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Recientemente una cadena de televisión privada emitió la serie “Los pilares de la Tierra”

Servir a Dios y al diablo

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Recientemente una cadena de televisión privada emitió la serie “Los pilares de la Tierra” basada en la excelente novela homónima de Ken Follet, y ambientada en la construcción de una catedral durante la Edad Media.

La edificación de estos magníficos templos góticos que proliferó por toda Europa occidental entre los siglos XII al XV, tuvo un efecto balsámico y dinamizador sobre las economías de la época. Los burgos y villorrios se transformaron en florecientes ciudades en torno a las catedrales y éstas actuaron como auténticos catalizadores del desarrollo socioeconómico bajomedieval.

Las catedrales eran costeadas por la Iglesia y la nobleza local, principalmente. Además de la mano de obra que intervenía directamente en su edificación, aquella febril actividad atraía a otros deseosos de comerciar con los canteros, albañiles, carpinteros, etcétera que intervenían en la construcción del templo. Como las obras solían durar varios años, a veces décadas, el desarrollo económico y demográfico de la ciudad donde se levantaba la nueva catedral estaba asegurado.

Algunos especialistas sitúan los inicios del gótico a principios del siglo XII con la construcción de la basílica de La Magdalena de Vézelay, punto de partida del Camino de Santiago francés. En el tímpano de la puerta principal una imagen de Jesucristo en majestad separa a los hombres “buenos” elegidos para ir al Cielo de los hombres “malos” condenados al infierno. Estos últimos tienen que someterse al pesaje de su alma en una balanza sujetada por un ángel que determina la magnitud de sus pecados y luego los envía hacia las fauces de un monstruo gigantesco para que los devore. Alegoría que recuerda mucho a la que los utilizaban los antiguos egipcios en su Libro de los Muertos, donde el dios Anubis sustituye al ángel en el pesaje del corazón del difunto en la balanza y la terrible diosa Amnit se encarga de devorar a los malvados.

Los obreros que intervenían en la construcción de las catedrales pertenecían a cuatro oficios concretos: talladores de piedra, carpinteros, ebanistas y cerrajeros. Cada uno de ellos se dividía en grados de experiencia, casi siempre tres: aprendices, compañeros (los compañeros recibidos eran los que comenzaban la obra, que a menudo duraba décadas, y los compañeros fraguados eran los que la daban por terminada) y maestros.

Muchos historiadores sitúan los orígenes de la masonería moderna en estos gremios medievales dedicados exclusivamente a la construcción, ya que la palabra “maçon” significa “albañil” en francés.

Francmasón, utilizado a menudo como sinónimo de masón, significa “albañil libre” y hacía referencia específicamente a los albañiles integrantes de la Camaradería, como se conocía a este primitivo sindicato obrero medieval. Por extensión, masones eran todos los albañiles, pero sólo los afiliados a la Camaradería eran francmasones.

A finales de la Edad Media, la Camaradería entró en crisis, probablemente porque ingresaron en ella muchos obreros deseosos de beneficiarse de las ventajas de su sistema de protección social sin asumir, por otra parte, las inherentes responsabilidades y obligaciones que esto conllevaba. Entre ellas, evitar el intrusismo profesional para evitar la caída de los salarios.

Estos gremios de constructores y canteros no pudieron eludir su declive a medida que la edificación de grandes catedrales góticas fue decayendo. Para evitar su extinción, la francmasonería se vio obligada a abrir sus puertas a nuevos miembros que nada tenían que ver con el gremio original de albañiles y constructores.

Es falso que la Iglesia persiguiese a estos primigenios masones u obreros. Podríamos decir que la autoridades eclesiásticas que sufragaban, y lógicamente supervisaban la buena marcha de las obras, actuaban como una moderna Patronal, y los maestros de obras de más edad ejercían como portavoces de sus compañeros para negociar salarios, horarios, festividades, condiciones de trabajo, subsidios, etcétera. Los masones medievales ya preveían subsidios y pensiones para incapacitados por accidente laboral, viudas con hijos a su cargo, largas enfermedades, etcétera.

