Darle al contacto, ponerme el cinturón, quitar el freno de mano y ponerlo en marcha. Ese es el orden sistemático que día tras día y de manera casi automática sigo cuando me subo en mi coche. Nunca he sido de esas personas que siguiendo su instinto más primario, o sea, el del miedo, ponen los seguros ipso facto temiendo que un alma despiadada abra la puerta del copiloto y hurte aquello que no es suyo. Yo soy más bien lo contrario. Y todo hubiera seguido igual en mi feliz subconsciente, de no ser por la escena presenciada en medio de la Alameda de Valencia.
8:55 de la mañana. Semáforo de Plaza Zaragoza en rojo. Coches impacientes deseando arrancar. Y, de repente, surgidas de la nada, tres mujeres de algún país del este armadas con trapos y limpiacristales. Y ahí estoy yo, sola en mi coche, y sin los seguros puestos. Deben de haberme visto cara de pocos amigos (menos mal), porque sin hacerme el más mínimo caso, la han tomado con la chica del coche de atrás.
NO, NO, NOOO… Demasiado tarde, pese a los esfuerzos de la joven, los sucios trapos ya “limpian” unos cristales que, por el aspecto del automóvil, están recién lavados. Y al acabar la faena, por supuesto, la propina. TE HE DICHO QUE NO, TE HE DICHO QUE NO LOS TOCARAS, NO TE VOY A DAR NADA… Y de repente, ante la mirada estupefacta de los demás conductores, la “limpiadora de cristales” abre la puerta, la cierra con fuerza y lanza un escupitajo desde lo más profundo de su ser contra la ventanilla (bajada hasta los topes) de la víctima. Suerte que ésta, rápida en reflejos, consigue esquivarlo.
Comienzan a escucharse insultos, sonidos de claxon y quejas del resto de conductores. Es entonces cuando el semáforo cambia a verde, los coches arrancan, y ellas, de nuevo como por arte de magia, se esfuman…
Pero ellas no son las únicas. Basta con dar una vuelta en coche por la ciudad de Valencia para darse cuenta de la cantidad de hombres, mujeres, niños o ancianos que piden dinero a cambio de encontrar un sitio para aparcar nuestro coche o ofrecernos el clásico servicio de limpiar los cristales.
Hasta hace bien poco se concentraban en zonas de playa, hospitales y lugares semejantes con gran afluencia de público. Hoy, y debido a la crisis, ya podemos verlos en cualquier calle de la ciudad o incluso en los alrededores de los centros comerciales intimidando a todo aquel que decide no darles nada.
Quizá la incapacidad de las autoridades municipales para ponerles freno les hace fuertes y perseverantes en su propósito, ya que ni multas, ni detenciones, ni nada de nada les aleja del asfalto valenciano.
Con casi cuatro años de mandato por delante, es buen momento para que nuestros políticos busquen una solución real a un problema que, cada vez con mayor frecuencia, contagia más calles y barrios de la capital del Turia.