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Opinión
Etiquetas | Acuerdos y desacordes
Ana Morilla Carabantes

No está de moda ser ciudadano

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“Soy ciudadano Romano”, era el grito que profería hace unos 2.200 años un reo condenado a 30 latigazos mientras recibía el duro castigo. No gritaba “soy inocente”, sólo repetía, una y otra vez, “soy ciudadano Romano”, reclamando la protección legal y amparo cívico de esa privilegiada categoría; un estatus particular de derechos y deberes que le situaba en una esfera superior al resto de los hombres: la pertenencia activa y decisoria a la República de Roma.

Han pasado más de 22 siglos, y nuestro concepto de ciudadanía en “Estados Sociales y de Derecho” ( es decir en la UE) se recuerda, con displicencia reclamatoria, en multitud de cotidianas circunstancias: desde la subvención para arreglar la fachada, a la beca de estudios o la devolución de IRPF. La categoría de ciudadano, sin embargo, ha perdido, desde su definición de pertenencia a polis o Estado y a pesar de su reformulación en la Revolución Francesa, tanto prestigio como progresivamente ha ido ganando el concepto de individuo, a medida que la ciencia política lo consagraba como titular único de todos los derechos tras la derrota de las ideologías totalitarias o colectivistas en el siglo XX.

Esta “individualización” del ciudadano, ha trascurrido en paralelo, a la sustitución social, exportada de EEUU, del protagonismo de Instituciones y Organizaciones en el tejido asociativo, por lobbies y agrupaciones de intereses mercantiles o ideológicos; proceso que parece enfatizar la idea de que la única forma de agrupación comunitaria sólida y eficaz es la que se basa en la obtención de beneficios para sus miembros en cuanto individuos.

Basta mirar por la ventanilla del avión para entender la ineludible y orgánica socialización que nos define; nuestras normas y leyes, nuestro funcionamiento civil, nuestras pautas de organización comunitaria, nos unen y congregan, y de ellas nos estamos dotando constantemente a través de la implicación democrática, la participación en foros o instituciones, el activismo social o los cauces de expresión y opinión, que regulan nuestro imprescindible contrato social y que requieren, por coherencia, constructividad con las reglas del grupo y asunción de nuestra dimensión colectiva política y social.

Pero ser ciudadano no está de moda, no se exhibe, no se postula como en tiempos de Aristóteles, en que el “egoísmo altruista” definía las aportaciones a la colectividad que agregaban una placentera satisfacción a uno mismo; da la sensación de que aumentan los que creen que toda asociación y organización humana acaba pervirtiéndose, y que frente a la ingenua ( cuando no corrompida) suma de esfuerzos a través de lo colectivo, cabe oponer el trabajo individual y la lucha personal para conseguir las metas propias como único motor real de avance ( EE.UU es un claro ejemplo del triunfo del individualismo elevado a categoría de fe pública y gestión política).

Hay además un auge del liberalismo radical, que nace de connivencias entre las ideologías conservadoras clásicas ( liberalismo económico, retronormativistas, influencias religiosas protestantes...), cuya desconfianza del Estado impregna también el centro derecha actual, y que se mezcla con corrientes individualistas ( escépticos sociales, decepcionados políticos...), altersociales y anarquistas( rechazo de estructuras actuales, pero sin la romántica fuerza contestataria de antaño) y a todos ellos se añaden, cual numerosa masa apátrida, los indiferentes y pasivos.

“ La abstención es un menosprecio a la condición de ciudadanos” dijo Maragall frente a la urna electoral el pasado día 20, y estoy de acuerdo. La abstención es ininterpretable, excepto como claro exilio del propio sistema democrático, y aunque mi adorado Sabina opine que es tan legítimo votar como no hacerlo, nunca será igualmente válido colaborar en la definición de las reglas con las que vivimos, que la pasiva indolencia frente a lo comunitario.

En la abstención, también influye el descrédito de la política, su percepción como asuntos complejos, tecnificados y tensos que sólo persiguen intereses de parte; en ésta percepción entran muchos jóvenes, que sin memoria histórica de las conquistas y privilegios que suponen nuestros derechos y libertades, no entienden ya la política como palanca para cambiar las cosas, para cambiar el mundo o reformarlo -como la entendieron los que lucharon por llegar aquí-; no siempre parecen ser conscientes de que el ciclo valor-acción-cambio empieza en ellos y acaba reflejándose de forma concreta en la vida de las personas.

