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Opinión
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No todo lo que ocurre es inevitable

¡Viajeros, al tren!

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En 1957, Ayn Rand publicó su obra más famosa, La Rebelión de Atlas. En esta obra presenta el cuadro imaginario de un país como Estados Unidos, en proceso de progresivo hundimiento económico, a causa de un intervencionismo del Estado ya completamente extralimitado, que acaba con los emprendedores y, en general, elimina el poder de decisión y la responsabilidad individual de todos los ciudadanos.

El tren averiado
En cierto momento de la obra, un tren queda averiado justo antes del paso por un túnel. En el tren viajaba un político que decía ser muy importante y que debía acudir a una importantísima reunión al día siguiente.

La avería del tren estaba localizada en la locomotora Diesel y no se podía reparar. Tampoco era posible sustituirla para que el tren llegase a tiempo para la reunión del oscuro político. La única opción abierta consistía en sustituir la locomotora Diesel por una máquina de vapor, que se encontraba cerca del punto en el que el tren se había detenido a causa de la avería. Sin embargo, de todos era sabido que entrar en un túnel con una máquina de vapor ponía en peligro la vida de los pasajeros.

El político presiona
No obstante, el político no se avino a razones y amenazó a todos los responsables, desde el jefe de horarios, pasando por el jefe de estación y llegando hasta el propietario de la compañía ferroviaria, con acabar con sus empleos y con sus carreras. Total, ya sólo quedaban empleos dependientes directamente del gobierno.

Se trataba de un oscuro político, cuyo nombre nadie conocía. Pero de todos era sabido que existen muchos políticos desconocidos que tienen nuestro empleo, nuestra felicidad y nuestra vida, en general, en sus manos.

Nadie asume la responsabilidad
La escena siguiente resulta patética y merece la pena leerla. Se trata de la amarga búsqueda de alguien, sólo una persona, que asumiera la responsabilidad de la decisión sobre el dilema que se planteaba: detener el tren durante un día y enfrentarse al aparato del Estado, representado por el político viajero, o poner en peligro la vida de todos los pasajeros.

En aquel tiempo, en el contexto de la obra, el Estado tomaba todas las decisiones. Quien tenía un criterio propio era perseguido y excluido de la sociedad. Nadie asumía la responsabilidad de sus actos y la mayor preocupación de todos, por tanto, era esa misma: que no se le pudiera achacar a uno la responsabilidad de nada. Las decisiones eran tomadas por el Estado, o por mayoría, o eran consideradas como inevitables y obligatorias y, por tanto, no eran decisiones propiamente dichas ni cabía responsabilidad por ellas.

El tren se interna en el túnel
En fin, tras la penosa búsqueda, nadie se hace responsable de enfrentarse a lo que ordena el político. Se sustituye la locomotora Diesel por una de vapor y el tren arranca en dirección al túnel. Todos los que se han opuesto a ello se ven obligados a huir o se enfrentan a la perspectiva de ser detenidos y juzgados por tribunales controlados por el gobierno. Finalmente, el tren se adentró en el túnel y todos los pasajeros murieron asfixiados.

Las catástrofes, los accidentes y lo inevitable
Seguidamente, Rand se hace una reflexión, que viene a cuento y debiéramos grabarnos a fuego. Se dice que las catástrofes y los accidentes tienen mucho de casual y de inevitable. Y algunos afirmarían que los pasajeros del tren no tuvieron ninguna responsabilidad en lo que les sucedió. Sin embargo, consideremos el asunto más de cerca:

El colectivista radical
En el dormitorio A del vagón 1, viajaba un profesor de sociología, el cual transmitía en sus libros que la individualidad, la libertad y el esfuerzo personal carecían de verdadera importancia. Todo lo que realmente importa se consigue colectivamente. El trabajo personal, diríamos nosotros, sólo es una añagaza que utilizan los malvados capitalistas para explotarnos.