Mucho se ha especulado acerca de los misteriosos signos grabados en la piedra de las catedrales: eran las marcas de los canteros para indicar a los capataces y patrones qué piezas habían sido talladas por ellos para facturarlas. Del mismo modo que los ganaderos marcaban las reses, los maestros canteros marcaban las piedras en las que habían trabajado para poder cobrar por su trabajo. Fin del misterio.

A menudo se ha sugerido que en los locales donde se reunían estos obreros (masones) se impartían enseñanzas que iban más allá del conocimiento circunscrito a la construcción de catedrales. Aunque se han planteado varios orígenes plausibles para la palabra logia, resulta curioso que en griego signifique precisamente ciencia. Y, de hecho, de lo que se hablaba allí era de la ciencia inherente a la construcción de esas catedrales: geometría, álgebra, dibujo... Hoy lo llamaríamos “cursos de formación profesional” con toda naturalidad.
Ciertamente, con el paso del tiempo, el intrusismo profesional y el deseo de algunos nobles y burgueses de participar e influir en las decisiones que se acordaban en las asambleas de obreros, o reuniones de masones si se prefiere, contribuyó a que el propósito original de esas logias se transformase en otra cosa distinta.

Fue en el siglo XVI, con la Reforma, y a causa de las Guerras de Religión que devastaron Europa, cuando la masonería empezó a convertirse en algo más sombrío, que poco o nada tenía ya que ver con aquel gremio de canteros original, y se tornó una organización hermética orientada hacia fines políticos. En aquella época, política y religión caminaban de la mano en toda Europa. Tanto en los países católicos como en los protestantes. Pero sería en estos últimos donde la nueva masonería que se estaba fraguando, obtendría más arraigo. Y también donde se inicio la leyenda negra del anticatolicismo atribuido a los masones.

Probablemente, los protestantes alemanes empezaron a reunirse secretamente en antiguas logias por razones de seguridad, del mismo modo que los primitivos cristianos lo hacían en las catacumbas porque sabían que los romanos las evitaban por razones de higiene y escrúpulos religiosos.

Entre los siglos XVI-XVII la masonería desapreció, o subsistió bajo diferentes apariencias de otras sociedades secretas, como la de los Rosacruces, según algunos. Fue en el siglo XVIII cuando reapareció tal como hoy la conocemos, o creemos conocerla. Esta nueva masonería afirmaba que su interés no era otro que el de “conseguir la perfección del hombre y su felicidad, despojándole de vicios sociales como el fanatismo, la ignorancia y la superstición, perfeccionando sus costumbres, glorificando la justicia, la verdad y la igualdad, combatiendo la tiranía y los prejuicios, y estableciendo la ayuda mutua entre sus miembros”. Sin embargo, aún hoy, la masonería presenta fuertes contradicciones, como los enfrentamientos entre diversas facciones para determinar cuál de ellas es la “verdadera”, o el hecho incuestionable de que la mayoría de sus logias prohíba expresamente la iniciación de las mujeres. Igual que hace la Iglesia católica con el sacerdocio. Como siempre: los extremos se tocan.

A pesar de haber estado tradicionalmente enfrentadas, la masonería y la Iglesia católica presentan numerosos paralelismos. Aunque en la masonería se califican las creencias religiosas como supersticiones, y algunos papas, por su parte, han tildado a los masones de herejes y han amenazado a los católicos que pertenezcan a ella con la excomunión. No obstante, la propia masonería está repleta de simbolismos católicos y judeocristianos: estrellas de David, alusiones a personajes de las Escrituras, etcétera.

Fue en el siglo XVIII cuando la masonería remozada se convirtió en caldo de cultivo de las ideas liberales que culminarían en la Revolución francesa y su tradicional anticlericalismo. Unas ideas que adulteraron los sencillos y primigenios propósitos de aquella masonería medieval –un gremio de artesanos y obreros de la construcción– para transformarla en un elitista contubernio de burgueses, advenedizos y nuevos ricos dispuestos a dinamitar el viejo Régimen representado por el binomio Monarquía-Iglesia porque no servía ya a sus propósitos.