Ojalá la “Educación para la ciudadanía” esa nueva materia que por obra y gracia de la reforma educativa del Gobierno actual, introduce la Ley de Calidad de la Educación, no se límite a ser una de esas marías, que toquen los códigos progresistas bienpensantes al uso ( medioambiente, paz, igualdad hombres y mujeres...) sino que además de ello, incida ambiciosamente en la restauración del concepto de ciudadanía ( y por tanto de política) entre los jóvenes, a través de la enseñanza de conceptos básicos como democracia, ley, parlamento, debate, consenso o voto, que consigan resucitar entre los más jóvenes la valoración de esos medios como motor cívico.

Estaría bien convertir nuestra democracia representativa, en democracia participativa, y que la implicación contribuyese a marcar el rumbo de los representates políticos, y de ahí a la ultractividad democrática: un ideal con observatorios permanentes de actuaciones públicas y gubernamentales, foros de participación, presupuestos codecididos, cultura de la trasparencia y la rendición de cuentas constante de la Administración, e implicación ciudadana en los procesos políticos decisionales. Pero para ello es necesario que nada nos sea ajeno: ni nuestra ciudad ( a veces parece que sólo incumbe su grado de limpieza), ni nuestros Gobiernos, ni mucho menos, las Instituciones supranacionales como la UE, que suponen el máximo nivel de organización política, la victoria de la articulación de intereses y del contrato social avanzado y que son, además, el mejor indicador del nivel organizativo y de progreso de una sociedad.

Que el sí del referéndum, signifique exigir que la UE mejore y progrese desde el posibilismo; que nuestro sí haya sido a la vez constructivo e inconformista.

El efecto mariposa condiciona todo lo que activamos socialmente, desde lo local a lo supranacional; pongamos de moda ser ciudadano.

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Ana Morilla Carabantes es Asesora en Gestión Pública y comunicación política

No está de moda ser ciudadano

Ana Morilla Carabantes
Ana Morilla
viernes, 25 de febrero de 2005, 23:58 h (CET)
“Soy ciudadano Romano”, era el grito que profería hace unos 2.200 años un reo condenado a 30 latigazos mientras recibía el duro castigo. No gritaba “soy inocente”, sólo repetía, una y otra vez, “soy ciudadano Romano”, reclamando la protección legal y amparo cívico de esa privilegiada categoría; un estatus particular de derechos y deberes que le situaba en una esfera superior al resto de los hombres: la pertenencia activa y decisoria a la República de Roma.

Han pasado más de 22 siglos, y nuestro concepto de ciudadanía en “Estados Sociales y de Derecho” ( es decir en la UE) se recuerda, con displicencia reclamatoria, en multitud de cotidianas circunstancias: desde la subvención para arreglar la fachada, a la beca de estudios o la devolución de IRPF. La categoría de ciudadano, sin embargo, ha perdido, desde su definición de pertenencia a polis o Estado y a pesar de su reformulación en la Revolución Francesa, tanto prestigio como progresivamente ha ido ganando el concepto de individuo, a medida que la ciencia política lo consagraba como titular único de todos los derechos tras la derrota de las ideologías totalitarias o colectivistas en el siglo XX.

Esta “individualización” del ciudadano, ha trascurrido en paralelo, a la sustitución social, exportada de EEUU, del protagonismo de Instituciones y Organizaciones en el tejido asociativo, por lobbies y agrupaciones de intereses mercantiles o ideológicos; proceso que parece enfatizar la idea de que la única forma de agrupación comunitaria sólida y eficaz es la que se basa en la obtención de beneficios para sus miembros en cuanto individuos.

Basta mirar por la ventanilla del avión para entender la ineludible y orgánica socialización que nos define; nuestras normas y leyes, nuestro funcionamiento civil, nuestras pautas de organización comunitaria, nos unen y congregan, y de ellas nos estamos dotando constantemente a través de la implicación democrática, la participación en foros o instituciones, el activismo social o los cauces de expresión y opinión, que regulan nuestro imprescindible contrato social y que requieren, por coherencia, constructividad con las reglas del grupo y asunción de nuestra dimensión colectiva política y social.

