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Llevo casi 11 años frecuentando el Campo Ferial de Libros Amazonas

Buscando libros

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A fines de la década del noventa había marcado en calidad de lector mi preferencia por las novelas policiales. Creo que esta pulsión no se hubiera afianzado a no ser por la atmósfera de protesta y resistencia impregnada en las calles de Lima, en especial las del centro, cuyas plazas y parques se habían convertido en puntos de encuentro para todos los que luchábamos contra la mafia y dictadura de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.

Por las noches era un desapercibido concurrente de los bares del transitado Jirón Quilca. Además, como escritor aún inédito y con entendibles errores de juventud, me resultaba estimulante “encontrarme” en esos bares con los poetas y escritores que admiraba. No pocas veces quedaba callado ante sus muestras de histrionismo, parados sobre las mesas y recitando sus textos más emblemáticos. Creía, lo acepto, que ese era el mundo que quería para mí… Felizmente supe salir a tiempo.

En una de esas noches de farra, mis amigos y yo involuntariamente nos situamos muy cerca a una mesa en la que se discutía de novelas de espionaje, lo cual me pareció tremendamente raro. “¿Me habré equivocado de bar?”, me pregunté entre dientes, y con razón. Es decir, al igual que hoy, el tópico de la falta de reconocimiento literario se imponía como recurrente. Por ello, el solo hecho de escuchar que se hablara de novelas de espionaje terminó captando toda mi atención. Además, ya estaba harto de las mismas baladronadas de los plumíferos que naufragaban por allí. Acomodé mi silla y como si las huevas me concentré en esa otra mesa. Estos extraños contertulios, a quienes jamás he vuelto a ver, no tardaron en pasar de las novelas de espionaje a las policiales. Ya había leído a Borges y Bioy Casares, pero no sabía nada de “El séptimo círculo”, la colección de novelas policiales que ambos dirigieron. Bastó tomar nota mental de ese detalle para empezar a averiguar.

Al día siguiente hice un recorrido por las librerías limeñas. Preguntaba por la colección y pocos libreros me daban razón de la misma. Sin embargo, en el local de El Virrey del centro de Lima, el encargado de turno me dijo “quizá podrías encontrar esas novelas en Amazonas”. No dije nada. Sabía que se refería al campo ferial de libros; empero, jamás había mostrado interés alguno por conocerlo.

Dejé de lado ciertos reparos y me animé ir el siguiente sábado en la mañana. Amazonas, para más señas, se encuentra en el centro de la ciudad, a pocos metros de un barrio sumamente peligroso, en donde para asaltarte primero tienen que matarte a balazos. Un amigo me había indicado que la manera más segura de llegar era cruzando un mercado de maletas y carteras de cuero. Así lo hice.

Pisar el Campo Ferial de Libros Amazonas me hizo sentir, en el acto, que algunas cosas iban a cambiar. En estos años, este paraíso no solo me ha brindado la oportunidad de tener primeras ediciones, de títulos muy rebuscados; también me ha nutrido de anécdotas al perderme entre las torres de libros de los puestos de venta (el año pasado, por ejemplo, encontraron la primera edición de “Trilce” de Vallejo a dos soles, en un montículo de libros a rematar, llamado también Hueso); y también me ha permitido forjar una peculiar amistad con el librero Abelardo (si lee esta nota, que me disculpe, hasta ahora no sé su apellido), quien me vendió, cuando nos conocimos en el año 2000, la primera edición de “La orgía perpetua” de Vargas Llosa a cinco nuevos soles. A razón de ello, tiempo después le pregunté por qué me había vendido, a precio de regalo, ese buscadísimo ejemplar, recibiendo como respuesta un “sabía que lo querías para leer, para ti, no para revenderlo en Quilca, para esos huevones, si es que me cae ese de Marito, lo marco a treinta soles.”

Buscar libros allí es ser cómplice de un hechizo. Hay que adentrarse con la mente en blanco. Son los libros los que te encuentran, así de simple. La última vez que fui, me acompañaron los escritores Jerónimo Pimentel y José Carlos Yrigoyen. Cada quien, a su modo, se perdió entre los rascacielos de medio metro, examinando lomos... Aquella mañana compré “Los anteojos de oro”, deliciosa novela corta de Giorgio Bassani, bajo el cuidado de la legendaria SUR de Argentina… Cuando abandonamos Amazonas, teníamos las manos manchadas, cubiertas de polvillo, pero eso era lo de menos, estábamos sumamente satisfechos.

