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Contra la ceguera voluntaria de inversores y gobiernos

Los “indignados” de la Amazonía

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Cuando se escriba la historia del descontento global contemporáneo, en el principio se colocará a Irán, cuya revuelta reformista comenzó de manera oficial el 12 de junio de 2009. Pocos apuntarán a la selva peruana. Allí, una semana antes, habían muerto 34 personas en choques entre manifestantes y fuerzas del orden.

Pero no hay motivo para trazar una línea divisoria entre el 15-M, Egipto, Islandia o Australia, y lo que ocurre últimamente en varios países de la cuenca Amazónica. El movimiento Occupy Wall Street, en ebullición en las calles de Nueva York, es un tortazo en pleno rostro del sistema económico prevalente. No muy diferente del gesto de los indios en el Amazonas. Lo mismo, de hecho.

En la Amazonía boliviana, los indígenas llevan varias semanas levantados contra su presidente, Evo Morales, por la intención de este de construir una carretera a través del Territorio Indígena del Parque Nacional Isiboro Sécure, conocido como Tipnis. Dicha vía beneficiará a los colonos de la región, ya que podrán mover sus productos agrícolas de las tierras bajas al altiplano con mayor facilidad. Sin embargo, Tipnis es un tesoro ecológico, cuyo equilibrio está siendo amenazado. Esa es la verdad de fondo, y la que importa.

Los “indignados” de la Amazonía consideran inaceptable que el precio del progreso sea la degradación medioambiental. De la misma forma, los manifestantes de Madrid, Barcelona y otras ciudades españolas se niegan a que su futuro sea moneda de cambio. La filosofía “indignada” no es romántica, es pragmática: el valor del Amazonas, como el de la juventud, reside en su condición de reserva o garantía, más allá de la efímera cronología política y de la gula que demuestran las grandes multinacionales. Lo que se dañe ahora, permanecerá dañado durante generaciones, o para siempre.

Contra la ceguera voluntaria de inversores y gobiernos, los indígenas se preocupan por el impacto a largo plazo de las acciones presentes. En Brasil el caso es parecido y, a pesar de que la población india de la Amazonía brasileña apenas representa el 1% del total del país, las comunidades originarias tienen gran visibilidad mediática. Hace unos días se suspendió la construcción de la presa de Belo Monte, que había generado una amplia protesta internacional. Situada en el río Xingú, en pleno centro de la selva amazónica, esta sería la tercera central hidroeléctrica del mundo. El proyecto está en el aire, no cancelado.

El Brasil metropolitano también participó en la marcha global del 15 de octubre, aunque, según el diario O Globo, tan solo 37 personas se movilizaron en Rio de Janeiro. Esta cifra demuestra que, en efecto, la “indignación” en sentido estricto afecta sobre todo a las economías castigadas por la recesión y la crisis. Las economías emergentes viven, por definición, en la certeza de un futuro prometedor. Bajo la superficie, no obstante, existe la sospecha de que el camino elegido no es sostenible, y que repite los errores de siempre: la falsa apariencia de que la Naturaleza es eterna. Los habitantes del Amazonas –esa gran metáfora del Edén anterior a la caída– son los portavoces de la protesta.

El motivo de la suspensión de la presa de Belo Monte es muy concreto y relativamente trivial: la acción legal llevada a cabo por la Asociación de Criadores y Exportadores de Peces Ornamentales de Altamira (Acepoat). El desvío del río, según Acepoat, perjudicaría a más de mil familias. En términos generales, lo que Belo Monte significa es un destrozo incalculable, e imprevisible, del paisaje labrado durante milenios por uno de los mayores afluentes del Amazonas. Acepoat es la punta del iceberg y la herramienta jucidial de los manifestantes. De lo que se trata es de encontrar una vía de entrada a lo que el cubano José Martí dio en llamar “la entraña del monstruo”.

La reacción amazónica a la avaricia extractiva del capitalismo se remonta al siglo XVI, cuando los españoles se precipitaron desde los Andes en busca de oro y canela. Entonces –dicen las crónicas, con mayor o menor fabulación– hubo varios levantamientos. En su forma moderna podemos distinguir la protesta desde los años 60 y 70. En aquella época la sombra de Lenin, Cuba y Ernesto “Che” Guevara era muy alargada, y la palabra “campesino” resonaba más fuerte que “indio”. En la década de 1990, el marxismo se perdió en favor de la etnicidad. En 1992, al calor del quinto centenario del “descubrimiento” de América, la guatemalteca Rigoberta Menchú recibió el premio Nobel de la Paz. Las organizaciones indígenas se multiplicaron, y en algunos casos (como el de la CONAIE en Ecuador) tomaron el centro de la arena política.

