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De verbos, videoterapias y resurrecciones

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Mortui: Resurgent puede leerse en letras rojas en el cementerio de Sitges que se encuentra camino del Auditorio. Parece un tagline adecuado para la nueva película de Kim Ki-duk, ese director coreano que en su día ganaba en los festivales de Venecia o Berlín y que en 2008 entró en un bloqueo creativo y personal que le llevó a dejar de hacer cine. Hasta ahora.

En 2011, armado con una cámara réflex de alta definición, el director se graba en su casa de la montaña para hacerse un psicoanálisis audiovisual en donde destripa los motivos de su bloqueo, medita sobre su propia puesta en escena al hacer este film y se debate entre la autocompasión y el autoodio, en medio de un baño de egolatría antológico sólo equiparable al acto de valentía que perpetra al saltar sin red ante la cámara. Graba con ansiedad, con suciedad, con un estilo casero que conecta con toda naturalidad con la estética íntima de las grabaciones privadas. Kim Ki-duk canta una y otra vez Arirang (canción que da título al film) mientras atraviesa momentos de patetismo e instantes de honestidad. Un autorretrato que nos permite escuchar a un creador cuya desesperación le despoja del pudor y del miedo, que nos ofrece una película a caballo entre el videodiario, la videoterapia y el ensayo cinematográfico, todo ello regido por el dolor y a medida que avanza el film, también por el humor.

En el libro Bajo el signo de Marte, su autor, un suizo enfermo de cáncer que murió tras escribir estas memorias, también destripa su existencia, miserable hasta la fecha, con todo lujo de detalles. Sin embargo ese autorretrato se va desenvolviendo con precisión quirúrgica y después con ira descorazonadora, siempre lúcida, siempre valiente. A su lado, el trabajo de Kim Ki-duk resulta menor e incluso innecesario, falto de verdades más grandes que su propia tristeza. Y sin embargo, todo ese material "defectuoso" produce una perturbación que se antoja como necesaria, revela una humanidad intensa así como la fuerza de las nuevas tecnologías y de las nuevas estéticas relacionadas con los dispositivos móviles para aperturar caminos hacia un cine de la intimidad, o del desnudo, a saber.

Y sin dejar los pesos pesados del cine asiático, hablemos de Hanezu, lo nuevo de Naomi Kawase, directora de Shara o de El bosque del luto, quien recientemente ha participado en el proyecto Correspondencias de videocartas entre creadores, con Isaki Lacuesta como partenaire. En Hanezu, Kawase insiste en la tesis que viene desarrollando en sus anteriores películas: que el hombre es un elemento regido por fuerzas superiores, la fuerza Naturaleza y la fuerza de la Historia, que le determinan de una forma misteriosa e irracional. La película discurre por esa sensualidad documental que es propia de Kawase y busca analogías visuales al tiempo que divergencias creativas, como el contraste entre el realismo de la puesta en escena y el lirismo poético de la voz en off. Y sin embargo, Hanezu carece de la precisión narrativa y del influjo turbador que poseía El bosque del luto. La trama amorosa resulta demasiado fina para sus consecuencias gruesas, dando la impresión de que sólo vemos la punta de un iceberg que no podemos saber cómo es por debajo de la línea del mar, por detrás de los fotogramas de la película, aunque debemos entender todas sus manifestaciones y temblores.

Si Naomi Kawase había generado expectativas mayores con su película, lo mismo puede decirse de la ópera prima de Eduardo Chapero-Jackson, uno de los mejores y más brillantes cortometrajistas de los últimos años, director de Contracuerpo, Alumbramiento o The End, que ha venido al festival de Sitges con Verbo bajo el brazo. La primera sorpresa ha sido comprobar que el film es una película adolescente de vocación didáctica y que Chapero-Jackson abandona sus habituales silencios y su madurez expresiva para adentrarse en una historia de ciencia ficción que parece autoetiquetarse constantemente como de gran calado ideológico. Aunque más bien, lo que parece es que Verbo se dedica a airear consignas mix entre indignados y hip-hoperos, ofreciendo generalidades como grandes verdades, envueltas en celofán de cultura urbana. Incluso parece necesario, llegados a cierto punto de la película, contar al espectador qué es la imaginación y cuáles son sus virtudes, mientras cuestiones más prosaicas de la trama se quedan sin desarrollar o se resuelven de forma decepcionante, como es el caso de ese mundo paralelo en el que habita Liriko (Miguel Ángel Silvestre), una Matrix interior que parecía mucho más interesante de lo que al final es.

