A nivel formal, podríamos decir que Hotel Rwanda es una película de corte convencional, dotada de un sólido guión, una partitura de música incidental bastante funcional, buenas interpretaciones y más de una concesión a la hora de (no) mostrar imágenes sangrantes de manera explícita. Sin embargo, el conflicto que describe la cinta se sitúa tan cerca del horror con mayúsculas que consigue avergonzarnos sin demasiados problemas: “La gente verá estas imágenes y dirá, ¡Dios mío, es horrible!, y luego seguirá cenando”, le comenta un cámara de televisión interpretado por Joaquin Phoenix a Paul Rusesabagina (Don Cheadle), quien se resiste a creer que están solos en el mundo.
La historia que dramatiza el director Terry George (En el nombre del hijo) transcurre en abril de 1994 en Kigali, capital de Ruanda, y más concretamente en el lujoso hotel Mille Collines, propiedad de las aerolíneas belgas SABENA. El 6 de abril de ese año, el general Habyarimana (hutu), que gobernaba el país desde el Golpe de Estado de 1973, fue asesinado cuando regresaba de firmar los primeros tratados de paz. Esto alentó a algunos extremistas (especialmente la milicia hutu Interahamwe) a culpar rápidamente a los tutsis, la otra etnia mayoritaria. Así surgió uno de los conflictos más sangrientos de toda la Historia de la Humanidad, donde perdieron la vida cerca de un millón de personas (la mayoría tutsis) en un genocidio devastador ante el que tanto las potencias occidentales como sus organismos internacionales (ONU) hicieron honor a su lamentable historia quedándose de brazos cruzados, observando desde sus cómodos asientos aterciopelados una masacre de hombres, mujeres y niños indefensos que eran rajados con machetes (sic) y pasto de las más cruentas vejaciones.
Pocos tutsis se salvaron de la exterminación generacional, entre ellos la familia de Paul, el gerente del hotel que logró -mediante una capacidad extraordinaria para la improvisación y el diálogo en momentos decisivos- evitar el asesinato en masa de más de 1.000 ruandeses refugiados durante esos aciagos días en las habitaciones del hotel, hasta que algunos efectivos de la ONU consintieron en acompañarles a zona segura.
Lógicamente, estas premisas provocan un buen número de secuencias de una carga dramática verdaderamente intensa, situando al espectador en el punto de vista del horror mediante la colocación certera de la cámara y una lúcida utilización del montaje y la puesta en escena. Quizás lo que se le pueda achacar a Hotel Rwanda es la omisión injustificada (a mi parecer) de buena parte de la matanza, pero entraríamos de lleno en la dicotomía de a quién va dirigida la película, y viendo cómo funciona últimamente la censura en Estados Unidos quizá sea mejor dejar constancia a muchos que ser ignorado por casi todos. Porque el de Hotel Rwanda es un cine necesario, aunque todos sabemos que en un par de semanas ninguno nos acordaremos ni de Ruanda ni de Burundi ni de Sudán, en un acto inconsciente que no admite discusión.
Seguiremos cenando.