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Víctor Castro llega a los 100 programas

Saber o ganar

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Desde que me he exiliado a Islandia, una de las cosas que más echo de menos de España es ver en directo cada sobremesa el programa de La2 Saber y Ganar. Llamadme rancio, pero tanto por su forma como por su contenido, es un concurso que me fascina. En ello tiene mucho que ver su presentador, Jordi Hurtado, una especie de Dorian Gray catódico que, con maneras también muy victorianas y un entusiasmo a todas luces incomprensible después de tantos años al pie del cañón, es capaz de alcanzar el éxtasis formulando preguntas acerca del adoquinado de la ciudad vieja de Dubrovnik o del coeficiente de dilatación amigdalítico de Maria Callas.

Con Jordi y con sus concursantes, que son cada día más tangenciales e interesantes, me lo pasaba teta todos los días después de comer. Y ahora, gracias a internet , puedo seguir el programa de forma remota aunque, debido a la distancia, no sea, ni mucho menos, lo mismo.

Es así como me he enterado hace unos días de que Víctor Castro, uno de estos concursantes rarunos a los que hacía mención antes, ha alcanzado recientemente la cifra record de cien programas seguidos, convirtiéndose, con ello, en el segundo “magnífico” capaz de llegar hasta esta cifra. El hombre tiene un look un tanto singular, de esos que ni resultan fotogénicos ni mueven demasiado a la empatía, como si fuera una especie de hibrido entre el marciano de Padre de Familia (por su frente prominente y su desconcertante sonrisa) el conductor de autobús de los Simpson (por sus melenas) y Alfredo Landa (por lo tupido de su pelambrera pectoral), pero eso sí, como concursante es un verdadero crack. No tengo datos exactos acerca del número de preguntas que ha respondido de forma correcta o del número de pruebas que ha superado con éxito. Sólo sé que son muchas. Muchísimas. Y que gracias a ellas ha hecho un poco de dinerillo (no demasiado, teniendo en cuenta la relación entre el tiempo que ha pasado en plató, el esfuerzo físico y mental requerido para proseguir en él, y el sopor que ha debido arrostrar entre tanto olor a naftalina), ahora bien, lo que si sé, porque lo he leído hace unos días en la prensa, es que este buen hombre no tiene trabajo. Y por muy increíble que parezca. Hay más como él. Muchos más.

Este tipo de situaciones definen muy bien la esencia de un país. En el caso de España esta esencia contiene un ingrediente fundamental: el desprecio total y absoluto por el conocimiento y por quienes lo poseen. Mientras Víctor Castro, que habla perfectamente varios idiomas, tiene varias carreras, y posee una vastísima cultura general, se come los mocos en el paro con la única opción de entretenerse participando en un concurso televisivo un tanto anacrónico, presidentes, diputados, concejales, y toda clase de politicuchos de medio pelo, nadan en la abundancia a pesar de pronunciar mal la S (Bono y Rajoy), no tener ni puñetera idea de inglés (Zapatero) o carecer de cualquiera de los estudios que al resto de los ciudadanos nos exigen para trabajar cortando chopped en una carnicería (la lista sería interminable). Así que la conclusión está muy clara: algo huele a podrido en España. O mejor, a chotuno, que es más ibérico.

Y la culpa no la tienen los políticos, que al fin y al cabo llegar tan lejos con tan poco no deja de ser algo meritorio, la culpa la tenemos el resto de los ciudadanos, porque cada vez que vemos determinados programas basura, tildamos de intelectuales a meros destripaterrones del mundo de la farándula, o permitimos que el verdadero talento sea sepultado por aludes de mediocridad bienpensante pero hueca, estamos manifestando un desapego de lo más ofensivo hacia los verdaderos intelectuales, quienes, después de todo, son los depositarios últimos de la memoria cultural colectiva y de lo poco que nos queda de respeto hacia la erudición.