Lo peor es que ésta no es una película más de cine español, quizás por eso sus problemas resultan más dolorosos que en otros casos. ésta es una película llena de riesgo, una propuesta que ni narrativa ni visualmente se había hecho, en donde el director pone de manifiesto su capacidad de síntesis para la puesta en escena, su depuración de cada plano, su economía compositiva, que ofrece a la vista, sólo aquello necesario. A la vista, aunque quizás no al oído. En Verbo, un “cuento contemporáneo” según Chapero-Jacskon, los personajes hablan en versos rimados, en canciones de hip-hop dialogadas, mientras El Quijote acompaña sus pensamientos en un juego de resonancias entre rimas y viajes delirantes del pasado y del presente. Un lenguaje alterado que termina por resultar abundante, supliendo con la palabra lo que la emoción no puede: "devolvednos la belleza" puede ser una frase tan poco relevante como "devolvednos el pan", y de si de una crítica a la educación y al urbanismo estéril se trata, parece más efectivo el monólogo final de la estupenda debutante Alba García, donde por fin el lenguaje es traspasado y los versos adquieren su verdadera condición subversiva, lejos ya de piruetas expresivas.

Eduardo Chapero-Jackson ha apuntado alto, no cabe duda, y errado bajo, pero su film no deja de tener, entre sus muchos desconciertos, múltiples hallazgos de toda índole, visuales, interpretativos e incluso discursivos, que vale la pena tener en cuenta, así como la singularidad de la propuesta y su excelente dirección.

Suma y sigue en este festival de Sitges de 2011.

De verbos, videoterapias y resurrecciones

Ana Rodríguez
lunes, 10 de octubre de 2011, 08:51 h (CET)
Mortui: Resurgent puede leerse en letras rojas en el cementerio de Sitges que se encuentra camino del Auditorio. Parece un tagline adecuado para la nueva película de Kim Ki-duk, ese director coreano que en su día ganaba en los festivales de Venecia o Berlín y que en 2008 entró en un bloqueo creativo y personal que le llevó a dejar de hacer cine. Hasta ahora.

En 2011, armado con una cámara réflex de alta definición, el director se graba en su casa de la montaña para hacerse un psicoanálisis audiovisual en donde destripa los motivos de su bloqueo, medita sobre su propia puesta en escena al hacer este film y se debate entre la autocompasión y el autoodio, en medio de un baño de egolatría antológico sólo equiparable al acto de valentía que perpetra al saltar sin red ante la cámara. Graba con ansiedad, con suciedad, con un estilo casero que conecta con toda naturalidad con la estética íntima de las grabaciones privadas. Kim Ki-duk canta una y otra vez Arirang (canción que da título al film) mientras atraviesa momentos de patetismo e instantes de honestidad. Un autorretrato que nos permite escuchar a un creador cuya desesperación le despoja del pudor y del miedo, que nos ofrece una película a caballo entre el videodiario, la videoterapia y el ensayo cinematográfico, todo ello regido por el dolor y a medida que avanza el film, también por el humor.

En el libro Bajo el signo de Marte, su autor, un suizo enfermo de cáncer que murió tras escribir estas memorias, también destripa su existencia, miserable hasta la fecha, con todo lujo de detalles. Sin embargo ese autorretrato se va desenvolviendo con precisión quirúrgica y después con ira descorazonadora, siempre lúcida, siempre valiente. A su lado, el trabajo de Kim Ki-duk resulta menor e incluso innecesario, falto de verdades más grandes que su propia tristeza. Y sin embargo, todo ese material "defectuoso" produce una perturbación que se antoja como necesaria, revela una humanidad intensa así como la fuerza de las nuevas tecnologías y de las nuevas estéticas relacionadas con los dispositivos móviles para aperturar caminos hacia un cine de la intimidad, o del desnudo, a saber.

