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Cosas que le sucedían… Muchas de ellas dejaron su huella. –Larga huella, por cierto…

Alejandra Alejandra, mujer sonde las haya. Sí Señor (V)

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Auroravarela

A Alejandra le gustaba ir al cementerio los fines de semana y comprar un ramo de rosas para el abuelo en una de las muchas floristerías que había a lo largo del camino. A Alejandra le gustaba ver cuanto tiempo habían vivido los muertos en este mundo, y también ver sus fotografías en las lápidas de piedra. Decía que las sepulturas que estaban al lado de los árboles eran las más afortunadas. Había siempre pajaritos volando por los alrededores.

Practicaba a conducir el coche por las calles del cementerio del Este, que así se llama, con sólo diez años, ya lo hacía al lado de su madre y madrina.

Se recorría el cementerio viendo tumbas todos los fines de semana, en ocasiones unas las habían robado, en otras había algún cráneo al aire o un ataúd de un adulto o un niño. Decían que los robaban para los estudiantes de medicina, que los pagaban bien. Los ataúdes tenían dentro telas de araña, las telas se habían roto por los años.

Sintió alivio cuando pusieron la incineradora pues ella quería incinerarse y no ser enterrada.

Alejandra sufrió cuando enterraron a su padre y se lo imaginó pudriéndose muchas noches, noches que las pasó sin poder dormir cuando pensaba. Muchas horas sin dormir.

Se enamoró de uno de sus profesores de matemáticas al que no supo resolverle un problema fácil. Su amiga se rió de ella, incluso quiso dejar de hablarle.

El padre de Alejandra un día encontró un cachorrito de pelo negro en El Junquito, y se lo llevó. Le pusieron por nombre Fofita, era muy juguetona y escondía la comida detrás de los sofás de la sala. Luego se la dieron a los anteriores porteros del edificio, que compraron el piso D de la planta nueve del edificio, y con el tiempo se lo llevaron para un gran galpón y oyó decir que les viviera muchos años.

La hermana de Alejandra recogía pichones enfermos y los curaba. Luego les dejaba en libertad en un sitio bonito.

Se desmoronaba ante los fracasos, pero levantaba pronto cabeza, y muy alto.

Los fines de semana la familia iba a la casa del pueblo, allí estaban sus otros tres hermanos hombres, que no habían querido irse a Caracas, preferían ir y volver a la Universidad, que estar allí. Sus hermanos eran muy guapos, aunque dos de ellos se hicieran la rinoplastia para estar más a gusto con su físico.

Se llamaban Juell Raúl, Néstor Paulett y Rodolfo Niestierw.

Raúl había nacido en Canarias en un viaje de sus padres, aunque todo hay que decirlo, no se lo esperaban, nació a los siete meses de gestación.

Néstor y Rodolfo nacieron en la clínica del pueblo y su padre decía que eran los niños más hermosos que nacieran en esa clínica, sin duda, amor era de padre.

Néstor y Rodolfo se llevaban muy bien, eran además de hermanos, confidenciales amigos.

El hermano que más quería Alejandra era a Raúl, pues era más solitario, más suyo, y eso a ella le gustaba. Raúl era alto, de pelo castaño y ojos azules como su padre. Llegó a ser arquitecto, todos estaban orgullosos de él pues sacara muy buenas notas, las mejores de toda la universidad hasta la fecha. Néstor, menos estudioso, decía que era un chapón.

Néstor era bajito, y de sus continuos viajes a Colombia sacó su marcado acento colombiano. Comía mucho arroz y le gustaban mucho las chicas, la buena vida, el no trabajar y que todo se lo hicieran los demás.

Trabajó como camarero mucho tiempo en Les Trincheruells de Valencia, no por falta de dinero, sino porque quería hacerlo. Le pareció un trabajo apetecible y quiso desempeñarlo. Luego ingresó en la universidad, pero llegó a graduarse tarde de Filosofía y Letras. Era un chico menudito, pero de buen conformar en las relaciones amorosas.

Néstor llamaba siempre a su familia cuando estaba en Les Trincheruells, le decía que estaba bien, que se bañara en las aguas termales, que había japoneses que se bañaban en la piscina de los cien grados centígrados.

Había muchos extranjeros en Les Trincheruells. Era un sitio de aguas volcánicas, del nivel uno, buenas para muchas cosas. Para la salud de los huesos, para muchas enfermedades, por eso iba gente de muchos sitios, de Colombia, del Estado Zulia, Falcón, de Los Llanos, del Estado Amazonas, del Delta Amacuro, de Caracas, de Maracay, de Los Teques, del Estado Monagas y del Portuguesa. También de Brasil, Bolivia y Perú.

Néstor consideraba a Les Trincheruells como su segunda casa. Lo era de veras. Le trataban muy bien las cocineras, los habituales del lugar, las chicas de la limpieza...