El periodista realista
La litera 7, vagón 2, era ocupada por un periodista, el cual afirmaba, en sus columnas y artículos, que era perfectamente adecuado y congruente con la moral, ejercer la fuerza, siempre que se tratase de una buena causa. No importaba hacer uso de la fuerza física, hasta donde fuera necesario, si se trata de conseguir un bien mayor. Por lo demás, este periodista no se sentía obligado a definir qué era eso de un “buena causa”. Todo consistía, más bien, en un cierto sentimiento, en buenas intenciones, superiores, según él, a cualquier conocimiento y cualquier discurso racional, con los que se puede probar cualquier cosa.

La profesora pusilánime
En la litera 10, vagón 3, viajaba una profesora “que había pasado su vida transformando una clase tras otra de indefensos chiquillos en grupos de cobardes miserables, enseñándoles que el deseo de la mayoría es el único patrón para medir el bien y el mal, que una mayoría puede hacer lo que quiera, que no es preciso resaltar la personalidad de cada unos, sino obrar como todos obran”.

El editor legalista
El ocupante del salón B, vagón 4, era un editor de periódicos. Su línea editorial giraba en torno a la maldad natural de los hombres, lo que los incapacitaba para la libertad política. Si se dejase al hombre en libertad, caería inmediatamente en el robo, la mentira y el crimen. Así que, mejor será reservar el robo, la mentira y el crimen como privilegios exclusivos del Estado y forzar a los hombres a trabajar para que aprendan lo que son el orden la moralidad y la justicia. Para ello, diríamos nosotros, no hay que ahorrar en leyes que instruyan a los ciudadanos en qué es lo que deben hacer y cómo comportarse en cada momento.

Los subvencionados
En el dormitorio H, vagón 5, iba un negociante que había adquirido una mina, con ocasión de una subvención del gobierno, promovida por la “Ley de Igualdad de Oportunidades”.

Salón A, vagón 6: un financiero que había amasado su fortuna por medio de informaciones privilegiadas, obtenidas y pagadas de sus amigos corruptos en el gobierno de turno.

Los que exigen sólo derechos
Asiento 5, vagón 7: un obrero convencido de que tiene derecho a un trabajo, que el Estado le ha de proporcionar, tanto si es productivo como si no.

Litera 6, vagón 8: una conferenciante que defiende tener derecho a viajar en tren, tanto si se puede construir la línea ferroviaria, como si no es el caso. En general, diríamos nosotros, cree tener derecho a todos los servicios sociales, tanto si el Estado (es decir, el resto de sus conciudadanos) puede pagarlos, como si no puede.

Los economistas sociales
Litera 2, vagón 9: un profesor de Economía, que defiende que todo el proceso de producción depende, simplemente, de poseer o fabricar la maquinaria adecuada.

Dormitorio D, vagón 10: una madre, sus hijos y su esposo, cuyas tareas de gobierno consistían en idear leyes y establecer medidas que “sólo perjudican a los ricos”.

El artista y el ama de casa
Litera 3, vagón 11: un neurótico artista, en cuyas obras todos los emprendedores son unos empresarios explotadores.

Litera 9, vagón 11: un ama de casa que creía muy democrático el derecho de poder elegir a políticos de los que no sabe nada, para que controlen gigantescos asuntos de los que tampoco sabe nada.

El abogado y el filósofo escéptico
Dormitorio F, vagón 12: un abogado que eludía su responsabilidad política y se limitaba a adaptarse y a lucrarse a cualquier gobernante y a cualquier entorno político que se presentase.

Dormitorio A, vagón 14: un profesor de filosofía, que predicaba la inexistencia de la mente y de la realidad en general. Por tanto, tampoco habría que creer en la lógica ni en los principios ni en los derechos ni en la moral. No hay absolutos. No sabemos nada y, por tanto, no hay nada que hacer.

El filántropo
Dormitorio A, vagón 16: un filántropo, que consideraba que esta idea de la productividad era algo muy perjudicial para los más débiles y necesitados.

Viajeros, al tren
En fin, todos los pasajeros compartían estas ideas y todos habían contribuido, cada uno en su ámbito, a una sociedad en la que se hizo extraño, e incluso peligroso, asumir la propia responsabilidad. Y nadie quiso tomar la decisión que podría haberlos salvado

Henos aquí, nosotros, en España, al pie del túnel. ¿Qué vagón elegirán?

¡Viajeros, al tren!

¡Viajeros, al tren!

