Acudí a ver La piel que habito con la buena predisposición de quien siente simpatía por el universo almodovariano. Acudí también con la precaución de quien, tras ver Los abrazos rotos, vio en el cine de Almodóvar un movimiento análogo al que hizo Wong Kar-wai al filmar 2046: el de la construcción de un cine excesivo e hiperbólico pero alejado, en su elevación de sí mismo, de la verdadera energía comunicativa que se establece entre cineastas y público; amparado, en cambio, en una coartada estética irreprochable pero incapaz de sostener cuestiones más elementales del drama fílmico.
La piel que habito, habita también en ese quiebro: a las imágenes inspiradas de puesta en escena que unifican y lubrican la realidad con la imagen (y reúnen, por ejemplo, en un mismo plano, tradición pictórica y síntesis digital) con una elegancia e inventiva singulares, hay que oponerles una trama que abusa de los elementos “terribles” hasta amontonarlos como recortes de piel a lo largo dels metraje, sin lograr ese tegumento perfecto que sí luce Elena Anaya en sus flancos.
La película deviene un pequeño Frankenstein remachado de suspense, (melo)drama, fantástico y hasta extrañísima comedia, y que todo junto y revuelto consigue un efecto comparable pero opuesto al de la sonrisa del viejo monstruo: en este caso nos hace reír cuando debería hacernos llorar o por lo menos suspirar.
En realidad, parece en no pocos momentos que asistamos a la broma travesti privada de Almodóvar, que en mi brumoso recuerdo, resultaba más estimulante en aquellos lejanos tacones de los 90. Aquí se queda en un chiste mal contado, aquejado de una constante falta de verosimilitud.
Quizás sea esa la mácula más molesta de la película: la falta de credibilidad, la ortopedia de los actores (o de la dirección de actores) para resolver muchas de las escenas, el in-creíble laboratorio siniestro en el corazón de Toledo, ese tigre salido de la movida y encajado con calzador en la “etapa de madurez” –como se la denomina- de Almodóvar, que parece conciliarse torpemente con su inspiración juvenil, como quien rescata sus signos de identidad más tremendos a la desesperada, con poco tino.
La estructura deslabazada, los planos explicativos de los
flashbacks, las secuencias naturalistas de desayuno opuestas a la sofisticación del mundo del ser transmutado que Elena Anaya se esfuerza por transmitir… todo ello termina dotando al film de una apariencia al tiempo
amateur y burguesa, estilizada y pedestre, falta, a fin de cuentas, de la claridad expositiva y grandeza dramática que hace tan sólo unos pocos años Almodóvar manejaba en
Volver.
No es que el manchego no se arriesgue, lo más irónico es que sí construye –o sigue construyendo- un camino propio de expresión fílmica, pero el embrollo que se hace es tan grande que no consigue cuadrar un film plagado de pretensiones y traumas, cuya carga de honestidad está fuera de duda, pero encajonada en una propuesta estética que bordea, desafortunadamene, más el ridículo que la profundidad, presuntamente aludida en sus imágenes.
Habrá que esperar a la siguiente.