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En este verano de nuestro descontento, los estadounidenses llegan al 4 de Julio llenos de dudas y desilusión

Infeliz cumpleaños

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WASHINGTON - . La enfermiza situación económica es la principal causa; si la tasa de paro fuera de 8 millones (alrededor del 5,2 por ciento) en lugar de 14 (el 9,1 por ciento), los estadounidenses se sentirían mejor. Pero también estamos descontentos con nuestra democracia - aunque casi nadie lo dice abiertamente - y esto es el principal factor que determina la forma en la que nos percibimos.

Somos ferozmente patriotas. La realidad obviada del debate del "excepcionalismo" norteamericano es que a la mayoría de los estadounidenses no les parece rebatible. En un sondeo llevado a cabo en 2010, el 77 por ciento de nosotros dijo que "defectos aparte", Estados Unidos "tiene el mejor sistema de administración del mundo". En el sondeo World Values Survey 2003-2004, el 74 por ciento de los estadounidenses se mostraba firmemente convencido de preferir "ser ciudadano de mi país más que de ningún otro". Esto sobrepasa a todas las demás nacionalidades. Las respuestas comparables fueron el 58 por ciento en el caso de los canadienses, el 37 por ciento en el de los surcoreanos y un 18 por ciento los alemanes.

Nuestro enorme orgullo nacional - que al resto les parece arrogancia a menudo - descansa sobre nuestros avances económicos y aún más sobre lo que los eruditos llaman el Artículo Estadounidense de Fe: la fe ciega en la libertad; el estado de derecho; la igualdad de oportunidades; y las ideas y las instituciones políticas democráticas. Lo que nos define (y esto difiere de la mayoría de las sociedades) no es la etnia, la raza ni la religión, sino nuestras creencias más asentadas. Por desgracia, los valores ampliamente compartidos no zanjan la mayoría de conflictos concretos.

Ahora estamos inmersos en un caótico debate por los grandes déficits presupuestarios y el alcance del estado. El enfrentamiento aboca nominalmente a los izquierdistas contra los conservadores, pero esto es engañoso. El verdadero debate consiste de reaccionarios contra radicales. Muchos izquierdistas son reaccionarios y muchos conservadores son radicales.

El reaccionario es alguien que, según el diccionario Webster, desea "el retorno a un sistema u orden previo". Esto define a muchos izquierdistas. Ellos "desean fervientemente volver", escribe Michael Barone en el Wall Street Journal, "a los años dorados de la década de los 40, los 50 y principios de los 60... cuando los estadounidenses tenían mucha más confianza en la administración intervencionista". Los izquierdistas modernos quieren un estado aún mayor para alcanzar progresivamente la justicia social. Defienden virtualmente la totalidad de las prestaciones de la seguridad social y el programa Medicare de la tercera edad. Todo se puede financiar, sugieren, a base de recortar la defensa y subir los impuestos a las rentas altas.

El conservador se ha vuelto radical aspirando a "reformas políticas, económicas o sociales drásticas". Su obsesión por las bajadas tributarias cuando ni siquiera los actuales tipos fiscales cubren el gasto público de hoy implica contraer de forma radical programas públicos íntimamente enlazados al tejido social de América. Todo esto ignora de forma voluntaria un pilar conservador básico: respetar las instituciones vigentes y las tradiciones que dan estabilidad al orden social. El cambio -- el cambio radical en especial -- es el último recurso, no porque el mundo actual sea perfecto sino porque las iniciativas para mejorarlo podrían empeorarlo.

Las dos visiones carecen de realismo. Al tratarse de una población que está envejeciendo -- lo que dispara el gasto en la seguridad social y el programa Medicare - el estado crece automáticamente. Desde 1971, el gasto federal ha alcanzado de media el 21% de la economía (producto nacional bruto); prolongar los programas actuales simplemente podría elevar con facilidad ese 21% al 28% del PIB antes de 2021. Los liberal-reaccionarios no saben financiar eso sin problemas. En 2011, el déficit es ya el doble del presupuesto de la defensa. El 10% de rentas más altas está pagando ya el 55% de los impuestos federales. La afiliación incondicional a todas las prestaciones de los ancianos -- con independencia de lo ricos que sean -- va a exigir impuestos muchísimo más altos o recortes sustanciales en el resto de programas, incluyendo los destinados a los pobres.

