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Gustave Courbet o cómo ser tu propio jefe de prensa

“Courbetirse” o morir

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Pocas pinturas han sido tan históricamente polémicas como los muslos de afelpada geometría de El Origen del Mundo de Gustave Courbet. Ahora el Museo Nacional de Arte de Catalunya acoge una exposición sobre el maestro francés y aunque la lúbrica joya es un claro ausente – quizás por el rosario de secuestros, pérdidas y ocultaciones que la circundan -, recorrer las paredes del MNAC es impregnarse de una voluptuosidad, de un ardor por el detalle y por la realidad sin trampas que, como el fuego de los dioses, permanece en todo su crepitar de humeantes llamas más allá del tiempo. Courbet supo mejor que nadie escandalizar y encandilar al espectador del XIX y aún hoy, por mucho que nos empeñemos en destacar únicamente su virtuosismo pictórico, no podemos evitar cierto calor de entrepierna cuando sus carnosas modelos nos contemplan desde los marcos. Nos golpea en pleno siglo XXI, y eso que creemos llevarle cinco minutos de adelanto en lo que se refiere a transgresión.

De Courbet sabemos que era un premarxista, un firme defensor de los derechos del proletariado y la democratización del arte, y tal vez por ello no hizo remilgos entre los cueros de la asalariada y los de la ociosa de blancos y redondos senos. Pintores como Delacroix criticaron su pasión por detalles vanos cuando, desoyendo todo academicismo, no omitió de la obra el vello público de sus musas. Sus desnudos eran una forma de combatir la dichosa manía de maquillar la realidad, al igual que su costumbrismo era beligerante e igualitario, y así levantó, Courbet, los velos de la sociedad y los visos de las mujeres. Nos descubrió la ambigüedad sexual – Las Amigas -, nos abrió la puerta de su mundo más íntimo y sus referentes – El Estudio – y criticó el clasicismo imperante en el último suspiro de un hombre corriente tratado con toda la pompa de la historia – El Entierro en Ornans-.

Pero si por algo destacó el fundador del realismo pictórico es porque supo antes que muchos la importancia que tiene para un artista convertirse él mismo en símbolo y obra, inventarse como personaje para su público, con el riesgo de no saber, de tanto gastarlo, qué es peluca y qué es persona. Si hasta se confeccionó un apodo, se denominó a sí mismo “El hombre más arrogante de toda Francia”, y trabajó su ego henchido con tanto cuidado como sus cuadros. Era malcarado, engreído, ruidoso, un provinciano alborotador y siempre indignado con el establisment de la época; el Jimmy Jiménez Arnau del Segundo Imperio… y lo que le costó serlo. Se convirtió en su propio agente de prensa y no dudó ni un instante en vender fotografías de sus cuadros para darse a conocer y escribir notas a los medios para anunciar la venta de sus obras. Al principio de su bien trabada carrera y después de uno de tantos rechazos, dijo que había pintado el cuadro para ese fin, ser rechazado, y deseó con toda su alma que le otorgaran la Legión de Honor para luego despreciarla sin miramientos.

Entre el deseo de gustar y el de ser aborrecido, lo único que nunca quiso fue pasar inadvertido. Y de hecho, lo logró, todavía lo sigue logrando. El pasado mes de febrero se desató la polémica cuando Facebook canceló la cuenta de un usuario por haber utilizado El Origen del Mundo como foto de perfil. Son los ecos de un estrépito post mortem, el polémico puro que sobrecoge aún en la tumba. En un momento en que el arte es más democrático que nunca – aunque jamás lo es del todo -, Gustave Courbet nos enseña que el artista debe ser creador de sí mismo, más si cabe cuando individualizarse hoy es copiar a otros. Y tú, ¿cómo vas a courbetirte?

“Courbetirse” o morir

Gustave Courbet o cómo ser tu propio jefe de prensa
Beatriz García
martes, 10 de mayo de 2011, 07:29 h (CET)
Pocas pinturas han sido tan históricamente polémicas como los muslos de afelpada geometría de El Origen del Mundo de Gustave Courbet. Ahora el Museo Nacional de Arte de Catalunya acoge una exposición sobre el maestro francés y aunque la lúbrica joya es un claro ausente – quizás por el rosario de secuestros, pérdidas y ocultaciones que la circundan -, recorrer las paredes del MNAC es impregnarse de una voluptuosidad, de un ardor por el detalle y por la realidad sin trampas que, como el fuego de los dioses, permanece en todo su crepitar de humeantes llamas más allá del tiempo. Courbet supo mejor que nadie escandalizar y encandilar al espectador del XIX y aún hoy, por mucho que nos empeñemos en destacar únicamente su virtuosismo pictórico, no podemos evitar cierto calor de entrepierna cuando sus carnosas modelos nos contemplan desde los marcos. Nos golpea en pleno siglo XXI, y eso que creemos llevarle cinco minutos de adelanto en lo que se refiere a transgresión.

De Courbet sabemos que era un premarxista, un firme defensor de los derechos del proletariado y la democratización del arte, y tal vez por ello no hizo remilgos entre los cueros de la asalariada y los de la ociosa de blancos y redondos senos. Pintores como Delacroix criticaron su pasión por detalles vanos cuando, desoyendo todo academicismo, no omitió de la obra el vello público de sus musas. Sus desnudos eran una forma de combatir la dichosa manía de maquillar la realidad, al igual que su costumbrismo era beligerante e igualitario, y así levantó, Courbet, los velos de la sociedad y los visos de las mujeres. Nos descubrió la ambigüedad sexual – Las Amigas -, nos abrió la puerta de su mundo más íntimo y sus referentes – El Estudio – y criticó el clasicismo imperante en el último suspiro de un hombre corriente tratado con toda la pompa de la historia – El Entierro en Ornans-.

Pero si por algo destacó el fundador del realismo pictórico es porque supo antes que muchos la importancia que tiene para un artista convertirse él mismo en símbolo y obra, inventarse como personaje para su público, con el riesgo de no saber, de tanto gastarlo, qué es peluca y qué es persona. Si hasta se confeccionó un apodo, se denominó a sí mismo “El hombre más arrogante de toda Francia”, y trabajó su ego henchido con tanto cuidado como sus cuadros. Era malcarado, engreído, ruidoso, un provinciano alborotador y siempre indignado con el establisment de la época; el Jimmy Jiménez Arnau del Segundo Imperio… y lo que le costó serlo. Se convirtió en su propio agente de prensa y no dudó ni un instante en vender fotografías de sus cuadros para darse a conocer y escribir notas a los medios para anunciar la venta de sus obras. Al principio de su bien trabada carrera y después de uno de tantos rechazos, dijo que había pintado el cuadro para ese fin, ser rechazado, y deseó con toda su alma que le otorgaran la Legión de Honor para luego despreciarla sin miramientos.

Entre el deseo de gustar y el de ser aborrecido, lo único que nunca quiso fue pasar inadvertido. Y de hecho, lo logró, todavía lo sigue logrando. El pasado mes de febrero se desató la polémica cuando Facebook canceló la cuenta de un usuario por haber utilizado El Origen del Mundo como foto de perfil. Son los ecos de un estrépito post mortem, el polémico puro que sobrecoge aún en la tumba. En un momento en que el arte es más democrático que nunca – aunque jamás lo es del todo -, Gustave Courbet nos enseña que el artista debe ser creador de sí mismo, más si cabe cuando individualizarse hoy es copiar a otros. Y tú, ¿cómo vas a courbetirte?

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