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Las pantallas asaltan las calles

Callao

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Ser transeúnte en el centro de la gran ciudad se convierte, cada vez más, en una experiencia próxima a la de la polilla, por lo menos desde que las pantallas luminosas aumentan en número y tamaño en los centros de las urbes, como recientemente ha sucedido en la plaza de Callao, en Madrid, donde los cines Callao han sustituido los tradicionales carteles a gran escala por las pantallas a escala gigante, en las que pueden verse imágenes de las películas que se proyectan en su interior, además de anuncios culturales y otros audiovisuales.

Los tradicionales carteles pintados a mano de la Gran Vía madrileña, que hasta hace no tantos años lucían en todos y cada uno de los cines, sobreviven a escasos metros del nuevo artefacto, en el Palacio de la Prensa, reducto de la cartelería analógica cinematográfica, alrededor de la cual los cambios se han ido sucediendo en las últimas décadas: primero fue el cartel digital y ahora es el turno de la pantalla digital, que añade al reclamo fílmico, luz y movimiento.

La exteriorización de las pantallas hacia las fachadas de los edificios no es exclusivo del cine: las marcas de ropa o las empresas de telefonía móvil son de hecho, en Madrid, predecesoras de esta tendencia, instalando grandes o medianas superficies digitales que conllevan un cambio en la vivencia estética de la ciudad.

Y ese cambio no es menor: si hasta ahora éramos, más o menos a la fuerza, consumidores de imágenes fijas, desde ahora somos además constantes espectadores, aunque no exactamente voluntarios.

Espectadores-polilla, sujetos que responden con su atención a los estímulos –un tanto escandalosos- de las pantallas, esos elementosintegrados en nuestras esferas de trabajo, de cultura o de ocio, tan familiares y cercanos, que apenas son percibidos como agresivos.

Pero volvamos al cambio que acontece y que determina, nada menos, que la libertad en la mirada y también el ritmo de lectura de las imágenes del entorno y la percepción del entorno mismo. Mientras el cartel era, a pesar de su tamaño y presencia, de lectura opcional, la pantalla parece imposible de eludir. Las imágenes que se suceden, a toda velocidad, y la luz que emanan, conducen el ojo una y otra vez hacia ellas. La visión es obligada, es prácticamente impuesta.

Las micro-narrativas de los tráilers, además, conllevan cierta concentración en las imágenes; la lectura es constante, rápida y sincopada y el escenario de Callao como plaza pública, de repente, inesperado.

Me sorprende ver a la gente que espera a sus amigos o conocidos mirando embobadamente la pantalla, en lugar de cultivando ese placentero acto de voyeurismo que es mirar a los otros, esperar sus reacciones al encontrarse, sus gestos al verse de nuevo o por primera vez.

La pantalla en la calle parece una coartada perfecta para paliar la soledad de la espera, y la agresividad de la operación, su carácter mastodóntico y visualmente contaminante, parecen quedar fuera de la ecuación con toda naturalidad.

Hace poco oí a ZoeBeloff, una artista americana que trabaja todavía con formatos como el Súper 8 o el 16mm, decir que consciente o inconscientemente, asociamos en el territorio de las imágenes “más brillante a mejor”. Parecen cuestiones indisociables del progreso tecnológico, asociadas a un futuro inevitable, al que es mejor no oponerse si no queremos estar en discordancia con nuestro tiempo.

Pero entre tanto, la estética de los lugares públicos se transforma, nuestra atención se capta por mecanismos en escalada de tiranía, y se va quedando rezagada la buena costumbre de divagar visualmente, de deslizar los ojos y los pensamientos por allá por donde nos plazca y no por donde les place a otros. En realidad se trata de un problema de constante respuesta a estímulos y concentración en los mismos, de la polillización, al fin, de los transeúntes, que in vivo, permiten comprobar cuánta luz o imagen somos capaces de soportar, antes de arder.

