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La sonrisa del demonio

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Eran las diez menos diez de la mañana de un fatídico día de verano de 2001 en Leiza, un pequeño pueblo navarro donde la mafia terrorista, la de escaño y la de pistola, había gobernado a base de aterrorizar con el chantaje y la muerte. No era otro día más. Ese día era diferente. El día que marcaría la vida de Adoración Zubeldia para siempre, el umbral de noches y sueños que vagarían eternos por el nudo del dolor, la angustia y la agonía. Ese día, enmarcado como tantos otros con cifras fuliginosas para el recuerdo, los asesinos de ETA acabaron con la vida de su marido, el fotógrafo y concejal de Unión del Pueblo Navarro, José Javier Múgica Astibia.

Aquel día, los terroristas le pusieron una potente carga de dinamita en los bajos de su furgoneta para que hiciese explosión cuando José Javier la pusiese en marcha. Ya había sufrido un rosario de amenazas antes del atentado, pintadas con dianas, robos en su negocio, una furgoneta quemada. En las anteriores ocasiones tuvo más suerte que aquella funesta mañana cual drama lorquiano. Y así fue. La bomba explotó y segó la vida de un nuevo concejal, cuyo único pecado fue no aceptar en sus propias carnes el espanto del totalitarismo etarra. Zubeldia y sus hijos, cuando oyeron la explosión, inmediatamente sospecharon lo que había ocurrido. Ellos sabían perfectamente que Múgica era odiado por muchos vecinos de Leiza por el simple hecho de pensar de un modo diferente y también sabían que cualquier día podría ocurrir lo que por desgracia ocurrió. Su mujer salió al balcón y vio su cuerpo en una esquina. La explosión le había tirado a un arbusto. Su marido se estaba quemando a la vez que la furgoneta.

Como no pensar que esos bípedos malditos de Leiza, villanos disfrazados de gudaris, que disfrutaban con los asesinatos de ETA, no sentirían alguna especie de enfermizo regocijo cuando oyeron la explosión. El mismo regodeo que han sentido estos días sus asesinos durante el juicio. Txapote y Andoni Otegi, Óscar Celarain y Juan Carlos Besance. Cuatro miserables con el rostro impertérrito, como si el relato no fuera con ellos, como si Txapote no hubiera ordenado asesinar al edil navarro. Como si Otegi no hubiese puesto la bomba y los otros dos no le hubiesen cubierto. Unos criminales que en medio de la algarabía colectiva por el enésimo videozapping de la ETA, niega la legalidad del tribunal que los juzga ora con declaraciones de cierre de la Audiencia Nacional ora con constantes chulerías. Y en el otro lado de la sala la viuda, narrando con la voz quebrantada su periplo emocional, viendo como los verdugos de su marido andan mofándose de sus lágrimas y su dolor. Una viuda que relata entre sollozos su dolor congénito y aún así, entre sonrisas y cuchicheos de los asesinos de su marido, es capaz de armarse de valor y de vestirse emocionalmente de dignidad para sostenerle la mirada a uno de los criminales más sangrientos del terrorismo etarra, el ínclito Txapote. Una viuda que no pide venganza, sino justicia.

Es el mismo dolor y la misma ansia de justicia lo que hace que muchas víctimas se nieguen a convivir con las sabandijas que asesinaron a tantos inocentes. Esas sabandijas que obligaron a exiliarse a tantas personas, hastiadas de tanto dolor y asco. Esas sabandijas cuya impunidad se huele cada vez más cercana. Razón más que suficiente para no hacernos callar. Y no nos van a callar porque muchos nos negamos a considerar un triunfo del Estado de derecho el que hayan decidido dejar de alimentar sus ansias insaciables de sangre derramada so pena de lograr las locuras patrióticas de un país que jamás ha existido. Y todo ello con el beneplácito de un gobierno que no sólo ha permitido que los testaferros de ETA gobiernen las instituciones democráticas sino que además ha otorgado premios literarios a un terrorista fugado de la cárcel. Que a los cómplices de estos asesinos se les haya tratado como hombres de paz es simplemente para vomitar. Máxime porque esa sonrisa del demonio, como la de Txapote, es una muestra inequívoca de que a ETA no se le ha derrotado, como tratan de que comulguemos. Por suerte, siempre hay personas como Adoración Zubeldia que en medio del sufrimiento y de la angustia es capaz de desafiar al terror con una simple mirada. Una mirada cuyo simbolismo es más axiomático y sincero que esas lágrimas de atril mitinero. Aunque no llenen las portadas de muchos diarios independientes de la mañana.

