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El arte de las curvas en el centro de Bogotá

Fernando Botero en todo su esplendor

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En el centro de Bogotá, a unos pocos metros de la Plaza Bolívar en el barrio de la Candalaria, se encuentra el museo de Botero: un lugar de referencia para aproximarse y conocer la obra de uno de los pintores y escultores latinoamericanos más cotizados del momento.

El museo es relativamente joven. Se inauguró en el año 2000, pero ya cuenta con más de 200 obras cedidas por Fernando Botero y otras múltiples maravillas de autores tan preciados como Pierre Auguste Renoir, Claude Monet, Gustav Klimt o Antoni Tàpies. El artista colombiano cedió sus obras al museo con el fin de incentivar el gusto por el arte en su país y se encargó él mismo de organizar las obras en este edificio.



Paseando por los anchos pasillos del museo descubro las distintas épocas del pintor y los estilos que ha ido desarrollando a lo largo de su vida. Su obra más reciente ––con sus personajes característicos, sus líneas pulidas y sus colores vivos–– contrasta notablemente con el estilo de sus primeros cuadros (antes de los años sesenta), sus trazos oscuros y las pinceladas más sueltas. En una sala oscura, sus dibujos resultan de una precisión increíble y me invitan a recorrer la expresión de sus personajes, sus poses congeladas en momentos claves de la historia.

La desproporción de lo real se presenta como la base de una obra marcada por las curvas y las siluetas generosas. Ante un cuadro de una mujer desnuda en el baño, o de otra acostada en su cama, me detengo para apreciar la voluptuosidad de la carne, la fuerza de la intimidad, el impacto de un momento tan anodino. Las situaciones que eterniza Botero en su obra pueden ser tan sencillas como rutinarias, y, sin embargo, también se centran en los momentos claves de la historia de Colombia y del mundo.



Las escenas se multiplican. Los escenarios se repiten. Un ladrón trata de escaparse con su botín y, en plena carrera, el pueblo se convierte en un entramado insuperable de callejones. En el techo de una casa reposa un pájaro diminuto, tan solo y perdido como cualquiera de nosotros en este inmenso universo. La soledad, el vacío, el sinsentido, el afán o la incomprensión se hacen palpables en las pinceladas de Botero.

Al salir de una de las numerosas salas, contemplo el patio de estilo andaluz que da vida al museo y me permite disfrutar de una visita sin precedentes. El calor de la capital se reafirma y la fuente rodeada de exuberantes plantas podría convertirse en una de las típicas escenas de Botero. Un cuadro más en el formalismo de los pasillos. El tiempo parece detenerse durante unos segundos o volver atrás: a esos tiempos coloniales inamovibles.

En mi deseo de conocer al artista, indago en las fechas, me fijo en el año de cada obra y las clasifico por época. Simple afición de un entusiasmado por el arte. Rápidamente, una realidad se impone: en este lugar no destaca la infancia de Botero. El misterio de los primeros años de formación sigue intacto, pero para eso están los libros. En ellos descubro que, antes de trasladarse a Nueva York y de conocer las galerías más famosas del mundo, cuando todavía era muy joven, Botero fue inscrito en un liceo de toreros de Medellín, ciudad en la que nació. De ahí surgió ese amor por los toros que reflejó muy prontamente en una serie de pinturas universalmente conocidas ––y que, lamentablemente, faltan en este bello lugar––, pero, más tarde, el hombre decidió abandonar sus estudios de tauromaquia después de sufrir un pequeño accidente.



Por lo demás, las esculturas de Botero representan otra maravillosa atracción. Quizás más bonita y sugerente que sus cuadros. En ellas se entrelazan la sensualidad de las siluetas con el simbolismo de ciertas imágenes. “Leda y el cisne” es una de las obras más vibrantes pero también pueden destacarse “el sueño” o “el gato”. Todas elaboradas con esa fineza que invitan a la reflexión y al uso de los sentidos. Tocar es la tentación más inmediata. La más natural.

Con todo esto, el museo de Botero se transforma en una parada inevitable para todo aquel que visita la grandísima ciudad de Bogotá. Un viaje al valioso universo de un pintor único. El momento de apreciar y descubrir Colombia a través de su arte.