Callao

Las pantallas asaltan las calles
Ana Rodríguez
viernes, 1 de julio de 2011, 13:25 h (CET)
Ser transeúnte en el centro de la gran ciudad se convierte, cada vez más, en una experiencia próxima a la de la polilla, por lo menos desde que las pantallas luminosas aumentan en número y tamaño en los centros de las urbes, como recientemente ha sucedido en la plaza de Callao, en Madrid, donde los cines Callao han sustituido los tradicionales carteles a gran escala por las pantallas a escala gigante, en las que pueden verse imágenes de las películas que se proyectan en su interior, además de anuncios culturales y otros audiovisuales.

Los tradicionales carteles pintados a mano de la Gran Vía madrileña, que hasta hace no tantos años lucían en todos y cada uno de los cines, sobreviven a escasos metros del nuevo artefacto, en el Palacio de la Prensa, reducto de la cartelería analógica cinematográfica, alrededor de la cual los cambios se han ido sucediendo en las últimas décadas: primero fue el cartel digital y ahora es el turno de la pantalla digital, que añade al reclamo fílmico, luz y movimiento.

La exteriorización de las pantallas hacia las fachadas de los edificios no es exclusivo del cine: las marcas de ropa o las empresas de telefonía móvil son de hecho, en Madrid, predecesoras de esta tendencia, instalando grandes o medianas superficies digitales que conllevan un cambio en la vivencia estética de la ciudad.

Y ese cambio no es menor: si hasta ahora éramos, más o menos a la fuerza, consumidores de imágenes fijas, desde ahora somos además constantes espectadores, aunque no exactamente voluntarios.

Espectadores-polilla, sujetos que responden con su atención a los estímulos –un tanto escandalosos- de las pantallas, esos elementosintegrados en nuestras esferas de trabajo, de cultura o de ocio, tan familiares y cercanos, que apenas son percibidos como agresivos.

Pero volvamos al cambio que acontece y que determina, nada menos, que la libertad en la mirada y también el ritmo de lectura de las imágenes del entorno y la percepción del entorno mismo. Mientras el cartel era, a pesar de su tamaño y presencia, de lectura opcional, la pantalla parece imposible de eludir. Las imágenes que se suceden, a toda velocidad, y la luz que emanan, conducen el ojo una y otra vez hacia ellas. La visión es obligada, es prácticamente impuesta.

Las micro-narrativas de los tráilers, además, conllevan cierta concentración en las imágenes; la lectura es constante, rápida y sincopada y el escenario de Callao como plaza pública, de repente, inesperado.

Me sorprende ver a la gente que espera a sus amigos o conocidos mirando embobadamente la pantalla, en lugar de cultivando ese placentero acto de voyeurismo que es mirar a los otros, esperar sus reacciones al encontrarse, sus gestos al verse de nuevo o por primera vez.

La pantalla en la calle parece una coartada perfecta para paliar la soledad de la espera, y la agresividad de la operación, su carácter mastodóntico y visualmente contaminante, parecen quedar fuera de la ecuación con toda naturalidad.

Hace poco oí a ZoeBeloff, una artista americana que trabaja todavía con formatos como el Súper 8 o el 16mm, decir que consciente o inconscientemente, asociamos en el territorio de las imágenes “más brillante a mejor”. Parecen cuestiones indisociables del progreso tecnológico, asociadas a un futuro inevitable, al que es mejor no oponerse si no queremos estar en discordancia con nuestro tiempo.

Pero entre tanto, la estética de los lugares públicos se transforma, nuestra atención se capta por mecanismos en escalada de tiranía, y se va quedando rezagada la buena costumbre de divagar visualmente, de deslizar los ojos y los pensamientos por allá por donde nos plazca y no por donde les place a otros. En realidad se trata de un problema de constante respuesta a estímulos y concentración en los mismos, de la polillización, al fin, de los transeúntes, que in vivo, permiten comprobar cuánta luz o imagen somos capaces de soportar, antes de arder.

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