Buscando libros

Llevo casi 11 años frecuentando el Campo Ferial de Libros Amazonas
Gabriel Ruiz Ortega
martes, 7 de junio de 2011, 08:54 h (CET)


A fines de la década del noventa había marcado en calidad de lector mi preferencia por las novelas policiales. Creo que esta pulsión no se hubiera afianzado a no ser por la atmósfera de protesta y resistencia impregnada en las calles de Lima, en especial las del centro, cuyas plazas y parques se habían convertido en puntos de encuentro para todos los que luchábamos contra la mafia y dictadura de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.

Por las noches era un desapercibido concurrente de los bares del transitado Jirón Quilca. Además, como escritor aún inédito y con entendibles errores de juventud, me resultaba estimulante “encontrarme” en esos bares con los poetas y escritores que admiraba. No pocas veces quedaba callado ante sus muestras de histrionismo, parados sobre las mesas y recitando sus textos más emblemáticos. Creía, lo acepto, que ese era el mundo que quería para mí… Felizmente supe salir a tiempo.

En una de esas noches de farra, mis amigos y yo involuntariamente nos situamos muy cerca a una mesa en la que se discutía de novelas de espionaje, lo cual me pareció tremendamente raro. “¿Me habré equivocado de bar?”, me pregunté entre dientes, y con razón. Es decir, al igual que hoy, el tópico de la falta de reconocimiento literario se imponía como recurrente. Por ello, el solo hecho de escuchar que se hablara de novelas de espionaje terminó captando toda mi atención. Además, ya estaba harto de las mismas baladronadas de los plumíferos que naufragaban por allí. Acomodé mi silla y como si las huevas me concentré en esa otra mesa. Estos extraños contertulios, a quienes jamás he vuelto a ver, no tardaron en pasar de las novelas de espionaje a las policiales. Ya había leído a Borges y Bioy Casares, pero no sabía nada de “El séptimo círculo”, la colección de novelas policiales que ambos dirigieron. Bastó tomar nota mental de ese detalle para empezar a averiguar.

Al día siguiente hice un recorrido por las librerías limeñas. Preguntaba por la colección y pocos libreros me daban razón de la misma. Sin embargo, en el local de El Virrey del centro de Lima, el encargado de turno me dijo “quizá podrías encontrar esas novelas en Amazonas”. No dije nada. Sabía que se refería al campo ferial de libros; empero, jamás había mostrado interés alguno por conocerlo.

Dejé de lado ciertos reparos y me animé ir el siguiente sábado en la mañana. Amazonas, para más señas, se encuentra en el centro de la ciudad, a pocos metros de un barrio sumamente peligroso, en donde para asaltarte primero tienen que matarte a balazos. Un amigo me había indicado que la manera más segura de llegar era cruzando un mercado de maletas y carteras de cuero. Así lo hice.

Pisar el Campo Ferial de Libros Amazonas me hizo sentir, en el acto, que algunas cosas iban a cambiar. En estos años, este paraíso no solo me ha brindado la oportunidad de tener primeras ediciones, de títulos muy rebuscados; también me ha nutrido de anécdotas al perderme entre las torres de libros de los puestos de venta (el año pasado, por ejemplo, encontraron la primera edición de “Trilce” de Vallejo a dos soles, en un montículo de libros a rematar, llamado también Hueso); y también me ha permitido forjar una peculiar amistad con el librero Abelardo (si lee esta nota, que me disculpe, hasta ahora no sé su apellido), quien me vendió, cuando nos conocimos en el año 2000, la primera edición de “La orgía perpetua” de Vargas Llosa a cinco nuevos soles. A razón de ello, tiempo después le pregunté por qué me había vendido, a precio de regalo, ese buscadísimo ejemplar, recibiendo como respuesta un “sabía que lo querías para leer, para ti, no para revenderlo en Quilca, para esos huevones, si es que me cae ese de Marito, lo marco a treinta soles.”

Buscar libros allí es ser cómplice de un hechizo. Hay que adentrarse con la mente en blanco. Son los libros los que te encuentran, así de simple. La última vez que fui, me acompañaron los escritores Jerónimo Pimentel y José Carlos Yrigoyen. Cada quien, a su modo, se perdió entre los rascacielos de medio metro, examinando lomos... Aquella mañana compré “Los anteojos de oro”, deliciosa novela corta de Giorgio Bassani, bajo el cuidado de la legendaria SUR de Argentina… Cuando abandonamos Amazonas, teníamos las manos manchadas, cubiertas de polvillo, pero eso era lo de menos, estábamos sumamente satisfechos.

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