Pero ser ciudadano no está de moda, no se exhibe, no se postula como en tiempos de Aristóteles, en que el “egoísmo altruista” definía las aportaciones a la colectividad que agregaban una placentera satisfacción a uno mismo; da la sensación de que aumentan los que creen que toda asociación y organización humana acaba pervirtiéndose, y que frente a la ingenua ( cuando no corrompida) suma de esfuerzos a través de lo colectivo, cabe oponer el trabajo individual y la lucha personal para conseguir las metas propias como único motor real de avance ( EE.UU es un claro ejemplo del triunfo del individualismo elevado a categoría de fe pública y gestión política).

Hay además un auge del liberalismo radical, que nace de connivencias entre las ideologías conservadoras clásicas ( liberalismo económico, retronormativistas, influencias religiosas protestantes...), cuya desconfianza del Estado impregna también el centro derecha actual, y que se mezcla con corrientes individualistas ( escépticos sociales, decepcionados políticos...), altersociales y anarquistas( rechazo de estructuras actuales, pero sin la romántica fuerza contestataria de antaño) y a todos ellos se añaden, cual numerosa masa apátrida, los indiferentes y pasivos.

“ La abstención es un menosprecio a la condición de ciudadanos” dijo Maragall frente a la urna electoral el pasado día 20, y estoy de acuerdo. La abstención es ininterpretable, excepto como claro exilio del propio sistema democrático, y aunque mi adorado Sabina opine que es tan legítimo votar como no hacerlo, nunca será igualmente válido colaborar en la definición de las reglas con las que vivimos, que la pasiva indolencia frente a lo comunitario.

En la abstención, también influye el descrédito de la política, su percepción como asuntos complejos, tecnificados y tensos que sólo persiguen intereses de parte; en ésta percepción entran muchos jóvenes, que sin memoria histórica de las conquistas y privilegios que suponen nuestros derechos y libertades, no entienden ya la política como palanca para cambiar las cosas, para cambiar el mundo o reformarlo -como la entendieron los que lucharon por llegar aquí-; no siempre parecen ser conscientes de que el ciclo valor-acción-cambio empieza en ellos y acaba reflejándose de forma concreta en la vida de las personas.

Ojalá la “Educación para la ciudadanía” esa nueva materia que por obra y gracia de la reforma educativa del Gobierno actual, introduce la Ley de Calidad de la Educación, no se límite a ser una de esas marías, que toquen los códigos progresistas bienpensantes al uso ( medioambiente, paz, igualdad hombres y mujeres...) sino que además de ello, incida ambiciosamente en la restauración del concepto de ciudadanía ( y por tanto de política) entre los jóvenes, a través de la enseñanza de conceptos básicos como democracia, ley, parlamento, debate, consenso o voto, que consigan resucitar entre los más jóvenes la valoración de esos medios como motor cívico.

Estaría bien convertir nuestra democracia representativa, en democracia participativa, y que la implicación contribuyese a marcar el rumbo de los representates políticos, y de ahí a la ultractividad democrática: un ideal con observatorios permanentes de actuaciones públicas y gubernamentales, foros de participación, presupuestos codecididos, cultura de la trasparencia y la rendición de cuentas constante de la Administración, e implicación ciudadana en los procesos políticos decisionales. Pero para ello es necesario que nada nos sea ajeno: ni nuestra ciudad ( a veces parece que sólo incumbe su grado de limpieza), ni nuestros Gobiernos, ni mucho menos, las Instituciones supranacionales como la UE, que suponen el máximo nivel de organización política, la victoria de la articulación de intereses y del contrato social avanzado y que son, además, el mejor indicador del nivel organizativo y de progreso de una sociedad.

Que el sí del referéndum, signifique exigir que la UE mejore y progrese desde el posibilismo; que nuestro sí haya sido a la vez constructivo e inconformista.

El efecto mariposa condiciona todo lo que activamos socialmente, desde lo local a lo supranacional; pongamos de moda ser ciudadano.

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Ana Morilla Carabantes es Asesora en Gestión Pública y comunicación política

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