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El Tribunal Supremo, o eso nos dicen, sigue los giros electorales. A lo mejor, pero no debería de anticiparlos -- ni, a esos efectos, dictar sentencia con la campaña en mente

América necesita una sentencia judicial de la reforma sanitaria

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WASHINGTON -- .El rumbo legal idóneo -- y casualmente, lo mejor para el país con diferencia -- es que la judicatura decida la constitucionalidad de la nueva reforma sanitaria antes del verano que viene, a pesar del hecho de que el dictamen se fallará de lleno en la campaña de reelección del Presidente Obama.

La decisión del tribunal de aceptar las demandas de la reforma se producía con un mecanismo de seguridad. Los magistrados deliberaron en torno a una cuestión de procedimiento esotérica pero importante: el desafío a la obligatoriedad de que los particulares tengan contratada cobertura sanitaria llegará demasiado pronto, no sólo antes de que el código haya entrado en vigor sino antes de que cualquier particular haya tenido que abonar la multa por no contratar cobertura.

La cuestión concreta implica la Ley Anti-Interferencia de 1867, que prohíbe a los tribunales aceptar cualquier demanda de la recaudación pública que haya prosperado antes de haberse tributado. Debido a la recaudación por parte de la agencia tributaria de las multas por no tener contratado seguro según la reforma sanitaria, reza el argumento, la Ley Anti-Interferencia prohíbe dictar sentencia en este momento.

Si esa interpretación es correcta, la constitucionalidad de obligar a tener contratado seguro no podría fallarse hasta el año 2015 -- después de que los estados hayan destinado enormes esfuerzos y gastos a montar nuevos mercados de seguros supervisados por el estado y "el sistema de copago" para los que hay que asegurar por ley.

Imagine la alteración del sistema sanitario -- y no hablemos del político -- si la obligatoriedad se declara inconstitucional. Sería mucho mejor para el país que la cuestión se decidiera antes del verano que viene, no más de tres años después.

Un aperitivo de la vista de los argumentos relativos a la Ley Anti-Interferencia se producía la pasada semana en la sala de apelaciones del tribunal federal del Distrito de Columbia. El caso enfrentaba a un león conservador, el veterano magistrado Laurence Silberman, con un cachorro conservador, el magistrado elegido por George W. Bush Brett Kavanaugh.

En la sentencia, el juez Silberman, con el magistrado de elección Demócrata Harry Edwards, fallaba que la Ley Anti-Interferencia no se aplica y pasaba a refrendar la constitucionalidad de obligar por ley a contratar seguro.

Kavanaugh, en voto particular, difería de Silberman en la interpretación técnica del código, pero a continuación argumentaba apasionadamente que sería un rumbo más prudente para la judicatura aplazar la sentencia de la constitucionalidad de la reforma. Después de todo, destacaba, el futuro Congreso puede elegir revocar el requisito de la obligatoriedad.

O -- y aquí es donde la cosa se pone interesante -- el futuro presidente "podría no implantar el capítulo de la obligatoriedad si llega a la conclusión de que implantarlo es inconstitucional".

En una nota, Kavanaugh elaboraba: "Según la Constitución, el presidente puede rehusar implantar un código que regula a los particulares cuando el presidente considere inconstitucional el código, incluso si un tribunal ha refrendado o fallado constitucional el código".

Hola, ¿el Presidente Romney? Va por usted.

¿Es realmente cierto que un presidente -- incluso después de haber hablado el Tribunal Supremo -- puede dar el cambiazo con su propia opinión y negarse a implantar una ley?

Si es así, esto me parece muy improbable -- y desaconsejable. El único precedente que cita Kavanaugh para tan audaz propuesta es el fallo con la mayoría dictado por el magistrado conservador Antonin Scalia en un caso del año 1991 relativo a la constitucionalidad de los magistrados de las salas mercantiles, sentencia en la cual Scalia destaca que un presidente "tiene las competencias de vetar leyes invasivas o incluso saltárselas cuando sean inconstitucionales". Scalia no menciona por ninguna parte la autoridad presidencial frente a los fallos judiciales que intervengan o se anticipen a las circunstancias.

Kavanaugh, que fue ayudante del magistrado progresista Anthony M. Kennedy, pensaba sin duda en el inminente proceso en la instancia judicial cuando razonaba que los jueces "dejan estas cuestiones constitucionales para más tarde -- para un día que puede no llegar".

Por sentidos que sean, los argumentos de Kavanaugh y del resto de defensores de la estrategia de pasar la patata caliente constitucional no convencen. Cualquier ley que vaya a entrar en vigor puede ser alterada por un Congreso futuro o ignorada por un futuro presidente. Pero que el tribunal vaya aplazando dictar sentencia vendría a significar un acto político, manteniendo viva la polémica y alentando la clase de alteraciones constitucionales que Kavanaugh insinúa son prerrogativa presidencial.

Sigue siendo, como explicaba el presidente del Supremo John Marshall en el caso de los aplazamientos de sentencia Republicanos Marbury contra Madison, "enfáticamente provincia y deber del Departamento de Justicia decir qué es ley". Cuanto antes lo aclare el Supremo, con independencia del sentido de su fallo, mejor será para el país.

