Cada vez que sucede una masacre como la de Oslo me sorprende la manera en que los medios definen a quienes las perpetran “Un loco”, “un perturbado” “un psicópata”, “un tarado”, “un desequilibrado” etc… Hay tantas formas de decirlo como ganas tenga el periodista de turno de acudir a un diccionario de sinónimos, pero raras veces alguno de ellos se toma la molestia de ahondar en los complejos procesos psicológicos que llevan a una persona a cometer semejante actos de violencia. Al menos, no desde un punto de vista sereno y riguroso.
No es absoluto mi intención eximir de culpa al asesino confeso de la matanza de Utoya. Mi intención es, simple y llanamente, tratar de comprender cómo se gesta una personalidad como la suya. Y a mi juicio, este tipo de asesinos múltiples no se gestan solos, sino que se gestan más bien por culpa de gente que, ni por asomo, son mejores personas que ellos. Así que no me parece justo ni razonable que Breivik y el resto de matarifes que le precedieron en las cabeceras de los periódicos, tengan que lidiar en solitario con una opinión pública y un cuarto poder que, con tal de no ofrecer una información compleja y contrastada, se adscriben por inercia al manierismo más comodón.
Lars von Trier afirmó en el último festival de Cannes que él entendía a Hitler como hombre, especificando que no justificaba ni defendía sus actos. Debido a sus declaraciones, le llovieron collejas por doquier, hasta el punto de ser expulsado del certamen. No es precisamente el cineasta danés santo de mi devoción, pero lo que dijo no sólo lo entiendo perfectamente, sino que lo comparto y me parece algo lógico y razonable. Sobre todo, y esto es a lo que voy en este artículo, porque las personas a las que mencionaba arriba, esas que crean a monstruos como Von Trier o como el tal Breivik, somos nosotros. Cualquier persona sometida a una serie de circunstancias vitales convenientemente moduladas por el destino, podríamos ser Breivik, Von Trier o incluso Hitler. Todos ellos fueron víctimas, de uno u otro modo, antes de ser verdugos. Y como digo, quienes los llevaron a convertirse en lo que finalmente se convirtieron, fueron individuos que, en teoría, podrían definirse como normales.
Yo mismo, en mis años de estudiante, protagonicé un episodio que ilustra lo anterior a las mil maravillas. Resulta que en mi clase había un chico gangoso que además llevaba un horrible aparato en los dientes. Durante todo un curso, un amigo y yo nos dedicamos a burlarnos de él de las formas más crueles posibles, y claro, un buen día el pobre detonó: en mitad de la clase de dibujo, le clavó un compás en la cabeza a mi compinche que casi lo deja tieso. Desde aquel entonces no me volví a meter con él. Vi en sus ojos el brillo de la ira ciega y del resentimiento más perturbador. Aquel chaval, antaño ingenuo, sonriente, y bonachón, se había convertido en alguien que en realidad no era por culpa de dos idiotas abusones. Pero… ¿saben qué? A nosotros no nos pasó nada. A él, en cambio, lo echaron del colegio.
Si el día de mañana abro el periódico y me encuentro con la noticia de que aquel viejo compañero gangoso ha matado a cuarenta tipos en una verbena de pueblo con un hacha o una segadora no me sorprendería lo más mínimo, pero puedo asegurarles que me sentiría enormemente culpable por haberlo creado. Y ese reconcomio autocrítico es justo lo que se echa de menos siempre que sucede algo como lo de Oslo. Los asesinos no surgen de la nada. Surgen porque los creamos entre todos. La forma de prevenir futuras matanzas no pasa por etiquetar como “tarado” a quienes pierden la cordura, sino por reflexionar acerca de los motivos que les han llevado a perderla y tratar de prevenirlos. Por supuesto, soy consciente de lo políticamente incorrecto de mis palabras y de que, lo más probable, es que sean malinterpretadas. Si esto ocurre lo tienen muy fácil. Llámenme loco y sanseacabó. Al fin y al cabo, como dijo Anthony Perkins en Psicosis, “todos nos volvemos locos alguna vez”. Yo incluido.