Desde los lejanos tiempos del emperador Constantino, la Iglesia católica se había consolidado como el principal cimiento sobre el que se sustentaba la monarquía y, por tanto, el Estado. Tras la desaparición del Imperio de Romano Occidente en el siglo V, los papas habían ocupado el lugar de los antiguos césares, y con su autoridad habían legitimado, o deslegitimado, a los caudillos bárbaros que habrían de convertirse en los nuevos reyes de la cristiandad tras la desaparición del viejo Imperio. Las principales naciones de Europa, España entre ellas, nacen como reinos cristianos en esa época.
El éxito, por así decirlo, del cristianismo en tiempos del Imperio Romano se debió, entre otras cosas, al hecho de igualar al esclavo con el hombre libre a los ojos de un único Dios. El mundo clásico grecorromano, idealizado hasta distorsionarlo por los pensadores modernos, no concedía a los que habían nacido esclavos ningún derecho. El cristianismo cambió, o al menos suavizó, la situación de los esclavos en las postrimerías del mundo antiguo, y alivió las duras condiciones de los siervos, herederos de los esclavos, en la Europa medieval.

Fue en los países protestantes, sobre todo en Inglaterra, donde germinó de forma más fructífera este concepto de sociedad mercantilista que derivó en el liberalismo económico y político del siglo XVIII, ahora reeditado y desprovisto de cualquier vestigio de decencia o escrúpulo derivado de la moral cristiana: todo es válido con tal de que sirva a un propósito comercial. Y resulta que los mismos abanderados de los principios de “libertad, igualdad y fraternidad” que inspiraron las revoluciones burguesas, lo que pretenden es devolvernos a una época muy anterior a la de los gremios medievales, y substituir el trabajo remunerado, por el trabajo esclavo.

La idea de trabajo remunerado nació, precisamente, en el seno de los gremios que trabajaban para la Iglesia en la construcción de las catedrales góticas. No, como se sigue pretendiendo, en las falsas logias usurpadas por los burgueses. Los convenios colectivos que ahora se quieren eliminar, se empezaron a aplicar en la época bajomedieval.
Karl Marx, judío a fin de cuentas, desempolvó la historia bíblica e hizo suyas las reivindicaciones obreras del “compañero” Moisés, que sacó a los canteros y albañiles hebreos de Egipto porque el faraón-patrono se negaba a concederles un día de descanso dentro de la semana laboral. Las negociaciones entre los sindicatos, liderados por Moisés y Aarón, y la faraónica Patronal, fueron tensas. La Biblia nos dice que el mismo Dios se puso del lado de los obreros y envió unas terribles plagas sobre la tierra de Egipto. El libro del Éxodo recoge las vicisitudes de aquella primera Huelga General registrada en los anales de la Historia.

El Nuevo Testamento también está trufado de episodios en los que se reivindica a los pobres frente a los abusos de los poderosos. Baste recordar aquél en el que Jesús, látigo en mano, expulsa a los usureros del IBEX-35 de las inmediaciones del Templo. Una deleznable patulea a la que ni el mismo Herodes recibía en su palacio.

La católica España centró su obra en el Nuevo Mundo en la evangelización y el mestizaje según la premisa cristiana que establece que “todos los hombres son hermanos e iguales a los ojos de Dios”. Los puritanos ingleses crearon la Compañía Británica de las Indias Orientales para explotar comercialmente sus colonias e impusieron la segregación racial amparándose en rancios preceptos veterotestamentarios reinterpretados por Lutero, Calvino, John Knox y otros rufianes de la misma cuerda. He ahí la sutil diferencia.
Fue en este ambiente enrarecido de la Reforma protestante donde germinaron, como hongos malignos, los ideales del libre comercio y las actuales doctrinas liberales según las cuales, los negocios deben prevalecer sobre cualquier otra consideración ética o moral.
Por esto, para la masonería burguesa –a la que no debemos confundir con aquellos gremios medievales de honrados obreros– más iluminada que ilustrada, más atea que protestante, y profundamente anticatólica, los preceptos cristianos que establecen la justicia y la solidaridad universal, no son asumibles. De lo que se desprende que no se puede ser cristiano y neoliberal al mismo tiempo.

Como tampoco se puede servir a Dios y al diablo. Hacerlo, es blasfemar.

