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Nos embarcamos en otras presidenciales más en las que la religión va a jugar un papel importante, sin ningún acuerdo en torno a un reglamento de debate

La política de lo divino y lo humano

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WASHINGTON -- .Si usted es de los que creen que hablamos sobradamente de presupuestos y de empleo, piense en el cisma religioso. Una parte habla de "la separación entre iglesia y estado" al tiempo que la otra habla de "el papel legítimo de la religión en el ámbito público". Cada bando considera la cuestión pues cerrada y sabe salir bastante airosa de las recriminaciones del otro bando.

Cualquiera que se meta en este jardín debe hacerlo por tanto temblando de miedo. Pero unas cuantas cosas tendrían que estar claras, y vamos a empezar por aquí: la confesión mormona de Mitt Romney o de Jon Huntsman no debería ser una cuestión de esta campaña. Punto.

En Estados Unidos, no tenemos ningún examen confesional para acceder a un cargo público. Es cierto que este capítulo constitucional no impide a un elector depositar una papeleta basándose en lo que quiera creer. No obstante, es la premisa idónea de la ciudadanía en el seno de una democracia plural.

Todos los estadounidenses tendríamos que empatizar con las minorías religiosas porque cada uno de nosotros formamos parte de alguna. Si el mormonismo puede jugar en contra de Romney o de Huntsman, entonces la tradición de cualquier hijo de vecino -- y la ausencia de cualquier vinculación religiosa en el caso de los ateos -- también puede jugar en contra. Hemos ido por este camino con anterioridad. Recuerde la desagradable polémica a tenor del Catolicismo cuando Al Smith y John F. Kennedy se postulaban a la presidencia. No tendríamos que querer repetir las experiencias de 1928 ó 1960.

Pero decir esto no equivale a decir que la religión debería ser excluida por completo de la política. El examen debería ser: ¿en qué medida deben afectar a lo que vayan a hacer en el cargo público las opiniones religiosas de un candidato? Muchas confesiones originadas en el seno de una tradición (el alumbramiento de la Virgen, la forma de respetar las leyes kosher, quién va al cielo exactamente) no son relevantes en ninguna forma directa sobre el estilo gestor de un candidato. En el caso de la confesión mormona, los que discrepan de sus pilares religiosos son totalmente libres de discrepar porque tienen que razonar fuera de los límites de una campaña política.

Pero existen muchas cuestiones -- y no sólo el aborto -- en las que los compromisos morales y éticos surgidos de la fe tienen un impacto directo sobre lo que haría en la presidencia un candidato. De éso se debería de hablar. Mis propias opiniones en materia de pobreza, igualdad y justicia social, por ejemplo, se han visto fuertemente influenciadas por el pensamiento social católico, los profetas del Viejo Testamento y los predicadores de los derechos civiles. Los conservadores religiosos han alcanzado convicciones muy distintas en muchos casos a las mías tras reflexionar en torno a su propia confesión y sus tradiciones.

Ni ellos ni yo tenemos derecho a utilizar al estado para imponer esas opiniones por motivos religiosos. Ésa es la esencia del acomodo pluralista. Pero podemos hacer una defensa religiosa si queremos.

Esto conduce a la conclusión a la que hace años llegó el filósofo Jean Bethke Elshtain: "La separación entre iglesia y estado es una cosa. La separación entre religión y política es algo que no tiene nada que ver. La religión y la política confluyen y se distancian de la sociedad civil norteamericana todo el tiempo -- siempre lo han hecho y siempre lo harán".

Eso es totalmente cierto. También es menos simple de lo que parece. Porque si las personas religiosas afirman con justicia que la confesión tiene un lugar legítimo en el ámbito público, tienen que aceptar que lo público (periodistas incluidos) tiene todas las de la ley para indagar la forma en que la confesión puede influenciar lo que harían de tener el poder político.

La gente religiosa no puede estar en misa y repicando: no puede afirmar que su religión importa de verdad en su esfera pública, y luego insistir, según convenga, que la religión es un asunto privado en torno al cual nadie tiene derecho a hacer preguntas. Los electores en especial tienen derecho a conocer la forma en la que las tendencias filosóficas de un candidato influencian sus posturas hacia la libertad religiosa de los creyentes en la misma medida que los ateos.

Y ésta es la parte más difícil: todos tenemos derecho a preguntarnos si lo que decimos escuchar como la voz de la fe (o de Dios) podría no ser más que la voz de nuestra ideología o de nuestra formación política. También deberíamos preguntar si los candidatos explotan simplemente la religión para poner a algún sector del electorado de su parte. La dificultad en la respuesta a las dos preguntas -- teniendo en cuenta al genio humano de la racionalización -- suscitaría cierta humildad que no es frecuente entre la mayoría de nosotros, y puede que entre los que firman columnas de opinión los que menos.

