No solamente los nacionalismos se apropian por la fuerza de los símbolos identitarios de una colectividad. Cualquier entidad que pretenda agrupar un todo social bajo su manto ve en el símbolo nacional un aliado impagable.
Los símbolos, creaciones humanas, se estampan en las camisetas de los equipos deportivos sumando a éstos un valor que sobrepasa lo meramente lúdico. Los símbolos demuestran la adhesión cultural-identitaria del equipo, del jugador, de los seguidores.
Tanto es así que en situaciones extremas, un equipo puede hacerse abanderado (literalmente) de una comunidad y presentarse como defensor del territorio o adalid de la reconquista ideológica representada en la coreografía sobre el terreno de juego. Como si de una cuidada dramatización litúrgica se tratara, como si nos encontráramos ante una lucha mítica que devuelve a la tierra el escenario final de la lucha entre el bien y el mal.
Cada bando, claro, piensa que él mismo sustenta el cetro del bien y son siempre los otros la encarnación del mal.
Quizás dentro de lo trepidante del momento emocional no accede uno a las perversiones de la generalización, y aunque un partido de fútbol sea simbólicamente más que un partido de fútbol, un equipo no es un territorio.
Puede que, como todo símbolo, pretenda afianzarse territorialmente y dominar las áreas terrenas sobre las que en principio se extiende. El dominio del pensamiento se queda en nada si no se traduce en dominio de la tierra i de quienes la habitan. Pero el territorio conoce diversidades que la exigencia de homogeneidad pasa por alto. La generalización incorpora lo que le es extraño y avanza, pues, hacia la unidad inamovible y estática.
Pretende la foto fija de un determinado caudal social que, por definición, no puede sino fluir.