A él lo que más le gustaba era servir platos de arroz con pollo. Su comida favorita y que nunca faltaba en los almuerzos del lugar. En el desayuno siempre había perico, comida típica de Venezuela. Y como no, también había el famoso pabellón criollo que servían para almorzar.

Néstor se llevaba muy bien con dos monjas llamadas Rosa y Lourdes, la primera era española y la segunda colombiana. Iban a las aguas para curar sus enfermedades y de paso aprovechaban para vestirse de paisanas, jugar a las cartas por las noches, dar paseos por los alrededores y coquetear con los extranjeros. Les gustaba vestirse de corto, usar el traje de baño, hablar sin prejuicios de toda clase de temas con todos, y otra cosa, no decir que eran religiosas. Era su escape, quien sabe si necesario.

Rodolfo nunca había querido demasiado a nadie, porque habría de hacerlo. Era autosuficiente, pero le gustaba relacionarse con Néstor, pues coincidía con él en muchas cosas. Llegó a dedicarse a la relojería, y era un buen relojero que incluso llegó a diseñar magníficos relojes, y también hay que decirlo, a hacer imitaciones de prestigiosas marcas. Esto es un secreto.

Rodolfo no hizo carrera, pero tenía las paredes de su despacho de relojero llenas de diplomas de todo tipo de cursos, uno incluso de cuidado de plantas, y otro, de ayuda en las cínicas de los veterinarios.

Rodolfo supo lo que quería desde pequeño y como su hermana Alejandra compró un caballo, pero blanco con pintas negras, de pura raza andaluza. En garbo y elegancia le hacía competencia a Conde. Y si le dieran a elegir a alguien, seguramente tendría que pensarlo.

Rodolfo aprendiera dialectos indígenas y se comunicaba con ellos cuando iba al Amazonas. En ocasiones, hasta los indígenas le iban a visitar a su gran relojería, y él les dejaba dormir allí dentro en una colchoneta.

A Rodolfo no le gustaba cobrar sólo por ponerle pilas a los relojes. Le gustaba tener todos los relojes en la misma hora. Hizo una composición con los tic tac toc de los relojes y con sus melodías ganó un premio a la mejor idea, de un prestigioso concurso de televisión al que se había apuntado.

No se andaba con medias tintas a la hora de decirle a una mujer que quería salir con ella. Así, tampoco se derrumbaba si recibía un “no” por respuesta. El que no lo intenta, puede lamentarlo toda la vida. Otros también hacen lo mismo, si les sale mal, por lo menos saben que lo han intentado.

Pero Rodolfo empezó a sentirse nervioso cuando tenía treinta y cuatro años y aún no se había casado. Tenía quizás que acostumbrarse a esa idea, no todo tenía porque ser como él lo había soñado. Quizás exista el destino.

Él se sacó unas fotos pecaminosas, desnudo, en una playa de arena negra, cuando perdió por unos instantes la cordura. La policía lo sorprendió, acto seguido se vistió rápidamente con sus prendas, aquellas que dejara sobre la blanca arena. Le llevaron a declarar por sus acciones y contó lo que le pasaba, que por unos instantes se volvió loco, le dio la luna.

Rodolfo hizo tres álbumes de fotografías en pelotas que su madre le retiró y según dijo, rompiera y pusiera en la basura.

En algunas de ellas, Rodolfo se ponía un pañuelo al cuello y un sombrero. En otras, cogía una pistola, otras un cuchillo. Era todo un espectáculo.

Rodolfito no se andaba con medias tintas cuando tomaba una decisión importante. Buena o mala. No creía en los mitos ni en las leyendas.

Le habían hecho mucho daño unos amigos. Le habían herido duro. Ese fue uno de los motivos por los que vivía a la sombra.

Don Rodolfo iba a las casas de los familiares de su padre para llevarles relojes. De paso, comía con ellos o se tomaba una copa de brandy.

Alejandra iba todos los fines de semana a la relojería de Rodolfo y se quedaba mirando las nuevas y valiosas adquisiciones. Llevaba al gatito Minio que se quedaba hipnotizado mirando el péndulo de los relojes de pie más grandes.

A ese gatito también le gustaba ver la televisión. Se aposentaba en un cojín y no le sacaba ojo de encima a los programas. El perro de la familia de Alejandra era marrón y de pelo corto. Vivía en libertad, pero no podía escapar pues la casa estaba correctamente cercada por muros de piedra.

A Duque le gustaba comer paté, pollo bien preparado. La comidita toda cocida, también las croquetas de alta gama.

Alejandra le gustaba jugar con Duque en el jardín, cargarlo en brazos y pasearlo como si fuese un bebé. El perrito llegó a estar atontado por todos esos cuidados.