La política de lo divino y lo humano

Nos embarcamos en otras presidenciales más en las que la religión va a jugar un papel importante, sin ningún acuerdo en torno a un reglamento de debate
E. J. Dionne
martes, 8 de noviembre de 2011, 07:41 h (CET)
WASHINGTON -- .Si usted es de los que creen que hablamos sobradamente de presupuestos y de empleo, piense en el cisma religioso. Una parte habla de "la separación entre iglesia y estado" al tiempo que la otra habla de "el papel legítimo de la religión en el ámbito público". Cada bando considera la cuestión pues cerrada y sabe salir bastante airosa de las recriminaciones del otro bando.

Cualquiera que se meta en este jardín debe hacerlo por tanto temblando de miedo. Pero unas cuantas cosas tendrían que estar claras, y vamos a empezar por aquí: la confesión mormona de Mitt Romney o de Jon Huntsman no debería ser una cuestión de esta campaña. Punto.

En Estados Unidos, no tenemos ningún examen confesional para acceder a un cargo público. Es cierto que este capítulo constitucional no impide a un elector depositar una papeleta basándose en lo que quiera creer. No obstante, es la premisa idónea de la ciudadanía en el seno de una democracia plural.

Todos los estadounidenses tendríamos que empatizar con las minorías religiosas porque cada uno de nosotros formamos parte de alguna. Si el mormonismo puede jugar en contra de Romney o de Huntsman, entonces la tradición de cualquier hijo de vecino -- y la ausencia de cualquier vinculación religiosa en el caso de los ateos -- también puede jugar en contra. Hemos ido por este camino con anterioridad. Recuerde la desagradable polémica a tenor del Catolicismo cuando Al Smith y John F. Kennedy se postulaban a la presidencia. No tendríamos que querer repetir las experiencias de 1928 ó 1960.

Pero decir esto no equivale a decir que la religión debería ser excluida por completo de la política. El examen debería ser: ¿en qué medida deben afectar a lo que vayan a hacer en el cargo público las opiniones religiosas de un candidato? Muchas confesiones originadas en el seno de una tradición (el alumbramiento de la Virgen, la forma de respetar las leyes kosher, quién va al cielo exactamente) no son relevantes en ninguna forma directa sobre el estilo gestor de un candidato. En el caso de la confesión mormona, los que discrepan de sus pilares religiosos son totalmente libres de discrepar porque tienen que razonar fuera de los límites de una campaña política.

Pero existen muchas cuestiones -- y no sólo el aborto -- en las que los compromisos morales y éticos surgidos de la fe tienen un impacto directo sobre lo que haría en la presidencia un candidato. De éso se debería de hablar. Mis propias opiniones en materia de pobreza, igualdad y justicia social, por ejemplo, se han visto fuertemente influenciadas por el pensamiento social católico, los profetas del Viejo Testamento y los predicadores de los derechos civiles. Los conservadores religiosos han alcanzado convicciones muy distintas en muchos casos a las mías tras reflexionar en torno a su propia confesión y sus tradiciones.

Ni ellos ni yo tenemos derecho a utilizar al estado para imponer esas opiniones por motivos religiosos. Ésa es la esencia del acomodo pluralista. Pero podemos hacer una defensa religiosa si queremos.

Esto conduce a la conclusión a la que hace años llegó el filósofo Jean Bethke Elshtain: "La separación entre iglesia y estado es una cosa. La separación entre religión y política es algo que no tiene nada que ver. La religión y la política confluyen y se distancian de la sociedad civil norteamericana todo el tiempo -- siempre lo han hecho y siempre lo harán".

Eso es totalmente cierto. También es menos simple de lo que parece. Porque si las personas religiosas afirman con justicia que la confesión tiene un lugar legítimo en el ámbito público, tienen que aceptar que lo público (periodistas incluidos) tiene todas las de la ley para indagar la forma en que la confesión puede influenciar lo que harían de tener el poder político.

La gente religiosa no puede estar en misa y repicando: no puede afirmar que su religión importa de verdad en su esfera pública, y luego insistir, según convenga, que la religión es un asunto privado en torno al cual nadie tiene derecho a hacer preguntas. Los electores en especial tienen derecho a conocer la forma en la que las tendencias filosóficas de un candidato influencian sus posturas hacia la libertad religiosa de los creyentes en la misma medida que los ateos.

Y ésta es la parte más difícil: todos tenemos derecho a preguntarnos si lo que decimos escuchar como la voz de la fe (o de Dios) podría no ser más que la voz de nuestra ideología o de nuestra formación política. También deberíamos preguntar si los candidatos explotan simplemente la religión para poner a algún sector del electorado de su parte. La dificultad en la respuesta a las dos preguntas -- teniendo en cuenta al genio humano de la racionalización -- suscitaría cierta humildad que no es frecuente entre la mayoría de nosotros, y puede que entre los que firman columnas de opinión los que menos.

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