El mundo, mientras, giraba la cabeza hacia los “nuevos” actores sociales y aplaudía con aprobación. Había en todo eso, cierto, una buena dosis de inocencia industrializada (la eterna busca del bon sauvage) y un claro sentimentalismo post-colonial. Las organizaciones indígenas tampoco perdieron el tiempo a la hora de reclutar el apoyo de celebrities, como el músico Sting, ni dudaron en explotar su imagen más mística –las plumas, los collares etc. – delante de la cámaras. Les sirvió, y mucho, en su día.

Hoy, el mundo sigue deleitándose con el lado folclórico del asunto. Y el movimiento indio mantiene su potencia étnica; Brasil es el mejor ejemplo. Pero está tomando un cariz cada vez más práctico. Nada les importa a los nativos bolivianos que su presidente sea, en teoría, uno de los mayores garantes de los derechos indígenas. Evo Morales quiere construir esa carretera, por motivos puramente económicos. Y los indios se niegan a aceptar la especulación, igual que lo hacen los miles de veinteañeros que ocupan Wall Street.

En la nueva ola de descontento amazónico, hay también una toma de conciencia y una suerte de responsabilidad ciudadana que antes, acaso, era menos evidente. En los años 90 existía una tendencia al victimismo, a culpar al gobierno o a Cristobal Colón de todos sus padecimientos. Hoy existe una urgencia: se han de hacer las cosas; las consignas y banderas son secundarias. Tampoco basta con tener un mártir. Nadie pierde el tiempo llorando su miseria y su debilidad. En junio de 2009, en la batalla entre fuerzas del orden y manifestantes en las selvas de Perú, diez de las víctimas fueron indígenas, el resto policías.

Queda por ver si la indignación llevará a algún lado. No es, como dicen muchos, un movimiento vago y disperso, sino que evita los obstáculos de la política tradicional. La simplicidad es su clave. Y lo simple es el resultado de la depuración, la democracia al desnudo, sin distracciones ni meandros. Los “indignados” del Amazonas no quieren ser protagonistas de una utopía. Están molestos y sus demandas no son negociables. Lo mismo ocurre en España, Siria o Estados Unidos: una cuestión de dignidad.

Los “indignados” de la Amazonía

Contra la ceguera voluntaria de inversores y gobiernos
Jaime Moreno Tejada
domingo, 16 de octubre de 2011, 12:30 h (CET)
Cuando se escriba la historia del descontento global contemporáneo, en el principio se colocará a Irán, cuya revuelta reformista comenzó de manera oficial el 12 de junio de 2009. Pocos apuntarán a la selva peruana. Allí, una semana antes, habían muerto 34 personas en choques entre manifestantes y fuerzas del orden.

Pero no hay motivo para trazar una línea divisoria entre el 15-M, Egipto, Islandia o Australia, y lo que ocurre últimamente en varios países de la cuenca Amazónica. El movimiento Occupy Wall Street, en ebullición en las calles de Nueva York, es un tortazo en pleno rostro del sistema económico prevalente. No muy diferente del gesto de los indios en el Amazonas. Lo mismo, de hecho.

En la Amazonía boliviana, los indígenas llevan varias semanas levantados contra su presidente, Evo Morales, por la intención de este de construir una carretera a través del Territorio Indígena del Parque Nacional Isiboro Sécure, conocido como Tipnis. Dicha vía beneficiará a los colonos de la región, ya que podrán mover sus productos agrícolas de las tierras bajas al altiplano con mayor facilidad. Sin embargo, Tipnis es un tesoro ecológico, cuyo equilibrio está siendo amenazado. Esa es la verdad de fondo, y la que importa.

Los “indignados” de la Amazonía consideran inaceptable que el precio del progreso sea la degradación medioambiental. De la misma forma, los manifestantes de Madrid, Barcelona y otras ciudades españolas se niegan a que su futuro sea moneda de cambio. La filosofía “indignada” no es romántica, es pragmática: el valor del Amazonas, como el de la juventud, reside en su condición de reserva o garantía, más allá de la efímera cronología política y de la gula que demuestran las grandes multinacionales. Lo que se dañe ahora, permanecerá dañado durante generaciones, o para siempre.

Contra la ceguera voluntaria de inversores y gobiernos, los indígenas se preocupan por el impacto a largo plazo de las acciones presentes. En Brasil el caso es parecido y, a pesar de que la población india de la Amazonía brasileña apenas representa el 1% del total del país, las comunidades originarias tienen gran visibilidad mediática. Hace unos días se suspendió la construcción de la presa de Belo Monte, que había generado una amplia protesta internacional. Situada en el río Xingú, en pleno centro de la selva amazónica, esta sería la tercera central hidroeléctrica del mundo. El proyecto está en el aire, no cancelado.

