La Guerra de Irak ha sido el hilo conductor de unas cuantas películas en los dos últimos años, desde que Estados Unidos y sus aliados entraron en el citado país y derrocaron el régimen de Sadam Hussein. Cineastas como Michael Moore o Robert Greenwald han intentado esclarecer las raíces de un conflicto que parece ser eterno, pero sus documentales se quedan en la parte más institucional, y están plagados de declaraciones de gente con esmoquin que vive a miles de kilómetros de la masacre y no ha visto un tanque en su vida. Son films que rebosan buenas intenciones, pero insuficientes.
Los niños que protagonizan la última película de Bahman Ghobadi, Las tortugas también vuelan, son seres humanos que han tenido que crecer demasiado deprisa, acuciados por la obligación de enfrentarse con la muerte a cada paso. Son huérfanos cuyas extremidades las ha podido segar una mina, una bomba o una bala; niños ? adultos que odian antes de reconocer lo que es el odio.
La cámara traspasa así los muros de la desinformación introduciendo al espectador en una realidad mostrada sin medias tintas a la hora de describir las circunstancias y necesidades de los chicos que habitan un pequeño pueblo kurdo antes y durante el conflicto. Particularmente estremecedor resulta el momento de la compra de armas a cambio de minas, o la desactivación de estas a cargo de un muchacho mutilado, con su boca como única ayuda.
Y qué decir del pasado de los personajes: mutilaciones, entierro de familiares, violaciones y todo tipo de matanzas componen el espeluznante lienzo de recuerdos entre los que se mueve la película. Por desgracia todo suena demasiado creíble, demasiado veraz. Y es que este es un film sin tapujos, sin prejuicios y sin políticos. Sin dictadores ni salvadores. Aquí sólo hay niños en medio de un infierno inaccesible para nosotros, marginados por un dolor imposible de compartir y sin embargo cercano gracias a Bahman Ghobadi, un hombre que mira a su pueblo desde muy adentro, como debe ser.