Verdaderamente, si nos enfrentamos al problema de la transexualidad con los ojos abiertos y sin prejuicios, con sincero deseo de ayudar, tenemos que reconocer que lo que se les ofrece ahora a los transexuales es una mala solución. Y la razón es que los órganos sexuales no son la causa del problema. Son sólo la manifestación exterior de una realidad más profunda, que se enraíza en el núcleo del ser de esa persona, y a la que no podemos acceder. Por eso no funciona: porque eliminar una manifestación no elimina lo manifestado en ella. Por eso no conseguimos transformar a un hombre en una mujer, sólo podemos transformarlo en un hombre afeminado y mutilado; y a una mujer no podemos convertirla en un hombre, sino en una mujer virilizada y mutilada. En ambos casos, la imposibilidad de una plenitud humana, la imposibilidad de la felicidad.
Debemos preguntarnos si es ésa la única posibilidad, si no es posible aspirar a otra cosa, aspirar a más. Debemos preguntarnos si no podríamos actuar, en primer lugar, sobre la dimensión psíquica, la única dimensión, al fin y al cabo, originariamente discordante. De la misma manera que actuamos en otros casos de disociación psicosomática. Sé que en algunos lugares se ha empezado por prohibir esa posibilidad, pero creo que no lo han pensado bien, y que se merece una consideración detenida y sin prevenciones.
En primer lugar, porque no conduce a un camino sin retorno como en el caso de la cirugía, y deja espacio para el arrepentimiento -algo profundamente humano, no lo olvidemos-; en segundo lugar, porque no cierra ningún otro camino si los resultados no son satisfactorios -no excluye, por tanto la misma cirugía, llegado el caso-; y, en tercer lugar, porque es lo único aceptable para la larga tradición médica que nos dice que debe elegirse la posibilidad menos lesiva, el mal menor. El clásico Primum, non nocere - “lo primero, no dañar”- de nuestro clásicos: lo que nuestros bioéticos llaman ahora principio de no-maleficencia: no poner las cosas peor".