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“Las leyes demasiado benignas rara vez son obedecidas; las demasiado severas, rara vez ejecutadas.” Benjamín Franklin

La Justicia descafeinada de nuestros tribunales

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Cuando Montesquieu habló de la diferenciación de poderes en un Estado, aparte de asignarle a cada uno, unas misiones específicas, se ocupó de que ninguno de ellos interfiriese en las labores de los dos restantes; a la vez que, ingeniosamente, a cada uno le atribuyó una función adicional, que era la de vigilar que, ninguno de los otros dos, se saliera de los límites que las leyes le habían asignado. Al poder Judicial no le correspondió, como se podía suponer, la elaboración de las leyes por las que se debería regir el Estado de derecho (función específica del poder Legislativo), pero sí se le atribuyó la competencia en hacer que las leyes se cumpliesen en sus propios términos, interpretándolas tal y como, quienes las elaboraron y aprobaron, tuvieron la intención de que fueran interpretadas.

Algo la ha sucedido al pueblo español que, desde que el señor Rodríguez Zapatero accedió a la presidencia del gobierno español por dos legislaciones consecutivas, tiempo suficiente para que diera al traste con todo lo que sus antecesoras habían legislado, esto sí, sin que fuera capaz de conseguir legislar de nuevo de modo que, aquello que había sido capaz de destruir fácilmente, fuera reconstruido con nuevas normas que superaran a las anteriores; nuestra nación fuera de desastre en desastre. Unos gobiernos caóticos con unos ministros incapaces, doctrinarios, fanáticos y, por supuesto, dominados por los intereses partidistas; que consiguieron, en los casi ocho años que gobernaron España, aparte de ser incapaces de afrontar la crisis y consiguiente recesión del 2008, llevar al país al desastre económico y al derrumbe industrial, con el consiguiente disparo de la tasa de desempleo, una situación que lo arrastró a un punto tal que, si no se hubiesen convocado elecciones para darle paso al PP, España hubiera caído, indefectiblemente, en la quiebra soberana y la obligada petición de rescate por parte de la UE.

Fruto de la política errática de los socialistas, de su empeño en luchar en contra de los principios que había mantenido el PP, durante los años en los que gobernó, en defensa de la moral y la ética; en su empeño de introducir el laicismo y cargar en contra de la Iglesia católica; su obsesión por destruir la unidad familiar, introduciendo leyes en las que se les reconocían derechos a los hijos, en contra de lo que había sido la tradicional patria potestad ( hoy las familias siguen padeciendo los efectos nefastos, derivados de la privación de los padres de poder educar a sus hijos y de corregirlos cuando fuere preciso); en favorecer el feminismo extremo, con leyes que autorizaron el aborto con la excusa de que, las mujeres, tenían derecho a disponer de su propio cuerpo, aunque ello comprendiese la facultad de eliminar al feto que llevaban dentro; el promover una educación de bajo nivel, donde los alumnos con notas inferiores al aprobado podían pasar curso con varios suspensos, lo que, evidentemente, no hacía más que crear bachilleres de bajo perfil y licenciados incapaces de conseguir ocupación por su deficiente formación de base.

Durante años el método ordinario y tradicional de ingreso en la Carrera Judicial fue el de oposición libre por la categoría de Juez, más la superación de un curso teórico y práctico de selección realizado en la Escuela Judicial. No obstante, a partir del junio del año 1985, se promulgó la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, según la cual el sistema de oposición libre no garantiza una dotación de jueces y magistrados en número suficiente, lo cual exige la aplicación de sistemas complementarios a él. Sin duda, esta Ley, fue uno de los errores garrafales del gobierno que la apoyó, cuando en virtud de la misma se permitió que, el ejecutivo y el legislativo, abrieran la puerta a un número de licenciados en Derecho que no tenían la capacidad suficiente para superar las oposiciones libres, pero que, como contrapartida, sí presentaban una mayor afinidad a determinados posicionamientos ideológicos, más cercanos al poder en curso: se trataba, en realidad, de un ataque a la independencia judicial a través de la rebaja del nivel de exigencia para ingresar en la Jurisdicción. De aquellos polvos han surgido estos lodos. En efecto, desde entonces, el hecho de la politización de la justicia, de fiscales y jueces que han hecho prevalecer sus ideas políticas sobre la recta aplicación de la ley, voluntaria o involuntariamente, ha dejado de ser excepcional para convertirse en una nefasta costumbre que cada día se demuestra en los juzgados y tribunales.

