El pasado sábado nueve en ‘La Noria’, el programa de Telecinco de Jordi González, escuché que éste apelaba a los espectadores a enviar sus mensajes si “tenían la necesidad de opinar”. La necesidad de dar una opinión sobre un tema cualquiera, con independencia de razones, simplemente contando con la expresión poco revisada de un impulso visceral. No pude ver si, en efecto, alguien acudió a la llamada, pero la invitación es por sí misma digna de mención.
Todo esto se desprendía de la actuación de una participante de ‘Supervivientes’ que casi unánimemente fue catalogada de vergonzosa y se calificó a su protagonista con diversos insultos. Ante esa actuación, era comprensible que la población sintiese la urgente necesidad de posicionarse públicamente.
Puede pensarse que la evolución de la parrilla televisiva ha empujado a la expresión directa. No es que antes no existiese tal instinto, lo que ha cambiado es que hoy es aplaudido y considerado como deseable en contra de la reflexión. No se puede tener una opinión razonada de todo, no puede haber tertulianos de todos los temas si no es que las razones han dejado paso a los motivos sin oponer apenas resistencia.
Pero no cabe pensar que aquí nadie haga nada que no quiera hacer. Esto es, los programas más vistos son los que sancionan positivamente un instinto que mora en nosotros, y que no queremos acallar. Si nuestros códigos morales, personalísimos y socialísimos, nos hiciesen saltar algún tipo de alarma, acaso esos programas no habrían durado tanto tiempo.
Pero el caso es que tienen una salud de hierro, audiencias espectaculares sólo superadas por algún partido de fútbol, y ello no responde más que a una necesidad que fue evidenciada finalmente este sábado en las lúcidas palabras de Jordi González.
No es momento de acallar esa oleada de opinión con el argumento de ser menos reflexiva que las razones cocinadas a fuego lento. No puede probarse que una vida reflexiva haga a uno mejor persona. No está probado que la cortesía de tener en cuenta si una locución puede ofender a alguien haga más feliz a quien la profiere. Es al fin y al cabo una cuestión de fe la que mueve a alguien a elegir entre un tipo de vida y el otro.
Es célebre aquella leyenda en el grabado de Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”, y no faltan ejemplos en la historia que corroboran la sentencia. La razón no nos hizo más felices y quizás tampoco mejor personas, pero no es menos cierto que el sueño de la anti-razón, del puro instinto, aunque con otro aspecto también produce sus monstruos.