Hubo un tiempo de referencias cuando uno está ávido de conocimiento y devora lo que tiene a su alcance a poco que alguien de fiar se lo recomiende. La referencia no necesitaba una sólida argumentación, lo que pesaba era la persona que la hacía. Este período de descubrimiento en el que cada día cuenta, forma una maleta invisible que uno transporta con ligereza, sin saber nunca cuándo va a abrirla. Las lecturas desordenadas y a trompicones se guardan junto a otras experiencias, y después del clic, uno se pone a otra cosa. El contenido se almacena sin saber muy bien la razón. Ese ritual vale una vida.
Hay un tiempo de referencias cuando uno escoge su conocimiento, una vez la vida lo ha situado en el mapa comercial del trabajo, dependiendo de su estado de ánimo y su interés. La referencia y la persona han de ser sólidas, pero la decisión final la justifica cada cual a su criterio. Como cada día cuenta y mucho, se escoge con precaución en qué emplear esas horas de ocio que uno disfruta para sí. Esa maleta convertida en maletín, pesa el momento que tiene la fuerza del presente, del instante abordado desde la conciencia. Tras deslizar la cremallera o despegar el velcro, el libro es aprehendido entre los pasajeros del transporte público, como una medida de aligerar el trayecto entre el hogar y el lugar de trabajo, para amenizar el desplazamiento físico con uno mental. Esa rutina enluce las horas muertas.
Habrá un tiempo de referencias cuando uno distraiga su conocimiento, abundante o escaso, porque lo que digan los demás ya no importa, en base a relecturas de la vieja escuela o entre las páginas de aquellas deudas pendientes que sobresalen de la maleta invisible. Aunque se haya extraviado en algún viaje, se sabe que está por casa, en algún armario o debajo de la cama. Cada día cuenta distinto. Dejándose guiar por el olor, a primera vista o removiendo trastos, uno encuentra la ya pesada maleta que no se abre con facilidad, cuya forma se recordaba distinta. Después del clic, llega la palpación visual, una especie de despertar que hace vibrar los ojos ante el objeto como en una fase del sueño rem. Finalmente el tacto encumbra el libro y lo acerca, para olerlo mejor y verlo próximo. Esos ratos pausados, recostado en el sillón junto a la ventana no son de esta vida.