Los radical-conservadores no están en mejor situación. Desde 1971, los tributos federales han representado de media el 18% del PIB. No hay ningún plan solvente que reduzca el gasto federal por debajo de ese nivel, ni siquiera con importantes recortes en las pensiones de la seguridad social y el programa Medicare de la tercera edad. Así que las promesas de más bajadas tributarias lindan con el fraude o bien implican recortes del gasto público considerables de naturaleza desconocida que devastarían la defensa nacional, los estados y los municipios, y a los pobres.

Un dilema de la democracia reside en la dificultad de sacar adelante cambios que, aunque esenciales para el bienestar de la sociedad a largo plazo, son impopulares a corto. Eso describe la actual parálisis presupuestaria. Claro, no todos los conservadores ni todos los izquierdistas se han vuelto radicales o reaccionarios. Pero muchos sí. Si les colgamos la catalogación idónea -- reaccionarios o radicales -- aclararemos el debate y les obligaremos a abordar el mundo tal cual es, no como ellos lo imaginan. Ni en sueños.

Nuestros políticos prefieren las fantasías interesadas. Los estadounidenses están desinformados, y el consenso se hace más difícil de alcanzar. Los Demócratas no van a admitir la necesidad de realizar importantes recortes en la seguridad social y el Medicare; los Republicanos no van a reconocer públicamente la necesidad de subir los impuestos. El resultado es que nuestros líderes juegan a estas alturas a llevar las cosas al extremo elevando el umbral federal de endeudamiento o reestructurando la deuda. Los izquierdistas afirman que recortar a estas alturas el gasto público desestabiliza la recuperación; los conservadores encuentran ahí una excusa para no hacer recortes. Con seguridad el compromiso sería implantar paulatinamente recortes futuros solventes.

Todo esto sucede en "el país más importante del mundo". Ello rebaja nuestra competencia y eleva nuestra vergüenza nacional a nuevas cotas. En suma, un cumpleaños infeliz.

Infeliz cumpleaños

En este verano de nuestro descontento, los estadounidenses llegan al 4 de Julio llenos de dudas y desilusión
Robert J. Samuelson
martes, 5 de julio de 2011, 07:00 h (CET)
WASHINGTON - . La enfermiza situación económica es la principal causa; si la tasa de paro fuera de 8 millones (alrededor del 5,2 por ciento) en lugar de 14 (el 9,1 por ciento), los estadounidenses se sentirían mejor. Pero también estamos descontentos con nuestra democracia - aunque casi nadie lo dice abiertamente - y esto es el principal factor que determina la forma en la que nos percibimos.

Somos ferozmente patriotas. La realidad obviada del debate del "excepcionalismo" norteamericano es que a la mayoría de los estadounidenses no les parece rebatible. En un sondeo llevado a cabo en 2010, el 77 por ciento de nosotros dijo que "defectos aparte", Estados Unidos "tiene el mejor sistema de administración del mundo". En el sondeo World Values Survey 2003-2004, el 74 por ciento de los estadounidenses se mostraba firmemente convencido de preferir "ser ciudadano de mi país más que de ningún otro". Esto sobrepasa a todas las demás nacionalidades. Las respuestas comparables fueron el 58 por ciento en el caso de los canadienses, el 37 por ciento en el de los surcoreanos y un 18 por ciento los alemanes.

Nuestro enorme orgullo nacional - que al resto les parece arrogancia a menudo - descansa sobre nuestros avances económicos y aún más sobre lo que los eruditos llaman el Artículo Estadounidense de Fe: la fe ciega en la libertad; el estado de derecho; la igualdad de oportunidades; y las ideas y las instituciones políticas democráticas. Lo que nos define (y esto difiere de la mayoría de las sociedades) no es la etnia, la raza ni la religión, sino nuestras creencias más asentadas. Por desgracia, los valores ampliamente compartidos no zanjan la mayoría de conflictos concretos.

Ahora estamos inmersos en un caótico debate por los grandes déficits presupuestarios y el alcance del estado. El enfrentamiento aboca nominalmente a los izquierdistas contra los conservadores, pero esto es engañoso. El verdadero debate consiste de reaccionarios contra radicales. Muchos izquierdistas son reaccionarios y muchos conservadores son radicales.

