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Noruega y las víctimas

Morir en vistas a un fin superior

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Cuando ocurren sucesos como la matanza de la isla Utoya vuelve la pregunta de Adorno y Horkheimer por las víctimas de la historia.

Asumamos que la historia avanza por medio del conflicto, de la confrontación directa entre personas que se disputan un mismo fin y que, solamente después, se comprueba que nunca es un fin en sentido estricto. Entonces podemos explicarnos la historia como ese proceso dialéctico aparentemente sin final, cuya finalidad deberemos buscar en aspectos externos al mundo y a la propia historia.

En ese contexto podremos convenir también en la supuesta bondad lógica de todo lo que nos rodea, del mal como medio para la consecución de fines superiores, del sufrimiento como camino hacia la perfección.

Esa justificación del mal discreto dentro de la eternidad difusa de la historia no pocas veces se ha tachado de inhumana, de profundamente inhumana.

Y no está del todo exento de base ese reproche al fundamento inhumano del mejor de los mundos cuando nos encontramos ante matanzas humanamente injustificables, con la mirada de la primera Escuela de Frankfurt al holocausto judío o el fundamentalismo religioso que supuestamente mueve la matanza de Noruega.

Hay que preguntarse por las víctimas para darse cuenta de la inhumanidad de conceder a su sufrimiento un papel de medio necesario. Tratar a los humanos como fines en sí mismos y no como medios, decía Kant.

Porque si bien es cierto que lo que no nos mata nos hace necesariamente más fuertes, lo que se discute aquí es la profunda injusticia de no tener la opción de hacerse más fuerte. La injusticia de dejar de ser, de pasar de nuestro estado a otro que no podemos siquiera imaginar, el no ser.

Y de acuerdo, toda muerte puede ser, al fin y al cabo, anular ese pequeño estado de conciencia entre corrientes de la nada. Y puede que ese pensamiento sea racionalmente aceptable, igual que la bondad del mundo a partir de conjeturas lógicas puede llegar a consolar a alguien.

Pero en la realidad práctica, tan alejada de infinitas emanaciones universales, la muerte es siempre injusta para un ser que puede pensar la eternidad y la finitud.

Morir en vistas a un fin superior

Noruega y las víctimas
Óscar Arce
martes, 26 de julio de 2011, 06:48 h (CET)
Cuando ocurren sucesos como la matanza de la isla Utoya vuelve la pregunta de Adorno y Horkheimer por las víctimas de la historia.

Asumamos que la historia avanza por medio del conflicto, de la confrontación directa entre personas que se disputan un mismo fin y que, solamente después, se comprueba que nunca es un fin en sentido estricto. Entonces podemos explicarnos la historia como ese proceso dialéctico aparentemente sin final, cuya finalidad deberemos buscar en aspectos externos al mundo y a la propia historia.

En ese contexto podremos convenir también en la supuesta bondad lógica de todo lo que nos rodea, del mal como medio para la consecución de fines superiores, del sufrimiento como camino hacia la perfección.

Esa justificación del mal discreto dentro de la eternidad difusa de la historia no pocas veces se ha tachado de inhumana, de profundamente inhumana.

Y no está del todo exento de base ese reproche al fundamento inhumano del mejor de los mundos cuando nos encontramos ante matanzas humanamente injustificables, con la mirada de la primera Escuela de Frankfurt al holocausto judío o el fundamentalismo religioso que supuestamente mueve la matanza de Noruega.

Hay que preguntarse por las víctimas para darse cuenta de la inhumanidad de conceder a su sufrimiento un papel de medio necesario. Tratar a los humanos como fines en sí mismos y no como medios, decía Kant.

Porque si bien es cierto que lo que no nos mata nos hace necesariamente más fuertes, lo que se discute aquí es la profunda injusticia de no tener la opción de hacerse más fuerte. La injusticia de dejar de ser, de pasar de nuestro estado a otro que no podemos siquiera imaginar, el no ser.

Y de acuerdo, toda muerte puede ser, al fin y al cabo, anular ese pequeño estado de conciencia entre corrientes de la nada. Y puede que ese pensamiento sea racionalmente aceptable, igual que la bondad del mundo a partir de conjeturas lógicas puede llegar a consolar a alguien.

Pero en la realidad práctica, tan alejada de infinitas emanaciones universales, la muerte es siempre injusta para un ser que puede pensar la eternidad y la finitud.

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