Fernando Botero en todo su esplendor

El arte de las curvas en el centro de Bogotá
Johari Gautier Carmona
viernes, 12 de agosto de 2011, 08:02 h (CET)


En el centro de Bogotá, a unos pocos metros de la Plaza Bolívar en el barrio de la Candalaria, se encuentra el museo de Botero: un lugar de referencia para aproximarse y conocer la obra de uno de los pintores y escultores latinoamericanos más cotizados del momento.

El museo es relativamente joven. Se inauguró en el año 2000, pero ya cuenta con más de 200 obras cedidas por Fernando Botero y otras múltiples maravillas de autores tan preciados como Pierre Auguste Renoir, Claude Monet, Gustav Klimt o Antoni Tàpies. El artista colombiano cedió sus obras al museo con el fin de incentivar el gusto por el arte en su país y se encargó él mismo de organizar las obras en este edificio.



Paseando por los anchos pasillos del museo descubro las distintas épocas del pintor y los estilos que ha ido desarrollando a lo largo de su vida. Su obra más reciente ––con sus personajes característicos, sus líneas pulidas y sus colores vivos–– contrasta notablemente con el estilo de sus primeros cuadros (antes de los años sesenta), sus trazos oscuros y las pinceladas más sueltas. En una sala oscura, sus dibujos resultan de una precisión increíble y me invitan a recorrer la expresión de sus personajes, sus poses congeladas en momentos claves de la historia.

La desproporción de lo real se presenta como la base de una obra marcada por las curvas y las siluetas generosas. Ante un cuadro de una mujer desnuda en el baño, o de otra acostada en su cama, me detengo para apreciar la voluptuosidad de la carne, la fuerza de la intimidad, el impacto de un momento tan anodino. Las situaciones que eterniza Botero en su obra pueden ser tan sencillas como rutinarias, y, sin embargo, también se centran en los momentos claves de la historia de Colombia y del mundo.



Las escenas se multiplican. Los escenarios se repiten. Un ladrón trata de escaparse con su botín y, en plena carrera, el pueblo se convierte en un entramado insuperable de callejones. En el techo de una casa reposa un pájaro diminuto, tan solo y perdido como cualquiera de nosotros en este inmenso universo. La soledad, el vacío, el sinsentido, el afán o la incomprensión se hacen palpables en las pinceladas de Botero.

Al salir de una de las numerosas salas, contemplo el patio de estilo andaluz que da vida al museo y me permite disfrutar de una visita sin precedentes. El calor de la capital se reafirma y la fuente rodeada de exuberantes plantas podría convertirse en una de las típicas escenas de Botero. Un cuadro más en el formalismo de los pasillos. El tiempo parece detenerse durante unos segundos o volver atrás: a esos tiempos coloniales inamovibles.

En mi deseo de conocer al artista, indago en las fechas, me fijo en el año de cada obra y las clasifico por época. Simple afición de un entusiasmado por el arte. Rápidamente, una realidad se impone: en este lugar no destaca la infancia de Botero. El misterio de los primeros años de formación sigue intacto, pero para eso están los libros. En ellos descubro que, antes de trasladarse a Nueva York y de conocer las galerías más famosas del mundo, cuando todavía era muy joven, Botero fue inscrito en un liceo de toreros de Medellín, ciudad en la que nació. De ahí surgió ese amor por los toros que reflejó muy prontamente en una serie de pinturas universalmente conocidas ––y que, lamentablemente, faltan en este bello lugar––, pero, más tarde, el hombre decidió abandonar sus estudios de tauromaquia después de sufrir un pequeño accidente.



Por lo demás, las esculturas de Botero representan otra maravillosa atracción. Quizás más bonita y sugerente que sus cuadros. En ellas se entrelazan la sensualidad de las siluetas con el simbolismo de ciertas imágenes. “Leda y el cisne” es una de las obras más vibrantes pero también pueden destacarse “el sueño” o “el gato”. Todas elaboradas con esa fineza que invitan a la reflexión y al uso de los sentidos. Tocar es la tentación más inmediata. La más natural.

Con todo esto, el museo de Botero se transforma en una parada inevitable para todo aquel que visita la grandísima ciudad de Bogotá. Un viaje al valioso universo de un pintor único. El momento de apreciar y descubrir Colombia a través de su arte.

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