Sentencias escandalosas, actuaciones de fiscales que claman al cielo, distinto tratamiento a los imputados, según sean de derechas o de izquierdas, penas exageradas para determinadas clases de delitos y otras que resultan inconcebibles si se aplican a delitos de gravedad constatada, cuando se pone en peligro la unidad de la patria o se intenta chantajear al Estado o se menosprecia a las instituciones, como es el caso del Ejército en la autonomía catalana. Los ciudadanos de a pie sentimos vergüenza ajena cuando contemplamos, con asombro, como la judicatura, la fiscalía o la magistratura se dejan influir por las presiones de determinados sectores de la ciudadanía que pretenden suplir la acción de la justicia por un tipo de justicia asamblearia, jacobina y politizada. Los ejemplos de partidos, de grupos políticos, de instituciones públicas y de organizaciones privadas que, sin aparente temor, se muestran dispuestos a desobedecer las leyes, las sentencias de los tribunales, las resoluciones del TC y las advertencias del Gobierno del país, no tienen la respuesta adecuada por quienes tendrían la obligación de velar por que estos actos de incivismo, de incitación a desobedecer las leyes, de rebelarse contra las normas constitucionales y las resoluciones del TC; empezando por los fiscales que debieran denunciar los hechos e iniciar los correspondiente expedientes, los jueces, los magistrados e incluso los altos tribunales, que no parece que, cuando llega el momento de aplicar la ley, lo hagan con la dureza que los hechos que se están juzgando se merecen, como si tuvieran miedo a que aplicar los correctivos adecuados, por muy duros que fueren, pueda perjudicar a el tribunal sentenciador.

Hemos tenido ocasión de ver la excesiva lenidad de las sentencias aplicadas, por el TSJC, a unos señores que habían desafiado abiertamente al Estado, a la Constitución y a las advertencias del TC. Señores que, abiertamente habían reconocido su culpa y asumido sobre su persona las posibles consecuencias de los actos delictivos que ayudaron a que se ejecutasen. Toda la ciudadanía ha sido testigo de que el señor Mas, el señor Homs, la señora Rigau y muchos otros independentistas catalanes, de viva voz, sin esconderse, en las TV y, en el Parlamento Catalán, han dicho, una y mil veces, que no van a acatar la legislación española y que van a celebrar el referéndum pese a quien pese, sin que les importen los avisos del TC o del propio Parlamento español. Suspensión por dos años de ostentar cargos públicos; suspensión de año y medio para ostentar cargos públicos… ¿se entiende que unos ciudadanos que amenazan con independizar una autonomía de la nación española, se salgan con unas penas tan ridículas?, ¿existe algo de equidad en que a un individuo que roba en un supermercado o a una madre que intenta arrebatar el móvil a su hijo para que estudie, el fiscal solicite nueve meses de cárcel y, a unos separatistas confesos, apenas se les sancione?

La situación de la Justicia en España es como para ingresarla en la UCI. Ninguno de los gobiernos que ha tenido posibilidad de poner orden, de efectuar cambios, de limpiar de indeseables las fiscalías, los juzgados y las magistraturas para que la Justicia brille de nuevo; ha sido capaz de hacerlo. Lo primero que se debió de suprimir fue este vergonzoso tercer turno que, aparte de no garantizar unos conocimientos como los que demuestran quienes opositan para jueces, es evidentes que son elegidos de entre los más adictos al partido en el poder; con lo que es evidente que se le ha hecho un flaco favor a la verdadera Justicia, la de la venda en los ojos.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, venimos constatando que la degradación política que está sufriendo nuestro país corre pareja con la degradación que se va observando, cada día más alarmante, con la actuación de nuestros tribunales, en los que las diferencias entre los jueces de distintas facciones políticas cada día se van haciendo más evidentes. Lo que está sucediendo en Cataluña, estas sentencias ridículas para los culpables de que España esté amenazada de ser dividida en dos o de que llegue un momento en que, los levantiscos catalanes se rebelen contra la patria y declaren por su cuenta su independencia y sea entonces cuando no quede más remedio de que se aplique el temido Artº 8 de la Constitución para que, como tuvo que hacer el general Franco en Asturias, en 1934, deba acudir el Ejército para poner orden en Cataluña. Hace tiempo que venimos advirtiéndolo, pero parece que lo que los ciudadanos de a pie vemos, los que nos dirigen no lo consideran importante o tienen cataratas.