La sonrisa del demonio

Javier Montilla
domingo, 6 de noviembre de 2011, 11:01 h (CET)
Eran las diez menos diez de la mañana de un fatídico día de verano de 2001 en Leiza, un pequeño pueblo navarro donde la mafia terrorista, la de escaño y la de pistola, había gobernado a base de aterrorizar con el chantaje y la muerte. No era otro día más. Ese día era diferente. El día que marcaría la vida de Adoración Zubeldia para siempre, el umbral de noches y sueños que vagarían eternos por el nudo del dolor, la angustia y la agonía. Ese día, enmarcado como tantos otros con cifras fuliginosas para el recuerdo, los asesinos de ETA acabaron con la vida de su marido, el fotógrafo y concejal de Unión del Pueblo Navarro, José Javier Múgica Astibia.

Aquel día, los terroristas le pusieron una potente carga de dinamita en los bajos de su furgoneta para que hiciese explosión cuando José Javier la pusiese en marcha. Ya había sufrido un rosario de amenazas antes del atentado, pintadas con dianas, robos en su negocio, una furgoneta quemada. En las anteriores ocasiones tuvo más suerte que aquella funesta mañana cual drama lorquiano. Y así fue. La bomba explotó y segó la vida de un nuevo concejal, cuyo único pecado fue no aceptar en sus propias carnes el espanto del totalitarismo etarra. Zubeldia y sus hijos, cuando oyeron la explosión, inmediatamente sospecharon lo que había ocurrido. Ellos sabían perfectamente que Múgica era odiado por muchos vecinos de Leiza por el simple hecho de pensar de un modo diferente y también sabían que cualquier día podría ocurrir lo que por desgracia ocurrió. Su mujer salió al balcón y vio su cuerpo en una esquina. La explosión le había tirado a un arbusto. Su marido se estaba quemando a la vez que la furgoneta.

Como no pensar que esos bípedos malditos de Leiza, villanos disfrazados de gudaris, que disfrutaban con los asesinatos de ETA, no sentirían alguna especie de enfermizo regocijo cuando oyeron la explosión. El mismo regodeo que han sentido estos días sus asesinos durante el juicio. Txapote y Andoni Otegi, Óscar Celarain y Juan Carlos Besance. Cuatro miserables con el rostro impertérrito, como si el relato no fuera con ellos, como si Txapote no hubiera ordenado asesinar al edil navarro. Como si Otegi no hubiese puesto la bomba y los otros dos no le hubiesen cubierto. Unos criminales que en medio de la algarabía colectiva por el enésimo videozapping de la ETA, niega la legalidad del tribunal que los juzga ora con declaraciones de cierre de la Audiencia Nacional ora con constantes chulerías. Y en el otro lado de la sala la viuda, narrando con la voz quebrantada su periplo emocional, viendo como los verdugos de su marido andan mofándose de sus lágrimas y su dolor. Una viuda que relata entre sollozos su dolor congénito y aún así, entre sonrisas y cuchicheos de los asesinos de su marido, es capaz de armarse de valor y de vestirse emocionalmente de dignidad para sostenerle la mirada a uno de los criminales más sangrientos del terrorismo etarra, el ínclito Txapote. Una viuda que no pide venganza, sino justicia.

Es el mismo dolor y la misma ansia de justicia lo que hace que muchas víctimas se nieguen a convivir con las sabandijas que asesinaron a tantos inocentes. Esas sabandijas que obligaron a exiliarse a tantas personas, hastiadas de tanto dolor y asco. Esas sabandijas cuya impunidad se huele cada vez más cercana. Razón más que suficiente para no hacernos callar. Y no nos van a callar porque muchos nos negamos a considerar un triunfo del Estado de derecho el que hayan decidido dejar de alimentar sus ansias insaciables de sangre derramada so pena de lograr las locuras patrióticas de un país que jamás ha existido. Y todo ello con el beneplácito de un gobierno que no sólo ha permitido que los testaferros de ETA gobiernen las instituciones democráticas sino que además ha otorgado premios literarios a un terrorista fugado de la cárcel. Que a los cómplices de estos asesinos se les haya tratado como hombres de paz es simplemente para vomitar. Máxime porque esa sonrisa del demonio, como la de Txapote, es una muestra inequívoca de que a ETA no se le ha derrotado, como tratan de que comulguemos. Por suerte, siempre hay personas como Adoración Zubeldia que en medio del sufrimiento y de la angustia es capaz de desafiar al terror con una simple mirada. Una mirada cuyo simbolismo es más axiomático y sincero que esas lágrimas de atril mitinero. Aunque no llenen las portadas de muchos diarios independientes de la mañana.

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