América necesita una sentencia judicial de la reforma sanitaria

El Tribunal Supremo, o eso nos dicen, sigue los giros electorales. A lo mejor, pero no debería de anticiparlos -- ni, a esos efectos, dictar sentencia con la campaña en mente
Ruth Marcus
jueves, 17 de noviembre de 2011, 07:54 h (CET)

WASHINGTON -- .El rumbo legal idóneo -- y casualmente, lo mejor para el país con diferencia -- es que la judicatura decida la constitucionalidad de la nueva reforma sanitaria antes del verano que viene, a pesar del hecho de que el dictamen se fallará de lleno en la campaña de reelección del Presidente Obama.

La decisión del tribunal de aceptar las demandas de la reforma se producía con un mecanismo de seguridad. Los magistrados deliberaron en torno a una cuestión de procedimiento esotérica pero importante: el desafío a la obligatoriedad de que los particulares tengan contratada cobertura sanitaria llegará demasiado pronto, no sólo antes de que el código haya entrado en vigor sino antes de que cualquier particular haya tenido que abonar la multa por no contratar cobertura.

La cuestión concreta implica la Ley Anti-Interferencia de 1867, que prohíbe a los tribunales aceptar cualquier demanda de la recaudación pública que haya prosperado antes de haberse tributado. Debido a la recaudación por parte de la agencia tributaria de las multas por no tener contratado seguro según la reforma sanitaria, reza el argumento, la Ley Anti-Interferencia prohíbe dictar sentencia en este momento.

Si esa interpretación es correcta, la constitucionalidad de obligar a tener contratado seguro no podría fallarse hasta el año 2015 -- después de que los estados hayan destinado enormes esfuerzos y gastos a montar nuevos mercados de seguros supervisados por el estado y "el sistema de copago" para los que hay que asegurar por ley.

Imagine la alteración del sistema sanitario -- y no hablemos del político -- si la obligatoriedad se declara inconstitucional. Sería mucho mejor para el país que la cuestión se decidiera antes del verano que viene, no más de tres años después.

Un aperitivo de la vista de los argumentos relativos a la Ley Anti-Interferencia se producía la pasada semana en la sala de apelaciones del tribunal federal del Distrito de Columbia. El caso enfrentaba a un león conservador, el veterano magistrado Laurence Silberman, con un cachorro conservador, el magistrado elegido por George W. Bush Brett Kavanaugh.

En la sentencia, el juez Silberman, con el magistrado de elección Demócrata Harry Edwards, fallaba que la Ley Anti-Interferencia no se aplica y pasaba a refrendar la constitucionalidad de obligar por ley a contratar seguro.

Kavanaugh, en voto particular, difería de Silberman en la interpretación técnica del código, pero a continuación argumentaba apasionadamente que sería un rumbo más prudente para la judicatura aplazar la sentencia de la constitucionalidad de la reforma. Después de todo, destacaba, el futuro Congreso puede elegir revocar el requisito de la obligatoriedad.

O -- y aquí es donde la cosa se pone interesante -- el futuro presidente "podría no implantar el capítulo de la obligatoriedad si llega a la conclusión de que implantarlo es inconstitucional".

En una nota, Kavanaugh elaboraba: "Según la Constitución, el presidente puede rehusar implantar un código que regula a los particulares cuando el presidente considere inconstitucional el código, incluso si un tribunal ha refrendado o fallado constitucional el código".

Hola, ¿el Presidente Romney? Va por usted.

¿Es realmente cierto que un presidente -- incluso después de haber hablado el Tribunal Supremo -- puede dar el cambiazo con su propia opinión y negarse a implantar una ley?

Si es así, esto me parece muy improbable -- y desaconsejable. El único precedente que cita Kavanaugh para tan audaz propuesta es el fallo con la mayoría dictado por el magistrado conservador Antonin Scalia en un caso del año 1991 relativo a la constitucionalidad de los magistrados de las salas mercantiles, sentencia en la cual Scalia destaca que un presidente "tiene las competencias de vetar leyes invasivas o incluso saltárselas cuando sean inconstitucionales". Scalia no menciona por ninguna parte la autoridad presidencial frente a los fallos judiciales que intervengan o se anticipen a las circunstancias.

Kavanaugh, que fue ayudante del magistrado progresista Anthony M. Kennedy, pensaba sin duda en el inminente proceso en la instancia judicial cuando razonaba que los jueces "dejan estas cuestiones constitucionales para más tarde -- para un día que puede no llegar".

Por sentidos que sean, los argumentos de Kavanaugh y del resto de defensores de la estrategia de pasar la patata caliente constitucional no convencen. Cualquier ley que vaya a entrar en vigor puede ser alterada por un Congreso futuro o ignorada por un futuro presidente. Pero que el tribunal vaya aplazando dictar sentencia vendría a significar un acto político, manteniendo viva la polémica y alentando la clase de alteraciones constitucionales que Kavanaugh insinúa son prerrogativa presidencial.

Sigue siendo, como explicaba el presidente del Supremo John Marshall en el caso de los aplazamientos de sentencia Republicanos Marbury contra Madison, "enfáticamente provincia y deber del Departamento de Justicia decir qué es ley". Cuanto antes lo aclare el Supremo, con independencia del sentido de su fallo, mejor será para el país.

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