Servir a Dios y al diablo

Recientemente una cadena de televisión privada emitió la serie “Los pilares de la Tierra”
Antonio Pérez Omister
miércoles, 27 de abril de 2011, 07:24 h (CET)
Recientemente una cadena de televisión privada emitió la serie “Los pilares de la Tierra” basada en la excelente novela homónima de Ken Follet, y ambientada en la construcción de una catedral durante la Edad Media.

La edificación de estos magníficos templos góticos que proliferó por toda Europa occidental entre los siglos XII al XV, tuvo un efecto balsámico y dinamizador sobre las economías de la época. Los burgos y villorrios se transformaron en florecientes ciudades en torno a las catedrales y éstas actuaron como auténticos catalizadores del desarrollo socioeconómico bajomedieval.

Las catedrales eran costeadas por la Iglesia y la nobleza local, principalmente. Además de la mano de obra que intervenía directamente en su edificación, aquella febril actividad atraía a otros deseosos de comerciar con los canteros, albañiles, carpinteros, etcétera que intervenían en la construcción del templo. Como las obras solían durar varios años, a veces décadas, el desarrollo económico y demográfico de la ciudad donde se levantaba la nueva catedral estaba asegurado.

Algunos especialistas sitúan los inicios del gótico a principios del siglo XII con la construcción de la basílica de La Magdalena de Vézelay, punto de partida del Camino de Santiago francés. En el tímpano de la puerta principal una imagen de Jesucristo en majestad separa a los hombres “buenos” elegidos para ir al Cielo de los hombres “malos” condenados al infierno. Estos últimos tienen que someterse al pesaje de su alma en una balanza sujetada por un ángel que determina la magnitud de sus pecados y luego los envía hacia las fauces de un monstruo gigantesco para que los devore. Alegoría que recuerda mucho a la que los utilizaban los antiguos egipcios en su Libro de los Muertos, donde el dios Anubis sustituye al ángel en el pesaje del corazón del difunto en la balanza y la terrible diosa Amnit se encarga de devorar a los malvados.

Los obreros que intervenían en la construcción de las catedrales pertenecían a cuatro oficios concretos: talladores de piedra, carpinteros, ebanistas y cerrajeros. Cada uno de ellos se dividía en grados de experiencia, casi siempre tres: aprendices, compañeros (los compañeros recibidos eran los que comenzaban la obra, que a menudo duraba décadas, y los compañeros fraguados eran los que la daban por terminada) y maestros.

Muchos historiadores sitúan los orígenes de la masonería moderna en estos gremios medievales dedicados exclusivamente a la construcción, ya que la palabra “maçon” significa “albañil” en francés.

Francmasón, utilizado a menudo como sinónimo de masón, significa “albañil libre” y hacía referencia específicamente a los albañiles integrantes de la Camaradería, como se conocía a este primitivo sindicato obrero medieval. Por extensión, masones eran todos los albañiles, pero sólo los afiliados a la Camaradería eran francmasones.

A finales de la Edad Media, la Camaradería entró en crisis, probablemente porque ingresaron en ella muchos obreros deseosos de beneficiarse de las ventajas de su sistema de protección social sin asumir, por otra parte, las inherentes responsabilidades y obligaciones que esto conllevaba. Entre ellas, evitar el intrusismo profesional para evitar la caída de los salarios.

Estos gremios de constructores y canteros no pudieron eludir su declive a medida que la edificación de grandes catedrales góticas fue decayendo. Para evitar su extinción, la francmasonería se vio obligada a abrir sus puertas a nuevos miembros que nada tenían que ver con el gremio original de albañiles y constructores.

Es falso que la Iglesia persiguiese a estos primigenios masones u obreros. Podríamos decir que la autoridades eclesiásticas que sufragaban, y lógicamente supervisaban la buena marcha de las obras, actuaban como una moderna Patronal, y los maestros de obras de más edad ejercían como portavoces de sus compañeros para negociar salarios, horarios, festividades, condiciones de trabajo, subsidios, etcétera. Los masones medievales ya preveían subsidios y pensiones para incapacitados por accidente laboral, viudas con hijos a su cargo, largas enfermedades, etcétera.

