Se ha puesto de moda; que le vamos a hacer. Yo pensaba que
después de las casamenteras del “violinista en el tejado” y dada la escasa
propensión al matrimonio de las generaciones actuales, dicho trabajo
había pasado a la noche de los sueños.
Nada de eso, cada vez hay menos bodas “por la iglesia”, pero proliferan
los casorios “por lo civil”, “por lo criminal”, o juramentándose ante el director de
la banda del pueblo. Lo importante es la celebración. Y ahí entran los
personajes, oficios y dedicaciones que se recogen bajo el paraguas de la
denominación que da título a esta buena noticia.
La chispa luminosa se asomó a mi mente el pasado viernes al anochecer.
Como si de un hongo se tratase, apareció en medio de la playa una pequeña
carpa que amparaba a una familia vestida de blanco. Todos se fotografiaban
bajo la escasa luz reinante. En la mezcolanza humana no se distinguían bien
los contrayentes. Gritaron los vivas correspondientes y se comieron y bebieron
el manso hasta altas horas. Me pareció unas boda.
Sé, porque lo he intentado explicar muchas veces, que una boda es un
contrato con dos protagonistas principales –los contrayentes- y un testigo
cualificado. Este puede ser representante de la Iglesia (Sacramento del
matrimonio), de la comunidad civil, un miembro destacado de otras religiones o
creencias, un jefe Papúa o un patriarca gitano, entre otros. Todos ellos dan fe
del suceso. La comunidad lo disfruta y propaga la noticia. Además hay una
ceremonia previa que también goza de un gran predicamento: la petición de
mano a la americana y con cámaras por medio. Puede ser en un partido de
futbol, una corrida de toros, un concierto o la maratón de Alfarnate. El caso es
ponerse de rodillas, hacer el “ridi” y entregar un anillo.
Cuando yo me casé, allá por los tiempos de Maricastaña, esa labor de
preparación de la boda la realizaban los contrayentes y consistía en: enseñar la
casa, poner una lista de boda, invitar a los familiares y amigos, contratar el
templo y las flores, buscar al celebrante amigo, vestirse ambos de forma
tradicional, celebrar los esponsales y llevarse a los invitados a un restaurante a
fin de agotar las últimas pesetas que te quedaban.
Posteriormente he tenido la suerte de seguir asistiendo a muchas bodas.
Con más implicación en la de mis ocho hijos. El festorro ha ido in crescendo. La
primera y la segunda de ellas fue muy parecida a la nuestra; la tercera con
chaqués y tracas en la puerta; la cuarta con una celebración en medio de una
especie de selva. Etc., etc.
De ahí en adelante innovaciones hasta llegar a la última; drones volando por
encima de los participantes, caminos de antorchas, bailes “populares” a toque
de corneta por las distintas mesas… El acabose. Una autentica preciosidad en
medio de una batalla provocada por el famoso manager que no nos dejaba
tranquilos. Al final, a las tantas, llega la liberación del chaqué, del chaleco y de
la corbata.
Menos mal que no me quedan hijos por casar. Si no, podría morir en el
empeño. Pero no hay mal que por bien no venga. He disfrutado de las ocho
como de la primera. El grupo familiar ha ido progresando. La foto ya es
panorámica, pero las bodas son siempre una BUENA NOTICIA.
Ya sea en un templo, en la calle, en el campo o en la playa, siempre habrá
una pareja feliz que disfrute junto a los suyos del día más bonito de su vida.
Después vendrá el proyecto común o las dificultades. Pero con wedding
planners o sin él, los planes de vida los tendrán que diseñar día a día. Suerte
para todos. La forma es importante, pero el fondo: “mirar ambos en la misma
dirección” es lo esencial.