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Hace mil setecientos años, los romanos culparon a los judíos de un crimen que ellos habían cometido, y sembraron las raíces del antisemitismo europeo convirtiéndoles en el pueblo deicida

Mentiras y crímenes de Estado

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Tres siglos antes, una fría mañana del mes de Nissan, que en el antiguo calendario lunar hebreo se corresponde con el de abril, un grupo de élite de las fuerzas romanas de ocupación –la Cohorte de Veteranos–, subió por la ladera del monte de los Olivos y apresó al líder mesiánico galileo Yeshua bar Abba, que se encontraba allí orando acompañado por algunos de sus acólitos.

En el juicio sumarísimo que siguió a su detención, Yeshua fue hallado culpable del delito de sedición, castigado por la ley romana con la pena de muerte por crucifixión. La sentencia se ejecutó en la colina del Gólgota, conocida también como el monte de la Calavera o Calvario, en las afueras de la ciudad de Jerusalén.

Sin embargo, según una tradición cristiana apócrifa, la crucifixión se llevó a cabo en el monte de los Olivos, y la cruz de su martirio fue levantada en el mismo lugar donde Yeshua estaba orando en el momento de ser arrestado: el Dominus Flevit, el lugar donde “el Señor lloró”.

Durante el proceso que se celebró en el Pretorio, en las dependencias de la Torre Antonia, sede del poder romano en Jerusalén, muchos simpatizantes de Yeshua, incluidos los sacerdotes fariseos encabezados por Caifás, se presentaron ante el procurador romano para pedir la absolución y puesta en libertad de Yeshua bar Abba. El trágico desenlace es bien conocido.

Trescientos años después, el conjunto de enseñanzas que Yeshua predicara a sus discípulos a orillas del mar Muerto, se había convertido en una doctrina seguida por miles de fieles en todo el mundo conocido. Hasta tal punto había calado la fe cristiana en las provincias del Imperio Romano, que el emperador Constantino decidió hacerla suya poniendo fin a las persecuciones contra los cristianos.

La tradición cristiana primigenia se basaba en una serie de relatos transmitidos oralmente en arameo, la lengua común que se hablaba en Palestina en tiempos de Cristo, ya que el hebreo clásico estaba reservado al uso litúrgico y sólo lo conocían los llamados doctores de la Ley. Por otra parte, los primeros textos cristianos fueron escritos en griego y contenían errores de transcripción que se habían producido al trasladarlos del arameo al griego. Con las sucesivas copias que se hicieron de los textos evangélicos, estos equívocos se fueron acumulando a lo largo de trescientos años, dando lugar a nuevos errores. Estas inexactitudes se incrementaron cuando, a principios del siglo V, y por encargo de los padres conciliares de la Iglesia, san Jerónimo tradujo las Escrituras del griego al latín.

El caso fue que, de forma premeditada o no, los escribas griegos del siglo IV se pusieron a trabajar febrilmente e introdujeron importantes novedades en las Escrituras para dejar en mejor lugar a las autoridades romanas de Judea que sentenciaron a muerte a Yeshua bar Abba.

Para empezar, había que exculpar al juez romano que dictó la sentencia de muerte, así que el episodio del Pretorio quedó sensiblemente desvirtuado y la figura de Yeshua bar Abba se desdobló en la de un indefenso Yeshua, todo bondad y resignación, y en la de un malvado bandido llamado Bar Abba, que los escribas griegos transcribieron como Barrabás, y cuya libertad exigían puño en alto unos furibundos sacerdotes hebreos a los que al final se responsabilizó de la muerte de Yeshua, ya convertido en Jesucristo tras su pertinente helenización.

Y así fue cómo, por razones de Estado, se criminalizó a todos los judíos por la infame muerte de un hombre que se convirtió en Dios por obra de sus propios verdugos.
¿Sucederá lo mismo con Osama ben Laden? No lo sé. Pero si era culpable, me habría gustado que su culpabilidad hubiese quedado demostrada por un tribunal internacional, en un juicio público con luz y taquígrafos.

Los pelotones de ejecución, ya sea en el monte de los Olivos, en las afueras de Bengasi, o en los suburbios de Islamabad, nunca traen nada bueno y “hacen llorar al Señor”. No se puede blasonar de cristiano y jalear un sórdido asesinato.

El congresista demócrata norteamericano Hiram Johnson, dijo lo siguiente en 1917: “la primera víctima de la guerra es la verdad”. Recientemente Julian Assange, fundador de Wikileaks, ha hecho suya la frase. Si es extraditado, Assange se enfrenta a una sentencia de muerte en Estados Unidos por haber difundido supuestos secretos de Estado. En realidad, un puñado de chismes insustanciales.

¿También felicitaremos al presidente Obama si finalmente Assange es ejecutado por difundir información clasificada? Si es así, entonces cabe preguntarse ¿quién será el siguiente?

