Hoy por hoy nadie pone en duda que los medios de comunicación son un importante mecanismo de socialización y, por ende, de transmisión de valores y contravalores, de modelos de referencia, de estereotipos… De todos los mass media, el cine es, probablemente, el medio contemporáneo que posee el mayor potencial artístico y social –aunque muchas veces sea desaprovechado– ya que conforma un producto cultural que contribuye al desarrollo de la propia personalidad de los espectadores y espectadoras.
Como comunicadora audiovisual e investigadora, a menudo me pregunto cómo se puede transformar el status quo a través de productos culturales como el cine. Harold Lasswell, uno de los autores precursores en la investigación de la comunicación desde las ciencias sociales, a mediados del siglo XX, planteaba el estudio de la comunicación a partir de sus conocidas preguntas: “Quién dice qué, por qué canal, a quién y con qué efectos”. Y de esas cinco preguntas, precisamente la que va a dominar las aproximaciones de la sociología a la comunicación es la que hace referencia a los efectos y, por extensión, a su repercusión sobre el contexto.
¿Qué mensaje se esconde más allá de lo meramente visual? ¿Consumimos cine o interpretamos imágenes? ¿Cuestionamos lo que vemos? ¿Qué valores transmite el cine y qué valores reproducimos? ¿Qué valor tiene el cine en nuestras vidas? ¿Cómo nos influye? ¿Cómo repercute en nuestras vidas? ¿Estamos educados para hacer una lectura crítica de la imagen fílmica?
La gran difusión del cine y su impacto en la sociedad, lo convierten en una herramienta educativa enormemente valiosa tanto por lo que muestra como por lo que omite. A través de la pantalla podemos debatir sobre derechos humanos, interculturalidad, guerra, pobreza, identidad sexual, igualdad de género, respeto al medio ambiente, discapacidad, historia, literatura, arte…
El cine nos habla de pasado, presente y futuro. Y precisamente para referirse a la transversalidad temporal del cine, Michel Clarembeaux, director del Centre Audiovisuel de Liège (Bélgica), afirma lo siguiente en su artículo “Educación en cine: memoria y patrimonio”:
“El cine es un arte. Y es, sobre todo, un arte de la memoria, tanto colectiva como individual. Educar para el cine, en cierto sentido, es también interrogarse sobre los recuerdos transmitidos por las imágenes y los sonidos. Es volver a encontrar gestos y señales olvidados, descubrir rostros de antaño y un entorno que fue el nuestro o el de nuestros padres y antepasados. Es re encontrar el tiempo más allá de las imágenes que lo evocan”.
El análisis de las películas es una fuente atemporal e inagotable de materiales y actividades que pueden ser utilizados tanto en ámbitos formales como no formales. Por ello, resulta ineludible la crítica hacia la indolencia con la que la escuela ha ignorado el cine como recurso educativo básico a pesar de ser un medio inserto en la sociedad y en nuestra vida cotidiana desde hace muchísimo tiempo, del mismo modo que ha recelado de la inclusión lúdica de la cultura en el aula.
Ignorar el poder sociocultural de la cinematografía supone una gran pérdida para el aprendizaje, ya que el cine es un compendio infinito de realidades y experiencias vitales que puede ser analizado desde diversas percepciones y perspectivas. Son múltiples los ejemplos de clases de primaria y secundaria en las cuales se utiliza el cine como herramienta pedagógica con excelentes resultados. El cine resulta un medio notoriamente efectivo a la hora de agitar conciencias, despertar la imaginación, sensibilizar socialmente, informar sobre temas complejos y fomentar la capacidad decodificadora de los alumnos. Reflexionar sobre lo que se ha visto, verbalizarlo y resolver dudas, hace que niños, jóvenes y adultos se acerquen a realidades que quizás ante una clase tradicional les parezcan inconmensurablemente ajenas.
A Antonio Machado le debemos aquella antológica frase que dice: “El cine... ese invento del demonio”. En mi opinión, el cine, al igual que el resto de medios de comunicación, evidentemente tiene una parte perversa –quizás incluso diabólica–, pero personalmente considero que su cara más maligna y pérfida puede ser sorteada a través de una educación dirigida a fomentar la lectura crítica constructivista, la inconformidad y la interacción activa con la imagen, una educación que cuestione la máxima bíblica de “ver para creer” para convertirla en un “ver para interpretar”.