realidad, los bancos emisores nos han estado tomando el pelo desde ya hace un puñado de años. No puedo olvidarme de cuando, en España, se produjo el cambio de la moneda anterior, la peseta, por la nueva moneda europea (el Ecu fue un ver y no ver que no influyó nunca en nuestra nación) el Euro. La sensación que me produjo el primer día que lo utilicé fue la de haber caído en una de las estafas mayores a las que un ciudadano puede quedar sometido. Fui a comprar un periódico que, hasta aquel día me costaba 120 pesetas, una cantidad que ya me parecía excesiva y aquel nefasto día tuve que pagar un euro por él. Sí señores, de un día al otro aquel puñado de páginas impresas había pasado a costar, sin que hubiera ninguna razón para ello, de 120 pts. a 166’386 pts.; o sea un 138¨60% en un solo día.

La realidad es que, fruto de las habilidades, rapiña, sinvergonzonería y, sin duda, espíritu avaricioso de los prestamistas ( los primeros banqueros de la humanidad) que, abusando de la buena fe de quienes acudían a pedir ayuda para saldar sus deudas a cambio del pago de un rédito, se estableció la costumbre de buscar el equivalente en oro o plata de cada una de las mercancías, servicios, obligaciones, reposiciones o cualquier otro tipo de transacción que pudiera ser valorada en su equivalente en un metal de los que, en aquellos tiempos, eran considerados como patrones para valorar cualquier contraprestación que se quisiera llevar a cabo. Hay que decir que, si bien la valoración estaba sujeta a variaciones estacionales de la oferta y la demanda, especialmente dependiente de las cosechas, según fueran abundantes o escasas o de las situaciones de los pueblos en épocas de privaciones o de bonanza; se puede decir que el sistema era bastante justo.

Sin embargo, no tardaron en darse cuenta de que, especialmente para pagos a distancia, el cambio mediante monedas no era lo suficientemente cómodo y resultaba poco adaptado a los negocios y a la necesaria agilidad para poderlos llevar a cabo, sin la necesidad de ir cargado de monedas o de estar en peligro de que, en el transcurso de aquellos largos viajes de los comerciantes, pudieran ser asaltados por bandidos o por soldados de fortuna, siempre dispuestos a aprovecharse de los viajeros con los que se topaban en su azarosa vida. Entonces apareció el pagaré, la carta de crédito que los banqueros expedían a favor de los comerciantes para evitar que tuvieran que llevar a cuestas oro o plata u otros objetos preciosos, pero, con la posibilidad de efectuar sus compras en lugares lejanos, mediante la expedición de la correspondiente carta de crédito, que garantizaba al vendedor o comprador, el poder cambiarlo en el banco emisor o en alguna de sus sucursales, por el correspondiente equivalente en monedas de oro o plata.

Pero llegó un momento en el que los bancos se dieron cuenta de que, mediante el sistema del “papel moneda” o como habitualmente se lo denomina, “fiduciario”, ya no era preciso que los pagos fueran respaldados por oro o plata, algo que obligaba a tener una enormes reservas de ambos metales; pensando que si, el mismo papel moneda constituía un documento que, teóricamente, estaba respaldado por su equivalente en oro, no era necesario que se cambiara en cada operación, puesto que, entregando aquel documento se traspasaba al que lo recibía, la garantía del banco emisor, la facultad de recibir su contraprestación y, mientras tanto, servía de moneda de cambio muy útil para comprar, vender y realizar todas las operaciones mercantiles sin precisar que se tuviera que cambiar por su contravalor en metálico.