Alejandra Alejandra, mujer sonde las haya. Sí Señor (V)

Cosas que le sucedían… Muchas de ellas dejaron su huella. –Larga huella, por cierto…
Aurora Peregrina Varela Rodriguez
domingo, 26 de marzo de 2017, 12:37 h (CET)

Auroravarela

A Alejandra le gustaba ir al cementerio los fines de semana y comprar un ramo de rosas para el abuelo en una de las muchas floristerías que había a lo largo del camino. A Alejandra le gustaba ver cuanto tiempo habían vivido los muertos en este mundo, y también ver sus fotografías en las lápidas de piedra. Decía que las sepulturas que estaban al lado de los árboles eran las más afortunadas. Había siempre pajaritos volando por los alrededores.

Practicaba a conducir el coche por las calles del cementerio del Este, que así se llama, con sólo diez años, ya lo hacía al lado de su madre y madrina.

Se recorría el cementerio viendo tumbas todos los fines de semana, en ocasiones unas las habían robado, en otras había algún cráneo al aire o un ataúd de un adulto o un niño. Decían que los robaban para los estudiantes de medicina, que los pagaban bien. Los ataúdes tenían dentro telas de araña, las telas se habían roto por los años.

Sintió alivio cuando pusieron la incineradora pues ella quería incinerarse y no ser enterrada.

Alejandra sufrió cuando enterraron a su padre y se lo imaginó pudriéndose muchas noches, noches que las pasó sin poder dormir cuando pensaba. Muchas horas sin dormir.

Se enamoró de uno de sus profesores de matemáticas al que no supo resolverle un problema fácil. Su amiga se rió de ella, incluso quiso dejar de hablarle.

El padre de Alejandra un día encontró un cachorrito de pelo negro en El Junquito, y se lo llevó. Le pusieron por nombre Fofita, era muy juguetona y escondía la comida detrás de los sofás de la sala. Luego se la dieron a los anteriores porteros del edificio, que compraron el piso D de la planta nueve del edificio, y con el tiempo se lo llevaron para un gran galpón y oyó decir que les viviera muchos años.

La hermana de Alejandra recogía pichones enfermos y los curaba. Luego les dejaba en libertad en un sitio bonito.

Se desmoronaba ante los fracasos, pero levantaba pronto cabeza, y muy alto.

Los fines de semana la familia iba a la casa del pueblo, allí estaban sus otros tres hermanos hombres, que no habían querido irse a Caracas, preferían ir y volver a la Universidad, que estar allí. Sus hermanos eran muy guapos, aunque dos de ellos se hicieran la rinoplastia para estar más a gusto con su físico.

Se llamaban Juell Raúl, Néstor Paulett y Rodolfo Niestierw.

Raúl había nacido en Canarias en un viaje de sus padres, aunque todo hay que decirlo, no se lo esperaban, nació a los siete meses de gestación.

Néstor y Rodolfo nacieron en la clínica del pueblo y su padre decía que eran los niños más hermosos que nacieran en esa clínica, sin duda, amor era de padre.

Néstor y Rodolfo se llevaban muy bien, eran además de hermanos, confidenciales amigos.

El hermano que más quería Alejandra era a Raúl, pues era más solitario, más suyo, y eso a ella le gustaba. Raúl era alto, de pelo castaño y ojos azules como su padre. Llegó a ser arquitecto, todos estaban orgullosos de él pues sacara muy buenas notas, las mejores de toda la universidad hasta la fecha. Néstor, menos estudioso, decía que era un chapón.

Néstor era bajito, y de sus continuos viajes a Colombia sacó su marcado acento colombiano. Comía mucho arroz y le gustaban mucho las chicas, la buena vida, el no trabajar y que todo se lo hicieran los demás.

Trabajó como camarero mucho tiempo en Les Trincheruells de Valencia, no por falta de dinero, sino porque quería hacerlo. Le pareció un trabajo apetecible y quiso desempeñarlo. Luego ingresó en la universidad, pero llegó a graduarse tarde de Filosofía y Letras. Era un chico menudito, pero de buen conformar en las relaciones amorosas.

Néstor llamaba siempre a su familia cuando estaba en Les Trincheruells, le decía que estaba bien, que se bañara en las aguas termales, que había japoneses que se bañaban en la piscina de los cien grados centígrados.

Había muchos extranjeros en Les Trincheruells. Era un sitio de aguas volcánicas, del nivel uno, buenas para muchas cosas. Para la salud de los huesos, para muchas enfermedades, por eso iba gente de muchos sitios, de Colombia, del Estado Zulia, Falcón, de Los Llanos, del Estado Amazonas, del Delta Amacuro, de Caracas, de Maracay, de Los Teques, del Estado Monagas y del Portuguesa. También de Brasil, Bolivia y Perú.