Mucho se ha especulado acerca de los misteriosos signos grabados en la piedra de las catedrales: eran las marcas de los canteros para indicar a los capataces y patrones qué piezas habían sido talladas por ellos para facturarlas. Del mismo modo que los ganaderos marcaban las reses, los maestros canteros marcaban las piedras en las que habían trabajado para poder cobrar por su trabajo. Fin del misterio.

A menudo se ha sugerido que en los locales donde se reunían estos obreros (masones) se impartían enseñanzas que iban más allá del conocimiento circunscrito a la construcción de catedrales. Aunque se han planteado varios orígenes plausibles para la palabra logia, resulta curioso que en griego signifique precisamente ciencia. Y, de hecho, de lo que se hablaba allí era de la ciencia inherente a la construcción de esas catedrales: geometría, álgebra, dibujo... Hoy lo llamaríamos “cursos de formación profesional” con toda naturalidad.
Ciertamente, con el paso del tiempo, el intrusismo profesional y el deseo de algunos nobles y burgueses de participar e influir en las decisiones que se acordaban en las asambleas de obreros, o reuniones de masones si se prefiere, contribuyó a que el propósito original de esas logias se transformase en otra cosa distinta.

Fue en el siglo XVI, con la Reforma, y a causa de las Guerras de Religión que devastaron Europa, cuando la masonería empezó a convertirse en algo más sombrío, que poco o nada tenía ya que ver con aquel gremio de canteros original, y se tornó una organización hermética orientada hacia fines políticos. En aquella época, política y religión caminaban de la mano en toda Europa. Tanto en los países católicos como en los protestantes. Pero sería en estos últimos donde la nueva masonería que se estaba fraguando, obtendría más arraigo. Y también donde se inicio la leyenda negra del anticatolicismo atribuido a los masones.

Probablemente, los protestantes alemanes empezaron a reunirse secretamente en antiguas logias por razones de seguridad, del mismo modo que los primitivos cristianos lo hacían en las catacumbas porque sabían que los romanos las evitaban por razones de higiene y escrúpulos religiosos.

Entre los siglos XVI-XVII la masonería desapreció, o subsistió bajo diferentes apariencias de otras sociedades secretas, como la de los Rosacruces, según algunos. Fue en el siglo XVIII cuando reapareció tal como hoy la conocemos, o creemos conocerla. Esta nueva masonería afirmaba que su interés no era otro que el de “conseguir la perfección del hombre y su felicidad, despojándole de vicios sociales como el fanatismo, la ignorancia y la superstición, perfeccionando sus costumbres, glorificando la justicia, la verdad y la igualdad, combatiendo la tiranía y los prejuicios, y estableciendo la ayuda mutua entre sus miembros”. Sin embargo, aún hoy, la masonería presenta fuertes contradicciones, como los enfrentamientos entre diversas facciones para determinar cuál de ellas es la “verdadera”, o el hecho incuestionable de que la mayoría de sus logias prohíba expresamente la iniciación de las mujeres. Igual que hace la Iglesia católica con el sacerdocio. Como siempre: los extremos se tocan.

A pesar de haber estado tradicionalmente enfrentadas, la masonería y la Iglesia católica presentan numerosos paralelismos. Aunque en la masonería se califican las creencias religiosas como supersticiones, y algunos papas, por su parte, han tildado a los masones de herejes y han amenazado a los católicos que pertenezcan a ella con la excomunión. No obstante, la propia masonería está repleta de simbolismos católicos y judeocristianos: estrellas de David, alusiones a personajes de las Escrituras, etcétera.

Fue en el siglo XVIII cuando la masonería remozada se convirtió en caldo de cultivo de las ideas liberales que culminarían en la Revolución francesa y su tradicional anticlericalismo. Unas ideas que adulteraron los sencillos y primigenios propósitos de aquella masonería medieval –un gremio de artesanos y obreros de la construcción– para transformarla en un elitista contubernio de burgueses, advenedizos y nuevos ricos dispuestos a dinamitar el viejo Régimen representado por el binomio Monarquía-Iglesia porque no servía ya a sus propósitos.