El reaccionario es alguien que, según el diccionario Webster, desea "el retorno a un sistema u orden previo". Esto define a muchos izquierdistas. Ellos "desean fervientemente volver", escribe Michael Barone en el Wall Street Journal, "a los años dorados de la década de los 40, los 50 y principios de los 60... cuando los estadounidenses tenían mucha más confianza en la administración intervencionista". Los izquierdistas modernos quieren un estado aún mayor para alcanzar progresivamente la justicia social. Defienden virtualmente la totalidad de las prestaciones de la seguridad social y el programa Medicare de la tercera edad. Todo se puede financiar, sugieren, a base de recortar la defensa y subir los impuestos a las rentas altas.

El conservador se ha vuelto radical aspirando a "reformas políticas, económicas o sociales drásticas". Su obsesión por las bajadas tributarias cuando ni siquiera los actuales tipos fiscales cubren el gasto público de hoy implica contraer de forma radical programas públicos íntimamente enlazados al tejido social de América. Todo esto ignora de forma voluntaria un pilar conservador básico: respetar las instituciones vigentes y las tradiciones que dan estabilidad al orden social. El cambio -- el cambio radical en especial -- es el último recurso, no porque el mundo actual sea perfecto sino porque las iniciativas para mejorarlo podrían empeorarlo.

Las dos visiones carecen de realismo. Al tratarse de una población que está envejeciendo -- lo que dispara el gasto en la seguridad social y el programa Medicare - el estado crece automáticamente. Desde 1971, el gasto federal ha alcanzado de media el 21% de la economía (producto nacional bruto); prolongar los programas actuales simplemente podría elevar con facilidad ese 21% al 28% del PIB antes de 2021. Los liberal-reaccionarios no saben financiar eso sin problemas. En 2011, el déficit es ya el doble del presupuesto de la defensa. El 10% de rentas más altas está pagando ya el 55% de los impuestos federales. La afiliación incondicional a todas las prestaciones de los ancianos -- con independencia de lo ricos que sean -- va a exigir impuestos muchísimo más altos o recortes sustanciales en el resto de programas, incluyendo los destinados a los pobres.

Los radical-conservadores no están en mejor situación. Desde 1971, los tributos federales han representado de media el 18% del PIB. No hay ningún plan solvente que reduzca el gasto federal por debajo de ese nivel, ni siquiera con importantes recortes en las pensiones de la seguridad social y el programa Medicare de la tercera edad. Así que las promesas de más bajadas tributarias lindan con el fraude o bien implican recortes del gasto público considerables de naturaleza desconocida que devastarían la defensa nacional, los estados y los municipios, y a los pobres.

Un dilema de la democracia reside en la dificultad de sacar adelante cambios que, aunque esenciales para el bienestar de la sociedad a largo plazo, son impopulares a corto. Eso describe la actual parálisis presupuestaria. Claro, no todos los conservadores ni todos los izquierdistas se han vuelto radicales o reaccionarios. Pero muchos sí. Si les colgamos la catalogación idónea -- reaccionarios o radicales -- aclararemos el debate y les obligaremos a abordar el mundo tal cual es, no como ellos lo imaginan. Ni en sueños.

Nuestros políticos prefieren las fantasías interesadas. Los estadounidenses están desinformados, y el consenso se hace más difícil de alcanzar. Los Demócratas no van a admitir la necesidad de realizar importantes recortes en la seguridad social y el Medicare; los Republicanos no van a reconocer públicamente la necesidad de subir los impuestos. El resultado es que nuestros líderes juegan a estas alturas a llevar las cosas al extremo elevando el umbral federal de endeudamiento o reestructurando la deuda. Los izquierdistas afirman que recortar a estas alturas el gasto público desestabiliza la recuperación; los conservadores encuentran ahí una excusa para no hacer recortes. Con seguridad el compromiso sería implantar paulatinamente recortes futuros solventes.

Todo esto sucede en "el país más importante del mundo". Ello rebaja nuestra competencia y eleva nuestra vergüenza nacional a nuevas cotas. En suma, un cumpleaños infeliz.

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