Mentiras y crímenes de Estado

Hace mil setecientos años, los romanos culparon a los judíos de un crimen que ellos habían cometido, y sembraron las raíces del antisemitismo europeo convirtiéndoles en el pueblo deicida
Antonio Pérez Omister
viernes, 6 de mayo de 2011, 07:28 h (CET)
Tres siglos antes, una fría mañana del mes de Nissan, que en el antiguo calendario lunar hebreo se corresponde con el de abril, un grupo de élite de las fuerzas romanas de ocupación –la Cohorte de Veteranos–, subió por la ladera del monte de los Olivos y apresó al líder mesiánico galileo Yeshua bar Abba, que se encontraba allí orando acompañado por algunos de sus acólitos.

En el juicio sumarísimo que siguió a su detención, Yeshua fue hallado culpable del delito de sedición, castigado por la ley romana con la pena de muerte por crucifixión. La sentencia se ejecutó en la colina del Gólgota, conocida también como el monte de la Calavera o Calvario, en las afueras de la ciudad de Jerusalén.

Sin embargo, según una tradición cristiana apócrifa, la crucifixión se llevó a cabo en el monte de los Olivos, y la cruz de su martirio fue levantada en el mismo lugar donde Yeshua estaba orando en el momento de ser arrestado: el Dominus Flevit, el lugar donde “el Señor lloró”.

Durante el proceso que se celebró en el Pretorio, en las dependencias de la Torre Antonia, sede del poder romano en Jerusalén, muchos simpatizantes de Yeshua, incluidos los sacerdotes fariseos encabezados por Caifás, se presentaron ante el procurador romano para pedir la absolución y puesta en libertad de Yeshua bar Abba. El trágico desenlace es bien conocido.

Trescientos años después, el conjunto de enseñanzas que Yeshua predicara a sus discípulos a orillas del mar Muerto, se había convertido en una doctrina seguida por miles de fieles en todo el mundo conocido. Hasta tal punto había calado la fe cristiana en las provincias del Imperio Romano, que el emperador Constantino decidió hacerla suya poniendo fin a las persecuciones contra los cristianos.

La tradición cristiana primigenia se basaba en una serie de relatos transmitidos oralmente en arameo, la lengua común que se hablaba en Palestina en tiempos de Cristo, ya que el hebreo clásico estaba reservado al uso litúrgico y sólo lo conocían los llamados doctores de la Ley. Por otra parte, los primeros textos cristianos fueron escritos en griego y contenían errores de transcripción que se habían producido al trasladarlos del arameo al griego. Con las sucesivas copias que se hicieron de los textos evangélicos, estos equívocos se fueron acumulando a lo largo de trescientos años, dando lugar a nuevos errores. Estas inexactitudes se incrementaron cuando, a principios del siglo V, y por encargo de los padres conciliares de la Iglesia, san Jerónimo tradujo las Escrituras del griego al latín.

El caso fue que, de forma premeditada o no, los escribas griegos del siglo IV se pusieron a trabajar febrilmente e introdujeron importantes novedades en las Escrituras para dejar en mejor lugar a las autoridades romanas de Judea que sentenciaron a muerte a Yeshua bar Abba.

Para empezar, había que exculpar al juez romano que dictó la sentencia de muerte, así que el episodio del Pretorio quedó sensiblemente desvirtuado y la figura de Yeshua bar Abba se desdobló en la de un indefenso Yeshua, todo bondad y resignación, y en la de un malvado bandido llamado Bar Abba, que los escribas griegos transcribieron como Barrabás, y cuya libertad exigían puño en alto unos furibundos sacerdotes hebreos a los que al final se responsabilizó de la muerte de Yeshua, ya convertido en Jesucristo tras su pertinente helenización.

Y así fue cómo, por razones de Estado, se criminalizó a todos los judíos por la infame muerte de un hombre que se convirtió en Dios por obra de sus propios verdugos.
¿Sucederá lo mismo con Osama ben Laden? No lo sé. Pero si era culpable, me habría gustado que su culpabilidad hubiese quedado demostrada por un tribunal internacional, en un juicio público con luz y taquígrafos.

Los pelotones de ejecución, ya sea en el monte de los Olivos, en las afueras de Bengasi, o en los suburbios de Islamabad, nunca traen nada bueno y “hacen llorar al Señor”. No se puede blasonar de cristiano y jalear un sórdido asesinato.

El congresista demócrata norteamericano Hiram Johnson, dijo lo siguiente en 1917: “la primera víctima de la guerra es la verdad”. Recientemente Julian Assange, fundador de Wikileaks, ha hecho suya la frase. Si es extraditado, Assange se enfrenta a una sentencia de muerte en Estados Unidos por haber difundido supuestos secretos de Estado. En realidad, un puñado de chismes insustanciales.

¿También felicitaremos al presidente Obama si finalmente Assange es ejecutado por difundir información clasificada? Si es así, entonces cabe preguntarse ¿quién será el siguiente?

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