El pobre Víctor forma parte de una generación que ha nacido en el momento equivocado en el lugar equivocado. Acumular sabiduría hace tiempo que no es el camino más adecuado para obtener reconocimiento social. Y mucho menos para obtener un trabajo. Incluso se ha convertido en un obstáculo, diría yo. Ahora todo lo que importa es sonreír, impostar simpatía y carecer de escrúpulos. Que dentro del encéfalo haya virutillas de madera o tocinillos de cielo es lo de menos. Nuestro sistema educativo, si es que puede llamársele así, (algo muy pero que muy cuestionable), fomenta, al menos sobre el papel, una serie de valores como el esfuerzo, la disciplina o la importancia de ser una persona medianamente ilustrada, que, luego, en la vida real, el mismo sistema se encarga de tirar por tierra.

A efectos prácticos, se ha sustituido el modelo renacentista por el de la picaresca. O dicho de otro modo, al igual que en las autoescuelas por un lado pagamos para recibir una formación vial completa y rigurosa y, por otro, el propio profesor ya nos adelanta que una vez saquemos el carné nos olvidemos de todo lo aprendido para evitarnos problemas, en las universidades y demás centros de formación nos apabullan con toda una retahila de asignaturas delirantes, completamente ajenas a las dinámicas propias del mercado de trabajo, que sólo sirven para perder los mejores años de nuestras vidas criando hemorroides sobre una silla.

En España no se aprende. Se memoriza. No se desarrolla el sentido crítico, la capacidad de análisis o el gusto por el saber, sino que se nos inculca desde críos la idea de que adquirir conocimiento, lejos de ser un placer, es un castigo. Y así pues claro, los tipos como Victor Castro se convierten en desempleados analógicos en un mundo digital, condenados al ostracismo tanto social como televisivo, mientras que los tipos como Willy Toledo, en cambio, no sólo tienen trabajo sino también un corrillo de medios dispuestos a recoger sus siempre brillantísimas impresiones sobre la realidad. Y es que en el mundo hay dos clases de personas, las que ganan sin saber cómo, y las que tienen que ir a Saber y Ganar para no perderlo todo. El Gran Hermano en que se ha convertido nuestro mundo tiene un cámara definitivamente estrábico. Así nos luce el pelo.

Saber o ganar

Víctor Castro llega a los 100 programas
Gonzalo G. Velasco
viernes, 17 de junio de 2011, 07:48 h (CET)
Desde que me he exiliado a Islandia, una de las cosas que más echo de menos de España es ver en directo cada sobremesa el programa de La2 Saber y Ganar. Llamadme rancio, pero tanto por su forma como por su contenido, es un concurso que me fascina. En ello tiene mucho que ver su presentador, Jordi Hurtado, una especie de Dorian Gray catódico que, con maneras también muy victorianas y un entusiasmo a todas luces incomprensible después de tantos años al pie del cañón, es capaz de alcanzar el éxtasis formulando preguntas acerca del adoquinado de la ciudad vieja de Dubrovnik o del coeficiente de dilatación amigdalítico de Maria Callas.

Con Jordi y con sus concursantes, que son cada día más tangenciales e interesantes, me lo pasaba teta todos los días después de comer. Y ahora, gracias a internet , puedo seguir el programa de forma remota aunque, debido a la distancia, no sea, ni mucho menos, lo mismo.

Es así como me he enterado hace unos días de que Víctor Castro, uno de estos concursantes rarunos a los que hacía mención antes, ha alcanzado recientemente la cifra record de cien programas seguidos, convirtiéndose, con ello, en el segundo “magnífico” capaz de llegar hasta esta cifra. El hombre tiene un look un tanto singular, de esos que ni resultan fotogénicos ni mueven demasiado a la empatía, como si fuera una especie de hibrido entre el marciano de Padre de Familia (por su frente prominente y su desconcertante sonrisa) el conductor de autobús de los Simpson (por sus melenas) y Alfredo Landa (por lo tupido de su pelambrera pectoral), pero eso sí, como concursante es un verdadero crack. No tengo datos exactos acerca del número de preguntas que ha respondido de forma correcta o del número de pruebas que ha superado con éxito. Sólo sé que son muchas. Muchísimas. Y que gracias a ellas ha hecho un poco de dinerillo (no demasiado, teniendo en cuenta la relación entre el tiempo que ha pasado en plató, el esfuerzo físico y mental requerido para proseguir en él, y el sopor que ha debido arrostrar entre tanto olor a naftalina), ahora bien, lo que si sé, porque lo he leído hace unos días en la prensa, es que este buen hombre no tiene trabajo. Y por muy increíble que parezca. Hay más como él. Muchos más.