La Justicia descafeinada de nuestros tribunales

“Las leyes demasiado benignas rara vez son obedecidas; las demasiado severas, rara vez ejecutadas.” Benjamín Franklin
Miguel Massanet
viernes, 24 de marzo de 2017, 00:05 h (CET)
Cuando Montesquieu habló de la diferenciación de poderes en un Estado, aparte de asignarle a cada uno, unas misiones específicas, se ocupó de que ninguno de ellos interfiriese en las labores de los dos restantes; a la vez que, ingeniosamente, a cada uno le atribuyó una función adicional, que era la de vigilar que, ninguno de los otros dos, se saliera de los límites que las leyes le habían asignado. Al poder Judicial no le correspondió, como se podía suponer, la elaboración de las leyes por las que se debería regir el Estado de derecho (función específica del poder Legislativo), pero sí se le atribuyó la competencia en hacer que las leyes se cumpliesen en sus propios términos, interpretándolas tal y como, quienes las elaboraron y aprobaron, tuvieron la intención de que fueran interpretadas.

Algo la ha sucedido al pueblo español que, desde que el señor Rodríguez Zapatero accedió a la presidencia del gobierno español por dos legislaciones consecutivas, tiempo suficiente para que diera al traste con todo lo que sus antecesoras habían legislado, esto sí, sin que fuera capaz de conseguir legislar de nuevo de modo que, aquello que había sido capaz de destruir fácilmente, fuera reconstruido con nuevas normas que superaran a las anteriores; nuestra nación fuera de desastre en desastre. Unos gobiernos caóticos con unos ministros incapaces, doctrinarios, fanáticos y, por supuesto, dominados por los intereses partidistas; que consiguieron, en los casi ocho años que gobernaron España, aparte de ser incapaces de afrontar la crisis y consiguiente recesión del 2008, llevar al país al desastre económico y al derrumbe industrial, con el consiguiente disparo de la tasa de desempleo, una situación que lo arrastró a un punto tal que, si no se hubiesen convocado elecciones para darle paso al PP, España hubiera caído, indefectiblemente, en la quiebra soberana y la obligada petición de rescate por parte de la UE.

Fruto de la política errática de los socialistas, de su empeño en luchar en contra de los principios que había mantenido el PP, durante los años en los que gobernó, en defensa de la moral y la ética; en su empeño de introducir el laicismo y cargar en contra de la Iglesia católica; su obsesión por destruir la unidad familiar, introduciendo leyes en las que se les reconocían derechos a los hijos, en contra de lo que había sido la tradicional patria potestad ( hoy las familias siguen padeciendo los efectos nefastos, derivados de la privación de los padres de poder educar a sus hijos y de corregirlos cuando fuere preciso); en favorecer el feminismo extremo, con leyes que autorizaron el aborto con la excusa de que, las mujeres, tenían derecho a disponer de su propio cuerpo, aunque ello comprendiese la facultad de eliminar al feto que llevaban dentro; el promover una educación de bajo nivel, donde los alumnos con notas inferiores al aprobado podían pasar curso con varios suspensos, lo que, evidentemente, no hacía más que crear bachilleres de bajo perfil y licenciados incapaces de conseguir ocupación por su deficiente formación de base.

Durante años el método ordinario y tradicional de ingreso en la Carrera Judicial fue el de oposición libre por la categoría de Juez, más la superación de un curso teórico y práctico de selección realizado en la Escuela Judicial. No obstante, a partir del junio del año 1985, se promulgó la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, según la cual el sistema de oposición libre no garantiza una dotación de jueces y magistrados en número suficiente, lo cual exige la aplicación de sistemas complementarios a él. Sin duda, esta Ley, fue uno de los errores garrafales del gobierno que la apoyó, cuando en virtud de la misma se permitió que, el ejecutivo y el legislativo, abrieran la puerta a un número de licenciados en Derecho que no tenían la capacidad suficiente para superar las oposiciones libres, pero que, como contrapartida, sí presentaban una mayor afinidad a determinados posicionamientos ideológicos, más cercanos al poder en curso: se trataba, en realidad, de un ataque a la independencia judicial a través de la rebaja del nivel de exigencia para ingresar en la Jurisdicción. De aquellos polvos han surgido estos lodos. En efecto, desde entonces, el hecho de la politización de la justicia, de fiscales y jueces que han hecho prevalecer sus ideas políticas sobre la recta aplicación de la ley, voluntaria o involuntariamente, ha dejado de ser excepcional para convertirse en una nefasta costumbre que cada día se demuestra en los juzgados y tribunales.