Y ahí fue cuando empezamos a perder los usuarios la batalla contra los bancos. Llegaron los bancos públicos, los llamados bancos emisores, con facultad de emitir moneda y la intervención de los estados en el control de las emisiones de billetes de banco, lo que les llevó a la tentación de que, cuando se encontraban agobiados por deudas, ponían en marcha su máquina de fabricar billetes sin que los billetes nuevos que se emitían estuvieran respaldados por las reservas de oro y plata, con lo que se producía la paradoja de que el respaldo en oro no se correspondía en realidad con el valor nominal del billete ya que a mayor número de billetes menor era su valor real. Entonces se avanzó un paso más en lo que fue establecer un valor virtual de aquella moneda de papel, pero sin que su poseedor tuviera la posibilidad de cambiarlo por su equivalente en moneda preciosa. La inflación estaba servida y el valor de la moneda de papel ya fluctuó según la confianza que inspiraba la nación en cuestión y de acuerdo con la comparación del valor respectivo del resto de monedas nacionales.

Ahora ha aparecido otro tipo de moneda, el “bitcoin”, definida por la enciclopedia como una criptomoneda o moneda digital que no tiene soporte material y solamente existe en el mundo digital. “El Bitcoin se caracteriza por ser descentralizado, es decir, no está respaldado por ningún gobierno ni depende de la confianza en un emisor central.​ Por el contrario, utiliza un sistema de prueba de trabajo para impedir el doble gasto y alcanzar el consenso entre todos los nodos que integran la red intercambiando información sobre una red no confiable y potencialmente comprometida (resuelve el problema de los generales bizantinos).De igual forma, las transacciones no necesitan de intermediarios y el protocolo es código abierto. como tal porque es simplemente”.

Así es como lo definen los entendidos y les felicito si han sido capaces de entender este galimatías que, en definitiva, viene a decir que este tipo de monedas ( curiosamente muy usado desde hace un tiempo) no tiene respaldo alguno, ni el valor del pedazo de papel en el que está impresa la moneda fiduciaria, pero sirve para que se utilice para hacer negocios basándose en lo que se ha dado por denominar: “sistema de prueba de trabajo (POW), que sirve para evitar comportamientos indeseados (por ejemplo ataques de denegación de servicio o spam) y requiere que el cliente del servicio realice algún tipo de trabajo que tenga cierto coste y que es verificado fácilmente en la parte del servidor. Normalmente el trabajo consiste en realizar un cómputo en el ordenador del cliente. ​El trabajo debe ser moderadamente difícil (pero factible) por el lado del cliente, pero fácil de verificar por el lado del servidor.”

En resumidas cuentas que, como todo se basa en las técnicas digitales modernas de procesamiento, trasmisión y almacenamiento de datos; en las computadoras y las nubes; nadie puede tener la seguridad que, lo que él está convencido que constituye su patrimonio monetario, en realidad exista, siga estando a su disposición, mantenga el valor que pensaba que tenía o que, algún avispado hacker, se las haya compuesto para transferirlo a sus propias cuentas, convirtiendo en 0 el supuesto saldo del cuitado inversor. O así es como, señores, desde el punto de vista del ciudadano de a pie, de los que no somos expertos en toda esta clase de nuevas tecnologías y escuchamos como ya se va diciendo que, los pagos en moneda, pronto van a desaparecer y que todo se deberá hacer a través de los bancos, empezamos a sentir como se nos pone la piel de gallina conociendo, como conocemos por experiencia, cómo se las gastan estos señores banqueros y las veces en las que, con sus métodos y sus habilidades para cobrar por cualquier mínimo servicio, nos han venido esquilmando al menor error que cometamos; habrá que ver lo que sucederá si acabamos por tener que usar las tarjetas para comprar una caja de cerillas o tomarnos un café en un bar.

Claro que, como no dan puntada sin hilo, no es raro ver detrás de todas estas ideas, la presencia de la Hacienda pública y su voraz interés por no dejar resquicio sin vigilar ni euro por recaudar. Así ya no habrá más que renunciar a nuestra intimidad y entregarle al Estado, el Gran Hermano de Orwell, todo lo que tengamos para que sea él el que decida lo que podemos gastar y lo que debemos ahorrar para dejárselo directamente a ella. Sí señores, somos carne de cañón, meros pedazos de carne en manos de quienes tienen todos los resortes para dejarnos esquilmados en cuanto decidan hacerlo.

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