El Brasil metropolitano también participó en la marcha global del 15 de octubre, aunque, según el diario O Globo, tan solo 37 personas se movilizaron en Rio de Janeiro. Esta cifra demuestra que, en efecto, la “indignación” en sentido estricto afecta sobre todo a las economías castigadas por la recesión y la crisis. Las economías emergentes viven, por definición, en la certeza de un futuro prometedor. Bajo la superficie, no obstante, existe la sospecha de que el camino elegido no es sostenible, y que repite los errores de siempre: la falsa apariencia de que la Naturaleza es eterna. Los habitantes del Amazonas –esa gran metáfora del Edén anterior a la caída– son los portavoces de la protesta.

El motivo de la suspensión de la presa de Belo Monte es muy concreto y relativamente trivial: la acción legal llevada a cabo por la Asociación de Criadores y Exportadores de Peces Ornamentales de Altamira (Acepoat). El desvío del río, según Acepoat, perjudicaría a más de mil familias. En términos generales, lo que Belo Monte significa es un destrozo incalculable, e imprevisible, del paisaje labrado durante milenios por uno de los mayores afluentes del Amazonas. Acepoat es la punta del iceberg y la herramienta jucidial de los manifestantes. De lo que se trata es de encontrar una vía de entrada a lo que el cubano José Martí dio en llamar “la entraña del monstruo”.

La reacción amazónica a la avaricia extractiva del capitalismo se remonta al siglo XVI, cuando los españoles se precipitaron desde los Andes en busca de oro y canela. Entonces –dicen las crónicas, con mayor o menor fabulación– hubo varios levantamientos. En su forma moderna podemos distinguir la protesta desde los años 60 y 70. En aquella época la sombra de Lenin, Cuba y Ernesto “Che” Guevara era muy alargada, y la palabra “campesino” resonaba más fuerte que “indio”. En la década de 1990, el marxismo se perdió en favor de la etnicidad. En 1992, al calor del quinto centenario del “descubrimiento” de América, la guatemalteca Rigoberta Menchú recibió el premio Nobel de la Paz. Las organizaciones indígenas se multiplicaron, y en algunos casos (como el de la CONAIE en Ecuador) tomaron el centro de la arena política.

El mundo, mientras, giraba la cabeza hacia los “nuevos” actores sociales y aplaudía con aprobación. Había en todo eso, cierto, una buena dosis de inocencia industrializada (la eterna busca del bon sauvage) y un claro sentimentalismo post-colonial. Las organizaciones indígenas tampoco perdieron el tiempo a la hora de reclutar el apoyo de celebrities, como el músico Sting, ni dudaron en explotar su imagen más mística –las plumas, los collares etc. – delante de la cámaras. Les sirvió, y mucho, en su día.

Hoy, el mundo sigue deleitándose con el lado folclórico del asunto. Y el movimiento indio mantiene su potencia étnica; Brasil es el mejor ejemplo. Pero está tomando un cariz cada vez más práctico. Nada les importa a los nativos bolivianos que su presidente sea, en teoría, uno de los mayores garantes de los derechos indígenas. Evo Morales quiere construir esa carretera, por motivos puramente económicos. Y los indios se niegan a aceptar la especulación, igual que lo hacen los miles de veinteañeros que ocupan Wall Street.

En la nueva ola de descontento amazónico, hay también una toma de conciencia y una suerte de responsabilidad ciudadana que antes, acaso, era menos evidente. En los años 90 existía una tendencia al victimismo, a culpar al gobierno o a Cristobal Colón de todos sus padecimientos. Hoy existe una urgencia: se han de hacer las cosas; las consignas y banderas son secundarias. Tampoco basta con tener un mártir. Nadie pierde el tiempo llorando su miseria y su debilidad. En junio de 2009, en la batalla entre fuerzas del orden y manifestantes en las selvas de Perú, diez de las víctimas fueron indígenas, el resto policías.

Queda por ver si la indignación llevará a algún lado. No es, como dicen muchos, un movimiento vago y disperso, sino que evita los obstáculos de la política tradicional. La simplicidad es su clave. Y lo simple es el resultado de la depuración, la democracia al desnudo, sin distracciones ni meandros. Los “indignados” del Amazonas no quieren ser protagonistas de una utopía. Están molestos y sus demandas no son negociables. Lo mismo ocurre en España, Siria o Estados Unidos: una cuestión de dignidad.

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