Sentencias escandalosas, actuaciones de fiscales que claman al cielo, distinto tratamiento a los imputados, según sean de derechas o de izquierdas, penas exageradas para determinadas clases de delitos y otras que resultan inconcebibles si se aplican a delitos de gravedad constatada, cuando se pone en peligro la unidad de la patria o se intenta chantajear al Estado o se menosprecia a las instituciones, como es el caso del Ejército en la autonomía catalana. Los ciudadanos de a pie sentimos vergüenza ajena cuando contemplamos, con asombro, como la judicatura, la fiscalía o la magistratura se dejan influir por las presiones de determinados sectores de la ciudadanía que pretenden suplir la acción de la justicia por un tipo de justicia asamblearia, jacobina y politizada. Los ejemplos de partidos, de grupos políticos, de instituciones públicas y de organizaciones privadas que, sin aparente temor, se muestran dispuestos a desobedecer las leyes, las sentencias de los tribunales, las resoluciones del TC y las advertencias del Gobierno del país, no tienen la respuesta adecuada por quienes tendrían la obligación de velar por que estos actos de incivismo, de incitación a desobedecer las leyes, de rebelarse contra las normas constitucionales y las resoluciones del TC; empezando por los fiscales que debieran denunciar los hechos e iniciar los correspondiente expedientes, los jueces, los magistrados e incluso los altos tribunales, que no parece que, cuando llega el momento de aplicar la ley, lo hagan con la dureza que los hechos que se están juzgando se merecen, como si tuvieran miedo a que aplicar los correctivos adecuados, por muy duros que fueren, pueda perjudicar a el tribunal sentenciador.

Hemos tenido ocasión de ver la excesiva lenidad de las sentencias aplicadas, por el TSJC, a unos señores que habían desafiado abiertamente al Estado, a la Constitución y a las advertencias del TC. Señores que, abiertamente habían reconocido su culpa y asumido sobre su persona las posibles consecuencias de los actos delictivos que ayudaron a que se ejecutasen. Toda la ciudadanía ha sido testigo de que el señor Mas, el señor Homs, la señora Rigau y muchos otros independentistas catalanes, de viva voz, sin esconderse, en las TV y, en el Parlamento Catalán, han dicho, una y mil veces, que no van a acatar la legislación española y que van a celebrar el referéndum pese a quien pese, sin que les importen los avisos del TC o del propio Parlamento español. Suspensión por dos años de ostentar cargos públicos; suspensión de año y medio para ostentar cargos públicos… ¿se entiende que unos ciudadanos que amenazan con independizar una autonomía de la nación española, se salgan con unas penas tan ridículas?, ¿existe algo de equidad en que a un individuo que roba en un supermercado o a una madre que intenta arrebatar el móvil a su hijo para que estudie, el fiscal solicite nueve meses de cárcel y, a unos separatistas confesos, apenas se les sancione?

La situación de la Justicia en España es como para ingresarla en la UCI. Ninguno de los gobiernos que ha tenido posibilidad de poner orden, de efectuar cambios, de limpiar de indeseables las fiscalías, los juzgados y las magistraturas para que la Justicia brille de nuevo; ha sido capaz de hacerlo. Lo primero que se debió de suprimir fue este vergonzoso tercer turno que, aparte de no garantizar unos conocimientos como los que demuestran quienes opositan para jueces, es evidentes que son elegidos de entre los más adictos al partido en el poder; con lo que es evidente que se le ha hecho un flaco favor a la verdadera Justicia, la de la venda en los ojos.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, venimos constatando que la degradación política que está sufriendo nuestro país corre pareja con la degradación que se va observando, cada día más alarmante, con la actuación de nuestros tribunales, en los que las diferencias entre los jueces de distintas facciones políticas cada día se van haciendo más evidentes. Lo que está sucediendo en Cataluña, estas sentencias ridículas para los culpables de que España esté amenazada de ser dividida en dos o de que llegue un momento en que, los levantiscos catalanes se rebelen contra la patria y declaren por su cuenta su independencia y sea entonces cuando no quede más remedio de que se aplique el temido Artº 8 de la Constitución para que, como tuvo que hacer el general Franco en Asturias, en 1934, deba acudir el Ejército para poner orden en Cataluña. Hace tiempo que venimos advirtiéndolo, pero parece que lo que los ciudadanos de a pie vemos, los que nos dirigen no lo consideran importante o tienen cataratas.

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