Y sin dejar los pesos pesados del cine asiático, hablemos de Hanezu, lo nuevo de Naomi Kawase, directora de Shara o de El bosque del luto, quien recientemente ha participado en el proyecto Correspondencias de videocartas entre creadores, con Isaki Lacuesta como partenaire. En Hanezu, Kawase insiste en la tesis que viene desarrollando en sus anteriores películas: que el hombre es un elemento regido por fuerzas superiores, la fuerza Naturaleza y la fuerza de la Historia, que le determinan de una forma misteriosa e irracional. La película discurre por esa sensualidad documental que es propia de Kawase y busca analogías visuales al tiempo que divergencias creativas, como el contraste entre el realismo de la puesta en escena y el lirismo poético de la voz en off. Y sin embargo, Hanezu carece de la precisión narrativa y del influjo turbador que poseía El bosque del luto. La trama amorosa resulta demasiado fina para sus consecuencias gruesas, dando la impresión de que sólo vemos la punta de un iceberg que no podemos saber cómo es por debajo de la línea del mar, por detrás de los fotogramas de la película, aunque debemos entender todas sus manifestaciones y temblores.

Si Naomi Kawase había generado expectativas mayores con su película, lo mismo puede decirse de la ópera prima de Eduardo Chapero-Jackson, uno de los mejores y más brillantes cortometrajistas de los últimos años, director de Contracuerpo, Alumbramiento o The End, que ha venido al festival de Sitges con Verbo bajo el brazo. La primera sorpresa ha sido comprobar que el film es una película adolescente de vocación didáctica y que Chapero-Jackson abandona sus habituales silencios y su madurez expresiva para adentrarse en una historia de ciencia ficción que parece autoetiquetarse constantemente como de gran calado ideológico. Aunque más bien, lo que parece es que Verbo se dedica a airear consignas mix entre indignados y hip-hoperos, ofreciendo generalidades como grandes verdades, envueltas en celofán de cultura urbana. Incluso parece necesario, llegados a cierto punto de la película, contar al espectador qué es la imaginación y cuáles son sus virtudes, mientras cuestiones más prosaicas de la trama se quedan sin desarrollar o se resuelven de forma decepcionante, como es el caso de ese mundo paralelo en el que habita Liriko (Miguel Ángel Silvestre), una Matrix interior que parecía mucho más interesante de lo que al final es.

Lo peor es que ésta no es una película más de cine español, quizás por eso sus problemas resultan más dolorosos que en otros casos. ésta es una película llena de riesgo, una propuesta que ni narrativa ni visualmente se había hecho, en donde el director pone de manifiesto su capacidad de síntesis para la puesta en escena, su depuración de cada plano, su economía compositiva, que ofrece a la vista, sólo aquello necesario. A la vista, aunque quizás no al oído. En Verbo, un “cuento contemporáneo” según Chapero-Jacskon, los personajes hablan en versos rimados, en canciones de hip-hop dialogadas, mientras El Quijote acompaña sus pensamientos en un juego de resonancias entre rimas y viajes delirantes del pasado y del presente. Un lenguaje alterado que termina por resultar abundante, supliendo con la palabra lo que la emoción no puede: "devolvednos la belleza" puede ser una frase tan poco relevante como "devolvednos el pan", y de si de una crítica a la educación y al urbanismo estéril se trata, parece más efectivo el monólogo final de la estupenda debutante Alba García, donde por fin el lenguaje es traspasado y los versos adquieren su verdadera condición subversiva, lejos ya de piruetas expresivas.

Eduardo Chapero-Jackson ha apuntado alto, no cabe duda, y errado bajo, pero su film no deja de tener, entre sus muchos desconciertos, múltiples hallazgos de toda índole, visuales, interpretativos e incluso discursivos, que vale la pena tener en cuenta, así como la singularidad de la propuesta y su excelente dirección.

Suma y sigue en este festival de Sitges de 2011.

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