Érase una vez un chico fracasado que conoce a una chica rica y atractiva, se enamoran, rompen y se reconcilian. Pasado un tiempo se casan y tienen hijos, ejerciendo cada uno el oficio que más le gusta, viviendo felices y comiendo perdices. Esta es la base sobre la que Working Title Films construye Wimbledon: el amor está en juego, un film cuya ñoñería y capacidad de irritar al espectador-pagador supera todos los niveles de la productora británica conocida por títulos como Bridget Jones: Sobreviviré o Love Actually (esta última quizá tenía más azúcar que la que nos toca, pero su construcción en historias más o menos paralelas le otorgaba algo más de complejidad).
En las películas de la compañía de Eric Fellner no existen los malos: todos los personajes (si es que se pueden llamar de alguna manera) gozan de una suerte extraordinaria, muchos son graciosos, la mayoría muy guapos/as y, lo más importante, siempre que realizan una acción la hacen pensando en el espectador, decidido (al parecer) a ver una sucesión de secuencias cuyo mayor fundamento es ganar o perder un partido de tenis (aunque damos por supuesto que nunca perderán) o un beso bajo el brillo de un cometa en una playa iluminada por la luz de la luna.
Así, los personajes secundarios -que en principio se observan con capacidad suficiente para amargar la relación de los dos enamorados- se obcecan en no hacer nada, y el ascetismo de la historia pasa a ser un vacío total, permanente y aburrido. Vamos, que un niño de cinco años le podría haber dado más chicha al guión. Y puede que hasta convertir los noventa minutos en cinco, relatando punto por punto la misma historia.
Ah, por cierto, los protagonistas son tenistas y se conocen en el Grand Slam inglés que da nombre al film, el mayor problema al que se enfrentan es a un polvo antes de un partido y no, no es recomendable pagar seis euros para salir con cara atropellada.
Por suerte, la cosa se olvida fácilmente.