Este tipo de situaciones definen muy bien la esencia de un país. En el caso de España esta esencia contiene un ingrediente fundamental: el desprecio total y absoluto por el conocimiento y por quienes lo poseen. Mientras Víctor Castro, que habla perfectamente varios idiomas, tiene varias carreras, y posee una vastísima cultura general, se come los mocos en el paro con la única opción de entretenerse participando en un concurso televisivo un tanto anacrónico, presidentes, diputados, concejales, y toda clase de politicuchos de medio pelo, nadan en la abundancia a pesar de pronunciar mal la S (Bono y Rajoy), no tener ni puñetera idea de inglés (Zapatero) o carecer de cualquiera de los estudios que al resto de los ciudadanos nos exigen para trabajar cortando chopped en una carnicería (la lista sería interminable). Así que la conclusión está muy clara: algo huele a podrido en España. O mejor, a chotuno, que es más ibérico.

Y la culpa no la tienen los políticos, que al fin y al cabo llegar tan lejos con tan poco no deja de ser algo meritorio, la culpa la tenemos el resto de los ciudadanos, porque cada vez que vemos determinados programas basura, tildamos de intelectuales a meros destripaterrones del mundo de la farándula, o permitimos que el verdadero talento sea sepultado por aludes de mediocridad bienpensante pero hueca, estamos manifestando un desapego de lo más ofensivo hacia los verdaderos intelectuales, quienes, después de todo, son los depositarios últimos de la memoria cultural colectiva y de lo poco que nos queda de respeto hacia la erudición.

El pobre Víctor forma parte de una generación que ha nacido en el momento equivocado en el lugar equivocado. Acumular sabiduría hace tiempo que no es el camino más adecuado para obtener reconocimiento social. Y mucho menos para obtener un trabajo. Incluso se ha convertido en un obstáculo, diría yo. Ahora todo lo que importa es sonreír, impostar simpatía y carecer de escrúpulos. Que dentro del encéfalo haya virutillas de madera o tocinillos de cielo es lo de menos. Nuestro sistema educativo, si es que puede llamársele así, (algo muy pero que muy cuestionable), fomenta, al menos sobre el papel, una serie de valores como el esfuerzo, la disciplina o la importancia de ser una persona medianamente ilustrada, que, luego, en la vida real, el mismo sistema se encarga de tirar por tierra.

A efectos prácticos, se ha sustituido el modelo renacentista por el de la picaresca. O dicho de otro modo, al igual que en las autoescuelas por un lado pagamos para recibir una formación vial completa y rigurosa y, por otro, el propio profesor ya nos adelanta que una vez saquemos el carné nos olvidemos de todo lo aprendido para evitarnos problemas, en las universidades y demás centros de formación nos apabullan con toda una retahila de asignaturas delirantes, completamente ajenas a las dinámicas propias del mercado de trabajo, que sólo sirven para perder los mejores años de nuestras vidas criando hemorroides sobre una silla.

En España no se aprende. Se memoriza. No se desarrolla el sentido crítico, la capacidad de análisis o el gusto por el saber, sino que se nos inculca desde críos la idea de que adquirir conocimiento, lejos de ser un placer, es un castigo. Y así pues claro, los tipos como Victor Castro se convierten en desempleados analógicos en un mundo digital, condenados al ostracismo tanto social como televisivo, mientras que los tipos como Willy Toledo, en cambio, no sólo tienen trabajo sino también un corrillo de medios dispuestos a recoger sus siempre brillantísimas impresiones sobre la realidad. Y es que en el mundo hay dos clases de personas, las que ganan sin saber cómo, y las que tienen que ir a Saber y Ganar para no perderlo todo. El Gran Hermano en que se ha convertido nuestro mundo tiene un cámara definitivamente estrábico. Así nos luce el pelo.

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