La muerte suele ser, para la mayoría de personas, un tránsito obligado a un lugar ignoto que, solamente
las distintas religiones, intentan darle un sentido de tipo metafísico, basado, nada más, en la creencia de
que, esta vida no concluye con la descomposición de nuestro cuerpo material, sino que sigue
espiritualmente más allá del peso de nuestras miserias corporales, de nuestros problemas físicos y
morales, de nuestras relaciones humanas con el resto de personas con las que convivimos y allende de
las riquezas que se hayan acumulado o las penurias por las que hayan tenido que pasar. Podríamos decir,
que, para casi todas las creencias religiosas, la muerte es el simple tránsito, obligado por supuesto, hacia
otro tipo de dimensión, de vida extracorpórea o de remanso espiritual en el que, por supuesto, no se va a
estar sujeto a los avatares de la existencia por la que cada ser humano, durante más o menos espacio de
tiempo, se ve obligado a soportar, unos con más suerte que otros, antes de que llegue el final de su
periplo terrenal.
Normalmente, el fallecimiento de una persona, aparte del luto y el dolor que experimentan su allegados
y amigos, suele significar como un bálsamo purificador para el difunto al que, el simple tránsito hacia la
otra vida, le supone que se suelan olvidar todos sus defectos, sus errores, sus enemistades y malas
acciones, sus deudas morales
(ya que, de las otras, se ocuparán sus acreedores de reclamarlas) e, incluso, sus cuentas pendientes con
la Justicia, especialmente si se tratan de acciones penales. No hay orden de detención judicial, de
registro domiciliario, citación para ser interrogado o sentencia para ir a la cárcel, que pueda ser
ejecutada contra el cadáver de cualquier imputado, por grave que sean los actos criminales que hubiera
cometido.
Sin embargo, estas normas que rigen para la Justicia, que son de cumplimiento obligado para las
autoridades encargadas de hacer cumplir las leyes penales, que respetan la muerte como si se tratase de
un elixir purificador, que dejase limpio de cualquier responsabilidad, el cuerpo inerte de todo criminal;
no tiene la fuerza, no rige ni impide que la maledicencia, el odio, los rencores o el afán de venganza de
quienes tuvieran cuestiones pendientes con la persona fallecida, de aquellos que se sintieran
perjudicados por sus actos, ofendidos por sus palabras, heridos por sus injurias o castigados en sus
economías por las artimañas económicas del difunto; perduren más allá del óbito, se prolonguen en el
tiempo e incluso, sean trasladados y exteriorizados para que, aquel rencor, odio, reconcomio,
contrariedad u ojeriza, no sólo quede reducido a su intimidad, sino que sea elevado al conocimiento
público, como medio de dejar patente que aquella persona fallecida puede estar muerta, sin embargo la
inquina y el odio contra ella siguen vivos en aquellos que no la han querido perdonar, ni con su muerte.
En el caso del financiero señor Miguel Blesa, una persona conocida por su trayectoria política, por sus
conocimientos fiscales, por sus chanchullos financieros y por los perjuicios que, sus actividades
fraudulentas (las preferentes), causaron a millares de personas; se puede decir que, su suicidio ( parece
que la autopsia ha confirmado que se disparó con su propia escopeta de caza), ha tenido un grane efecto
en la opinión pública que, a poco que pensemos sobre ello, nos puede dar la medida de cómo somos los
españoles, de nuestros defectos más destacables, de nuestros vicios más endémicos y de la mala sangre
que algunos de nuestros conciudadanos son capaces de acumular en sus entrañas, incluso, cuando la
muerte ha cercenado la vida de aquellas personas a las que no pueden soportar, odian o desearían que
vivieran mil años más, para que tuvieran tiempo suficiente de purgar las maldades que, según su criterio,
les hacen merecedoras de una pena más dura que la propia muerte.
Se ha especulado con las causas que, al parecer, existieron para que el señor Blesa decidiera,
aprovechando una cacería, terminar con su vida, suicidándose. Hablan de que, a su edad (69 años) ya no
se veía con fuerzas para soportar las condenas que pesaban sobre él y el tener que asistir a los distintos
juicios que tenía pendientes. Se comenta su bajo estado moral, al sentirse blanco de las iras de todas las
personas que le conocían por la calle y lo insultaban o zaherían. Es muy posible que, en realidad,
hubiera un poco de todo, junto a la vergüenza que toda persona que ha tenido un alto status social,
compartido la compañía de ministros y altas personalidades, habitado en casas suntuosas y dispuesto de
vehículos de alta gama; cuando se han sentido humillados, trasladados a la cárcel convertido en carne de
presidio y sometido a aislamiento por el resto de los reclusos, que compartían su estancia en el centro
penitenciario.
Puede que esté equivocado, ya que se trata de una mera suposición, pero, como parece que sus amigos
piensan de él, se trataba de una persona fría, dueña de sus actos, reflexiva, poco comunicativa y, sin
ninguna duda, capaz de enfrentarse con serenidad a situaciones extremas para escoger la solución que, a
su juicio, era la más conveniente; existe la posibilidad que previendo el porvenir, estando convencido
que sus recursos ante el Supremo no iban a prosperar y pensando en la situación en la que iba a dejar a
su familia, los malos tragos que les iba a proporcionar y las consecuencias económicas que podían
acabar por afectarles, incluso haciendo peligrar gravemente la estabilidad sus finanzas; existe la
posibilidad, avalada por la frialdad con la que preparó su suicidio, el hecho de haberse llevado a la finca
su propia escopeta de caza, para que no se pudiera achacar su muerte a alguno de sus compañeros de
cacería, y la intimidad que escogió para dispararse el tiro, lejos del resto del resto de personas asistentes
al evento; permitirían pensar que urdió quitarse la vida para que, todos los casos penales que le
acosaban, quedasen solucionados de un plumazo cuando el falleciese; evitando el Vía Crucis que, sin
duda, iba a representar para su familia el tener que soportar las consecuencias de una serie de años de
comparecencias judiciales y, con toda probabilidad, de sucesivas condenas.
Una muerte rápida, un tiro en el corazón, y todos sus problemas desaparecerían y su familia, dentro de
un periodo relativamente corto (no sabemos las responsabilidades de tipo civil que pudieran afectarle)
pudiera recobrar la normalidad, sin que la espada de la humillación pública, el deshonor, la venganza y
la desesperanza pudiera pender sobre su cabeza a través de los años que le quedaban de quedar sometido
a la acción de la Justicia y sus consecuencias. Quiero quedarme con este último pensamiento, aunque,
como persona de una cierta educación religiosa, no puedo estar de acuerdo con el suicidio, prefiero
pensar que, si el señor Blesa tomó esta determinación extrema, fuera para favorecer a los suyos antes
que especular sobre un simple acto de cobardía.
O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, pienso en que la maldad de las
personas, en ocasiones, trasciende los límites de la decencia y lo permisible; máxime cuando hemos
tenido ocasión de ver la cantidad de opiniones aparecidas en las redes, en las que se vertían verdaderas
barbaridades, insultos, ofensas y obscenidades sobre la muerte y la persona del difunto señor Blesa que,
si en vida quizá se le pudieran reprochar sus acciones y el daño que pudo hacer a muchas personas
inocentes, una vez muerto, la mínima prudencia y respeto por los difuntos, debería moderar el lenguaje
de quienes, sin continencia alguna, han querido unir a la muerte de esta persona, el INRI de no respetar,
al menos, a las personas, probablemente inocentes, de quienes forman parte de su familia.