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El viernes pasado, día del estreno, fui al cine a ver La voz dormida de Benito Zambrano

Voces que despiertan

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El film está basado en la fantástica novela homónima de Dulce Chacón que ésta publicó en 2002, apenas un año antes de que un cáncer de páncreas nos arrebatara prematuramente el placer de seguir leyéndola.









Al igual que ella y Zambrano, considero que es necesario visibilizar el papel que jugaron las mujeres en la Guerra Civil y en el Franquismo, y bajo ningún concepto creo que el tema esté trillado ni agotado como dicen algunos, porque cada persona que vivió aquella maldita guerra -que como se recuerda en la película, nunca debió haber sucedido- tiene una historia que merece ser escuchada.

Y al ver esas historias plasmadas en la gran pantalla, recuerdo con todo lujo de detalles cuando entrevisté a Trinidad Gallego para mi trabajo de investigación de 2º de Bachillerato. Me recibió en su piso de Nou Barris, en Barcelona, me invitó a merendar y me descubrió una parte de la historia de las mujeres de este país que nunca han recogido los libros de texto.

Recuerdo perfectamente cómo se describía a sí misma como “enfermera, comunista y soltera por convicción”; y recuerdo muy a menudo con mucho cariño su genio, su entereza y sus afirmaciones tajantes al hablarme de su detención y su encarcelamiento en 1939 junto a su madre y su abuela de 87 años –precisamente en esa cárcel de Ventas que tan bien recrea Zambrano-, así como al describir las horribles condiciones de las presas y su trabajo como matrona dentro de aquel lugar. Como Trini, más de 14.000 mujeres pasaron por la cárcel madrileña de Ventas en las décadas de 1940 y 1950: una prisión fundada por Victoria Kent en la Segunda República (1931-1936) y que estaba diseñada para una capacidad máxima de 500 reclusas.

Seguramente, cada una de sus historias aportaría una pieza de un puzle cuyo dibujo a duras penas vislumbramos. Resulta abrumador, por ejemplo, el testimonio recogido por Tomasa Cuevas en Cárcel de mujeres (1985):

“Ventas era un edificio nuevo e incluso alegre. Ladrillos rojos, paredes encaladas. Seis galerías de veinticinco celdas individuales, ventanas grandes (con rejas, desde luego), y en cada galería un amplio departamento con lavabos, duchas y váteres. Talleres, escuela, almacenes (en los sótanos), dos enfermerías y gran salón de actos transformado inmediatamente en capilla. En cada celda hubo según dicen, una cama, un pequeño armario, una mesa y una silla. En el 39 había once o doce mujeres en cada celda, absolutamente desnuda, los colchones o los jergones de cada una y nada más. Todo vestigio de la primitiva dedicación de las salas había desaparecido: se había transformado en un gigantesco almacén, un almacén de mujeres”.

En los próximos meses, Benito Zambrano, recibirá muchas críticas –buenas y no tan buenas- sobre su tremendo retrato de ese “almacén de mujeres” en que se convirtieron las cárceles franquistas. Yo no pretendo que este texto esté entre ellas, porque por encima de la calidad artística está la intención y el contenido y no cabe duda de que Zambrano, al igual que Dulce Chacón, sabía que era una historia que debía ser contada porque es necesario recuperar la memoria y reescribir la historia y mucho más la de las mujeres que tantas veces ha sido silenciada.

Voces que despiertan

El viernes pasado, día del estreno, fui al cine a ver La voz dormida de Benito Zambrano
Sonia Herrera
martes, 25 de octubre de 2011, 06:56 h (CET)
El film está basado en la fantástica novela homónima de Dulce Chacón que ésta publicó en 2002, apenas un año antes de que un cáncer de páncreas nos arrebatara prematuramente el placer de seguir leyéndola.









Al igual que ella y Zambrano, considero que es necesario visibilizar el papel que jugaron las mujeres en la Guerra Civil y en el Franquismo, y bajo ningún concepto creo que el tema esté trillado ni agotado como dicen algunos, porque cada persona que vivió aquella maldita guerra -que como se recuerda en la película, nunca debió haber sucedido- tiene una historia que merece ser escuchada.

Y al ver esas historias plasmadas en la gran pantalla, recuerdo con todo lujo de detalles cuando entrevisté a Trinidad Gallego para mi trabajo de investigación de 2º de Bachillerato. Me recibió en su piso de Nou Barris, en Barcelona, me invitó a merendar y me descubrió una parte de la historia de las mujeres de este país que nunca han recogido los libros de texto.

Recuerdo perfectamente cómo se describía a sí misma como “enfermera, comunista y soltera por convicción”; y recuerdo muy a menudo con mucho cariño su genio, su entereza y sus afirmaciones tajantes al hablarme de su detención y su encarcelamiento en 1939 junto a su madre y su abuela de 87 años –precisamente en esa cárcel de Ventas que tan bien recrea Zambrano-, así como al describir las horribles condiciones de las presas y su trabajo como matrona dentro de aquel lugar. Como Trini, más de 14.000 mujeres pasaron por la cárcel madrileña de Ventas en las décadas de 1940 y 1950: una prisión fundada por Victoria Kent en la Segunda República (1931-1936) y que estaba diseñada para una capacidad máxima de 500 reclusas.

Seguramente, cada una de sus historias aportaría una pieza de un puzle cuyo dibujo a duras penas vislumbramos. Resulta abrumador, por ejemplo, el testimonio recogido por Tomasa Cuevas en Cárcel de mujeres (1985):

“Ventas era un edificio nuevo e incluso alegre. Ladrillos rojos, paredes encaladas. Seis galerías de veinticinco celdas individuales, ventanas grandes (con rejas, desde luego), y en cada galería un amplio departamento con lavabos, duchas y váteres. Talleres, escuela, almacenes (en los sótanos), dos enfermerías y gran salón de actos transformado inmediatamente en capilla. En cada celda hubo según dicen, una cama, un pequeño armario, una mesa y una silla. En el 39 había once o doce mujeres en cada celda, absolutamente desnuda, los colchones o los jergones de cada una y nada más. Todo vestigio de la primitiva dedicación de las salas había desaparecido: se había transformado en un gigantesco almacén, un almacén de mujeres”.

En los próximos meses, Benito Zambrano, recibirá muchas críticas –buenas y no tan buenas- sobre su tremendo retrato de ese “almacén de mujeres” en que se convirtieron las cárceles franquistas. Yo no pretendo que este texto esté entre ellas, porque por encima de la calidad artística está la intención y el contenido y no cabe duda de que Zambrano, al igual que Dulce Chacón, sabía que era una historia que debía ser contada porque es necesario recuperar la memoria y reescribir la historia y mucho más la de las mujeres que tantas veces ha sido silenciada.

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