Néstor consideraba a Les Trincheruells como su segunda casa. Lo era de veras. Le trataban muy bien las cocineras, los habituales del lugar, las chicas de la limpieza...

A él lo que más le gustaba era servir platos de arroz con pollo. Su comida favorita y que nunca faltaba en los almuerzos del lugar. En el desayuno siempre había perico, comida típica de Venezuela. Y como no, también había el famoso pabellón criollo que servían para almorzar.

Néstor se llevaba muy bien con dos monjas llamadas Rosa y Lourdes, la primera era española y la segunda colombiana. Iban a las aguas para curar sus enfermedades y de paso aprovechaban para vestirse de paisanas, jugar a las cartas por las noches, dar paseos por los alrededores y coquetear con los extranjeros. Les gustaba vestirse de corto, usar el traje de baño, hablar sin prejuicios de toda clase de temas con todos, y otra cosa, no decir que eran religiosas. Era su escape, quien sabe si necesario.

Rodolfo nunca había querido demasiado a nadie, porque habría de hacerlo. Era autosuficiente, pero le gustaba relacionarse con Néstor, pues coincidía con él en muchas cosas. Llegó a dedicarse a la relojería, y era un buen relojero que incluso llegó a diseñar magníficos relojes, y también hay que decirlo, a hacer imitaciones de prestigiosas marcas. Esto es un secreto.

Rodolfo no hizo carrera, pero tenía las paredes de su despacho de relojero llenas de diplomas de todo tipo de cursos, uno incluso de cuidado de plantas, y otro, de ayuda en las cínicas de los veterinarios.

Rodolfo supo lo que quería desde pequeño y como su hermana Alejandra compró un caballo, pero blanco con pintas negras, de pura raza andaluza. En garbo y elegancia le hacía competencia a Conde. Y si le dieran a elegir a alguien, seguramente tendría que pensarlo.

Rodolfo aprendiera dialectos indígenas y se comunicaba con ellos cuando iba al Amazonas. En ocasiones, hasta los indígenas le iban a visitar a su gran relojería, y él les dejaba dormir allí dentro en una colchoneta.

A Rodolfo no le gustaba cobrar sólo por ponerle pilas a los relojes. Le gustaba tener todos los relojes en la misma hora. Hizo una composición con los tic tac toc de los relojes y con sus melodías ganó un premio a la mejor idea, de un prestigioso concurso de televisión al que se había apuntado.

No se andaba con medias tintas a la hora de decirle a una mujer que quería salir con ella. Así, tampoco se derrumbaba si recibía un “no” por respuesta. El que no lo intenta, puede lamentarlo toda la vida. Otros también hacen lo mismo, si les sale mal, por lo menos saben que lo han intentado.

Pero Rodolfo empezó a sentirse nervioso cuando tenía treinta y cuatro años y aún no se había casado. Tenía quizás que acostumbrarse a esa idea, no todo tenía porque ser como él lo había soñado. Quizás exista el destino.

Él se sacó unas fotos pecaminosas, desnudo, en una playa de arena negra, cuando perdió por unos instantes la cordura. La policía lo sorprendió, acto seguido se vistió rápidamente con sus prendas, aquellas que dejara sobre la blanca arena. Le llevaron a declarar por sus acciones y contó lo que le pasaba, que por unos instantes se volvió loco, le dio la luna.

Rodolfo hizo tres álbumes de fotografías en pelotas que su madre le retiró y según dijo, rompiera y pusiera en la basura.

En algunas de ellas, Rodolfo se ponía un pañuelo al cuello y un sombrero. En otras, cogía una pistola, otras un cuchillo. Era todo un espectáculo.

Rodolfito no se andaba con medias tintas cuando tomaba una decisión importante. Buena o mala. No creía en los mitos ni en las leyendas.

Le habían hecho mucho daño unos amigos. Le habían herido duro. Ese fue uno de los motivos por los que vivía a la sombra.

Don Rodolfo iba a las casas de los familiares de su padre para llevarles relojes. De paso, comía con ellos o se tomaba una copa de brandy.

Alejandra iba todos los fines de semana a la relojería de Rodolfo y se quedaba mirando las nuevas y valiosas adquisiciones. Llevaba al gatito Minio que se quedaba hipnotizado mirando el péndulo de los relojes de pie más grandes.

A ese gatito también le gustaba ver la televisión. Se aposentaba en un cojín y no le sacaba ojo de encima a los programas. El perro de la familia de Alejandra era marrón y de pelo corto. Vivía en libertad, pero no podía escapar pues la casa estaba correctamente cercada por muros de piedra.

A Duque le gustaba comer paté, pollo bien preparado. La comidita toda cocida, también las croquetas de alta gama.

Alejandra le gustaba jugar con Duque en el jardín, cargarlo en brazos y pasearlo como si fuese un bebé. El perrito llegó a estar atontado por todos esos cuidados.

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