No todo lo que ocurre es inevitable
Felipe Muñoz
martes, 19 de julio de 2011, 06:54 h (CET)
En 1957, Ayn Rand publicó su obra más famosa, La Rebelión de Atlas. En esta obra presenta el cuadro imaginario de un país como Estados Unidos, en proceso de progresivo hundimiento económico, a causa de un intervencionismo del Estado ya completamente extralimitado, que acaba con los emprendedores y, en general, elimina el poder de decisión y la responsabilidad individual de todos los ciudadanos.

El tren averiado
En cierto momento de la obra, un tren queda averiado justo antes del paso por un túnel. En el tren viajaba un político que decía ser muy importante y que debía acudir a una importantísima reunión al día siguiente.

La avería del tren estaba localizada en la locomotora Diesel y no se podía reparar. Tampoco era posible sustituirla para que el tren llegase a tiempo para la reunión del oscuro político. La única opción abierta consistía en sustituir la locomotora Diesel por una máquina de vapor, que se encontraba cerca del punto en el que el tren se había detenido a causa de la avería. Sin embargo, de todos era sabido que entrar en un túnel con una máquina de vapor ponía en peligro la vida de los pasajeros.

El político presiona
No obstante, el político no se avino a razones y amenazó a todos los responsables, desde el jefe de horarios, pasando por el jefe de estación y llegando hasta el propietario de la compañía ferroviaria, con acabar con sus empleos y con sus carreras. Total, ya sólo quedaban empleos dependientes directamente del gobierno.

Se trataba de un oscuro político, cuyo nombre nadie conocía. Pero de todos era sabido que existen muchos políticos desconocidos que tienen nuestro empleo, nuestra felicidad y nuestra vida, en general, en sus manos.

Nadie asume la responsabilidad
La escena siguiente resulta patética y merece la pena leerla. Se trata de la amarga búsqueda de alguien, sólo una persona, que asumiera la responsabilidad de la decisión sobre el dilema que se planteaba: detener el tren durante un día y enfrentarse al aparato del Estado, representado por el político viajero, o poner en peligro la vida de todos los pasajeros.

En aquel tiempo, en el contexto de la obra, el Estado tomaba todas las decisiones. Quien tenía un criterio propio era perseguido y excluido de la sociedad. Nadie asumía la responsabilidad de sus actos y la mayor preocupación de todos, por tanto, era esa misma: que no se le pudiera achacar a uno la responsabilidad de nada. Las decisiones eran tomadas por el Estado, o por mayoría, o eran consideradas como inevitables y obligatorias y, por tanto, no eran decisiones propiamente dichas ni cabía responsabilidad por ellas.

El tren se interna en el túnel
En fin, tras la penosa búsqueda, nadie se hace responsable de enfrentarse a lo que ordena el político. Se sustituye la locomotora Diesel por una de vapor y el tren arranca en dirección al túnel. Todos los que se han opuesto a ello se ven obligados a huir o se enfrentan a la perspectiva de ser detenidos y juzgados por tribunales controlados por el gobierno. Finalmente, el tren se adentró en el túnel y todos los pasajeros murieron asfixiados.

Las catástrofes, los accidentes y lo inevitable
Seguidamente, Rand se hace una reflexión, que viene a cuento y debiéramos grabarnos a fuego. Se dice que las catástrofes y los accidentes tienen mucho de casual y de inevitable. Y algunos afirmarían que los pasajeros del tren no tuvieron ninguna responsabilidad en lo que les sucedió. Sin embargo, consideremos el asunto más de cerca:

El colectivista radical
En el dormitorio A del vagón 1, viajaba un profesor de sociología, el cual transmitía en sus libros que la individualidad, la libertad y el esfuerzo personal carecían de verdadera importancia. Todo lo que realmente importa se consigue colectivamente. El trabajo personal, diríamos nosotros, sólo es una añagaza que utilizan los malvados capitalistas para explotarnos.

