La economista y ex ministra Anna M. Birulés escribió en un artículo para la revista Metròpolis que “Barcelona es una ciudad deseada por gente de diversas tipologías en todo el mundo. No es la más grande, ni la más moderna, ni la más espectacular, ni la de los museos más grandes, pero sí a donde mucha gente le gustaría ir, le ha gustado haber ido o, incluso, poder vivir”.
Siempre me he sentido profundamente barcelonesa y embajadora voluntaria de Barcelona. Me encanta pasear por el Born, por los callejones del Raval y por el Gótico y enamorarme una y otra vez de sus rincones y también disfrutar de la tranquilidad de los barrios donde he pasado la mayor parte de mi vida: Guinardó, Horta, el Congrés y Nou Barris. Pero si me pidieran que escogiera un barrio, solo uno, muy probablemente me quedaría con Gracia.
La lista de motivos es extensa. Soy feliz sentándome en la plaza de la Virreina a tomarme una cerveza con los amigos, cenando en un pequeño restaurante libanés de la calle Astúries o en mi mexicano favorito, viendo una película en el Verdi o confundiéndome sempiternamente buscando la plaza del Sol para acabar en la del Diamant mirando de reojo la escultura de La Colometa, protagonista de aquella maravillosa obra de Mercè Rodoreda que leíamos en el colegio y que retrataba una Barcelona de posguerra que por suerte a mi generación nunca le tocó vivir (aunque debamos tenerla presente para no olvidar nunca esa parte de la historia).
La gente suele decir que si vives en Gracia, es difícil salir de allí porque te atrapa y porque “tienes de todo” y es cierto. Heredero de su carácter de villa hasta finales del siglo XIX, el barrio sigue conservando un cierto aire de pequeño pueblo donde todavía muchos vecinos se conocen y se saludan mezclándose con estudiantes que están de Erasmus en Barcelona y con visitantes pasajeros que quizás se enamoren de la ciudad y decidan quedarse por un tiempo. Lo rural dejó paso a lo urbano, pero el tejido asociativo que en aquel entonces todavía era incipiente, hoy por hoy es uno de los más potentes de toda la ciudad.
Precisamente esta semana se celebra la Fiesta Mayor de Gracia. Diecinueve calles y plazas con sus respectivos portales y balcones ornamentados compiten este año. Las antiguas guirnaldas se sustituyen por verdaderas obras de arte oníricas en las que los vecinos y vecinas del barrio trabajan durante meses para vestir su calle con las mejores galas. Decorados que te transportan a un mundo similar al de las películas de Tim Burton, a medio camino entre la luminosidad de Big Fish y la nocturnidad y alevosía de Sleepy Hollow.
Durante una semana el barrio se convierte en un escenario vibrante. Lo callejero cobra vida y sobre las cabezas de propios y extraños se alzan extrañas composiciones desbordantes de imaginación mientras miles de personas se cruzan en un hervidero de talleres, actuaciones musicales, juegos cooperativos, bailes, teatro, desfiles, actividades deportivas, ferias artesanales, cenas populares y cervezas en buena compañía.
Quizás, una pequeña estrofa de Serrat resuma a la perfección este texto impulsivo que quizás haya salido más de las entrañas que de la creación literaria. Aquí os dejo porque como diría el maestro, nosotros “vamos subiendo la cuesta que arriba mi calle se vistió de fiesta”.