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“Si conociéramos el último porqué de las cosas, tendríamos compasión hasta de las estrellas.” Graham Greene

Compasión

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Es época de rebajas, los probadores de las tiendas de ropa tienen colas de espera más largas que en las oficina de desempleo. Hace calor, demasiada para perdonar la primera de varias cervezas a la sombra de una terraza, viendo el ir y venir de la gente. Estamos en época de crisis, pero solo en la hora del telediario, la lectura rápida de los titulares del periódico o al pie de una barra de bar.

En una de las calles más comerciales de Barcelona las aceras se han quedado pequeñas. Caminan personas con la vista puesta en los escaparates, en el teléfono móvil, en algún remordimiento de conciencia plasmado en sus miradas. Muchas de esas personas saben a dónde van, otras se tienen que conformar con saber de dónde vienen y sobrevivir con ello.

De repente una mujer, mezclada entre la gente, pregunta a unos y a otros a su paso: “¿Me puede ayudar para comprar un bocadillo?” – solicita con cierto apuro y evidente necesidad. No es indigente ni alcohólica en busca de unas monedas para comprar un cartón de vino, su apariencia es muy digna y aseada en la humildad de su vestuario. Tiene alrededor de 60 años y es pensionista; cobra poco más de 300 euros de una pensión no contributiva porque años atrás era ama de casa, cuando las mujeres no debían trabajar, y ahora tiene que pagar 200 euros por una habitación en la soledad y las afueras de la gran ciudad, sin familia.

Es el drama cotidiano de cada vez más personas, que no solo no llegan a final de mes sino que son incapaces de estirar su paga más allá de la primera semana. Pero el otro drama no es ya el económico, sin duda el más importante, sino el humano. Observé a esa mujer cómo preguntaba hasta a diez personas y nadie, no solo no la ayudaron, se molestó en detener su prisa para al menos escucharla: algunas de esas personas seguían mirando a los escaparates disimulando y evitando el compromiso, otros siguieron mirando su móvil y otros, lo más sinceros, mostraron abiertamente su absoluta indiferencia por esa mujer sentándose en una terraza uno metros más adelante, mientras se encendían un cigarrillo y esperaban su cerveza fría para saciar el calor.

Entonces recordé el sentimiento de compasión que existe entre las personas que son fumadoras. Es habitual, o lo era hasta no hace mucho tiempo, que si una persona se quedaba sin tabaco podía pedir tranquilamente un cigarro a cualquier desconocido que se encontrase por la calle, que si era fumador casi con toda seguridad iba a ofrecérselo sin mayor inconveniente. He conocido amigos que del apuro hicieron afición y comenzaron a rellenar sus cajetillas de tabaco vacía a costa de la compasión de los demás. Poco después esto se hizo extensible a las personas que decían que habían dejado de fumar, cuando en realidad simplemente habían dejado de comprar tabaco.

Explico esto porque me ha parecido curioso cómo se gestiona la compasión según las necesidades. Aunque estadísticamente creo que es mayor la necesidad de alimentarse que la de fumar, parece que no existe la misma compasión entre las personas que suelen comer a diario. Quizás la pobre mujer tuvo mala suerte y ninguna de esas personas fumaba, o tal vez la mala suerte es de aquellas personas que no sienten compasión alguna ni conocen todavía las vueltas que da la vida.

Compasión

“Si conociéramos el último porqué de las cosas, tendríamos compasión hasta de las estrellas.” Graham Greene
Eduardo Cassano
miércoles, 6 de julio de 2011, 06:58 h (CET)
Es época de rebajas, los probadores de las tiendas de ropa tienen colas de espera más largas que en las oficina de desempleo. Hace calor, demasiada para perdonar la primera de varias cervezas a la sombra de una terraza, viendo el ir y venir de la gente. Estamos en época de crisis, pero solo en la hora del telediario, la lectura rápida de los titulares del periódico o al pie de una barra de bar.

En una de las calles más comerciales de Barcelona las aceras se han quedado pequeñas. Caminan personas con la vista puesta en los escaparates, en el teléfono móvil, en algún remordimiento de conciencia plasmado en sus miradas. Muchas de esas personas saben a dónde van, otras se tienen que conformar con saber de dónde vienen y sobrevivir con ello.

De repente una mujer, mezclada entre la gente, pregunta a unos y a otros a su paso: “¿Me puede ayudar para comprar un bocadillo?” – solicita con cierto apuro y evidente necesidad. No es indigente ni alcohólica en busca de unas monedas para comprar un cartón de vino, su apariencia es muy digna y aseada en la humildad de su vestuario. Tiene alrededor de 60 años y es pensionista; cobra poco más de 300 euros de una pensión no contributiva porque años atrás era ama de casa, cuando las mujeres no debían trabajar, y ahora tiene que pagar 200 euros por una habitación en la soledad y las afueras de la gran ciudad, sin familia.

Es el drama cotidiano de cada vez más personas, que no solo no llegan a final de mes sino que son incapaces de estirar su paga más allá de la primera semana. Pero el otro drama no es ya el económico, sin duda el más importante, sino el humano. Observé a esa mujer cómo preguntaba hasta a diez personas y nadie, no solo no la ayudaron, se molestó en detener su prisa para al menos escucharla: algunas de esas personas seguían mirando a los escaparates disimulando y evitando el compromiso, otros siguieron mirando su móvil y otros, lo más sinceros, mostraron abiertamente su absoluta indiferencia por esa mujer sentándose en una terraza uno metros más adelante, mientras se encendían un cigarrillo y esperaban su cerveza fría para saciar el calor.

Entonces recordé el sentimiento de compasión que existe entre las personas que son fumadoras. Es habitual, o lo era hasta no hace mucho tiempo, que si una persona se quedaba sin tabaco podía pedir tranquilamente un cigarro a cualquier desconocido que se encontrase por la calle, que si era fumador casi con toda seguridad iba a ofrecérselo sin mayor inconveniente. He conocido amigos que del apuro hicieron afición y comenzaron a rellenar sus cajetillas de tabaco vacía a costa de la compasión de los demás. Poco después esto se hizo extensible a las personas que decían que habían dejado de fumar, cuando en realidad simplemente habían dejado de comprar tabaco.

Explico esto porque me ha parecido curioso cómo se gestiona la compasión según las necesidades. Aunque estadísticamente creo que es mayor la necesidad de alimentarse que la de fumar, parece que no existe la misma compasión entre las personas que suelen comer a diario. Quizás la pobre mujer tuvo mala suerte y ninguna de esas personas fumaba, o tal vez la mala suerte es de aquellas personas que no sienten compasión alguna ni conocen todavía las vueltas que da la vida.

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