El periodista realista
La litera 7, vagón 2, era ocupada por un periodista, el cual afirmaba, en sus columnas y artículos, que era perfectamente adecuado y congruente con la moral, ejercer la fuerza, siempre que se tratase de una buena causa. No importaba hacer uso de la fuerza física, hasta donde fuera necesario, si se trata de conseguir un bien mayor. Por lo demás, este periodista no se sentía obligado a definir qué era eso de un “buena causa”. Todo consistía, más bien, en un cierto sentimiento, en buenas intenciones, superiores, según él, a cualquier conocimiento y cualquier discurso racional, con los que se puede probar cualquier cosa.

La profesora pusilánime
En la litera 10, vagón 3, viajaba una profesora “que había pasado su vida transformando una clase tras otra de indefensos chiquillos en grupos de cobardes miserables, enseñándoles que el deseo de la mayoría es el único patrón para medir el bien y el mal, que una mayoría puede hacer lo que quiera, que no es preciso resaltar la personalidad de cada unos, sino obrar como todos obran”.

El editor legalista
El ocupante del salón B, vagón 4, era un editor de periódicos. Su línea editorial giraba en torno a la maldad natural de los hombres, lo que los incapacitaba para la libertad política. Si se dejase al hombre en libertad, caería inmediatamente en el robo, la mentira y el crimen. Así que, mejor será reservar el robo, la mentira y el crimen como privilegios exclusivos del Estado y forzar a los hombres a trabajar para que aprendan lo que son el orden la moralidad y la justicia. Para ello, diríamos nosotros, no hay que ahorrar en leyes que instruyan a los ciudadanos en qué es lo que deben hacer y cómo comportarse en cada momento.

Los subvencionados
En el dormitorio H, vagón 5, iba un negociante que había adquirido una mina, con ocasión de una subvención del gobierno, promovida por la “Ley de Igualdad de Oportunidades”.

Salón A, vagón 6: un financiero que había amasado su fortuna por medio de informaciones privilegiadas, obtenidas y pagadas de sus amigos corruptos en el gobierno de turno.

Los que exigen sólo derechos
Asiento 5, vagón 7: un obrero convencido de que tiene derecho a un trabajo, que el Estado le ha de proporcionar, tanto si es productivo como si no.

Litera 6, vagón 8: una conferenciante que defiende tener derecho a viajar en tren, tanto si se puede construir la línea ferroviaria, como si no es el caso. En general, diríamos nosotros, cree tener derecho a todos los servicios sociales, tanto si el Estado (es decir, el resto de sus conciudadanos) puede pagarlos, como si no puede.

Los economistas sociales
Litera 2, vagón 9: un profesor de Economía, que defiende que todo el proceso de producción depende, simplemente, de poseer o fabricar la maquinaria adecuada.

Dormitorio D, vagón 10: una madre, sus hijos y su esposo, cuyas tareas de gobierno consistían en idear leyes y establecer medidas que “sólo perjudican a los ricos”.

El artista y el ama de casa
Litera 3, vagón 11: un neurótico artista, en cuyas obras todos los emprendedores son unos empresarios explotadores.

Litera 9, vagón 11: un ama de casa que creía muy democrático el derecho de poder elegir a políticos de los que no sabe nada, para que controlen gigantescos asuntos de los que tampoco sabe nada.

El abogado y el filósofo escéptico
Dormitorio F, vagón 12: un abogado que eludía su responsabilidad política y se limitaba a adaptarse y a lucrarse a cualquier gobernante y a cualquier entorno político que se presentase.

Dormitorio A, vagón 14: un profesor de filosofía, que predicaba la inexistencia de la mente y de la realidad en general. Por tanto, tampoco habría que creer en la lógica ni en los principios ni en los derechos ni en la moral. No hay absolutos. No sabemos nada y, por tanto, no hay nada que hacer.

El filántropo
Dormitorio A, vagón 16: un filántropo, que consideraba que esta idea de la productividad era algo muy perjudicial para los más débiles y necesitados.

Viajeros, al tren
En fin, todos los pasajeros compartían estas ideas y todos habían contribuido, cada uno en su ámbito, a una sociedad en la que se hizo extraño, e incluso peligroso, asumir la propia responsabilidad. Y nadie quiso tomar la decisión que podría haberlos salvado

Henos aquí, nosotros, en España, al pie del túnel. ¿Qué vagón elegirán?

¡Viajeros, al tren!

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