Soy uno de los millones de españoles que pensaban acudir este domingo, como ovejitas, a ejercer el ritual que se nos permite realizar una vez cada cuatro años: depositar en la urna una papeleta con el nombre del señor que quiero que mande a partir de ahora. A pesar de que sólo pueden ganar dos, tengo en la mano decenas de papeletas, en las que aparecen personas a las que dejan presentarse para que hagan bulto y demostrar a todo el mundo que somos muy democráticos y que todos tenemos las mismas oportunidades.
Desde las últimas elecciones, ninguno de estos dos señores se ha preocupado por mis problemas. Muchas personas de mi entorno han perdido su trabajo por culpa de la avaricia de sus amigos banqueros y empresarios, y yo aguanto en un trabajo mal pagado y sin ningún futuro, sin poder abrir la boca para protestar, no sea que acabe uniéndome a esos 5 millones que están aún peor que yo.
Estos dos señores se han limitado todo este tiempo a quedarse cruzados de brazos, mirando para otro lado, mientras nos ahogaba una crisis causada por aquellos que durante años se enriquecían a nuestra costa y ahora se esconden bajo las piedras para no pagar por sus excesos.
Ahora, estos dos señores quieren ser nuestros mejores amigos, quieren que les votemos, que depositemos en ellos nuestra confianza para que gobiernen durante los próximos cuatro años. Para convencernos, quieren hacernos creer que solucionarán los problemas que ellos mismos han creado. Pero es demasiado tarde. Ya estamos hartos. Hartos de ellos, de sus amigos y compinches, y de cómo abusaron de nuestra confianza.
Como otros muchos españoles, yo afrontaba estas elecciones con desgana y resignación, preparado para elegir la opción menos mala, hasta que un día, sin venir a cuento, me di cuenta de que no estaba solo. Había miles de ovejitas a mi alrededor, preguntándose las unas a las otras por qué no intentarlo. Por qué no negarse a pasar por el aro. Por qué no juntarse todos en una plaza del centro a ver si pasa algo.
Y vaya si pasó. Y sigue pasando mientras escribo estas líneas. Los políticos ven peligrar su “democracia” y tienen miedo. Miedo de que hayamos decidido dejar de seguirles el juego y de que se les haya acabado el chollo para siempre. Mientras seguían preocupados pensando a cuál de ellos beneficiarían más las protestas, no se daban cuenta de que en realidad son todos ellos los que sobran aquí.
Y ahora ya no hay vuelta atrás. Lo que era una tímida protesta se ha convertido en un potente movimiento de ciudadanos que quieren un cambio, y se verá reflejado en las urnas, ya sea con votos en blanco, nulos o abstenciones. Los intentos de aplacarlo por parte de la Junta Electoral prohibiendo las movilizaciones no lograrán su objetivo. Si desalojan una plaza, se acampará en otra. Si tratan de acallar una voz, gritarán diez en su lugar. Pero esto se acabó: ya no somos ovejitas.