Desde los lejanos tiempos del emperador Constantino, la Iglesia católica se había consolidado como el principal cimiento sobre el que se sustentaba la monarquía y, por tanto, el Estado. Tras la desaparición del Imperio de Romano Occidente en el siglo V, los papas habían ocupado el lugar de los antiguos césares, y con su autoridad habían legitimado, o deslegitimado, a los caudillos bárbaros que habrían de convertirse en los nuevos reyes de la cristiandad tras la desaparición del viejo Imperio. Las principales naciones de Europa, España entre ellas, nacen como reinos cristianos en esa época.
El éxito, por así decirlo, del cristianismo en tiempos del Imperio Romano se debió, entre otras cosas, al hecho de igualar al esclavo con el hombre libre a los ojos de un único Dios. El mundo clásico grecorromano, idealizado hasta distorsionarlo por los pensadores modernos, no concedía a los que habían nacido esclavos ningún derecho. El cristianismo cambió, o al menos suavizó, la situación de los esclavos en las postrimerías del mundo antiguo, y alivió las duras condiciones de los siervos, herederos de los esclavos, en la Europa medieval.

Fue en los países protestantes, sobre todo en Inglaterra, donde germinó de forma más fructífera este concepto de sociedad mercantilista que derivó en el liberalismo económico y político del siglo XVIII, ahora reeditado y desprovisto de cualquier vestigio de decencia o escrúpulo derivado de la moral cristiana: todo es válido con tal de que sirva a un propósito comercial. Y resulta que los mismos abanderados de los principios de “libertad, igualdad y fraternidad” que inspiraron las revoluciones burguesas, lo que pretenden es devolvernos a una época muy anterior a la de los gremios medievales, y substituir el trabajo remunerado, por el trabajo esclavo.

La idea de trabajo remunerado nació, precisamente, en el seno de los gremios que trabajaban para la Iglesia en la construcción de las catedrales góticas. No, como se sigue pretendiendo, en las falsas logias usurpadas por los burgueses. Los convenios colectivos que ahora se quieren eliminar, se empezaron a aplicar en la época bajomedieval.
Karl Marx, judío a fin de cuentas, desempolvó la historia bíblica e hizo suyas las reivindicaciones obreras del “compañero” Moisés, que sacó a los canteros y albañiles hebreos de Egipto porque el faraón-patrono se negaba a concederles un día de descanso dentro de la semana laboral. Las negociaciones entre los sindicatos, liderados por Moisés y Aarón, y la faraónica Patronal, fueron tensas. La Biblia nos dice que el mismo Dios se puso del lado de los obreros y envió unas terribles plagas sobre la tierra de Egipto. El libro del Éxodo recoge las vicisitudes de aquella primera Huelga General registrada en los anales de la Historia.

El Nuevo Testamento también está trufado de episodios en los que se reivindica a los pobres frente a los abusos de los poderosos. Baste recordar aquél en el que Jesús, látigo en mano, expulsa a los usureros del IBEX-35 de las inmediaciones del Templo. Una deleznable patulea a la que ni el mismo Herodes recibía en su palacio.

La católica España centró su obra en el Nuevo Mundo en la evangelización y el mestizaje según la premisa cristiana que establece que “todos los hombres son hermanos e iguales a los ojos de Dios”. Los puritanos ingleses crearon la Compañía Británica de las Indias Orientales para explotar comercialmente sus colonias e impusieron la segregación racial amparándose en rancios preceptos veterotestamentarios reinterpretados por Lutero, Calvino, John Knox y otros rufianes de la misma cuerda. He ahí la sutil diferencia.
Fue en este ambiente enrarecido de la Reforma protestante donde germinaron, como hongos malignos, los ideales del libre comercio y las actuales doctrinas liberales según las cuales, los negocios deben prevalecer sobre cualquier otra consideración ética o moral.
Por esto, para la masonería burguesa –a la que no debemos confundir con aquellos gremios medievales de honrados obreros– más iluminada que ilustrada, más atea que protestante, y profundamente anticatólica, los preceptos cristianos que establecen la justicia y la solidaridad universal, no son asumibles. De lo que se desprende que no se puede ser cristiano y neoliberal al mismo tiempo.

Como tampoco se puede servir a Dios y al diablo. Hacerlo, es blasfemar.

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Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

Gladio (espada en latín), fue el nombre que se le dio a la "red de agentes durmientes desplegados por la OTAN en Italia y preparados para entrar en acción en caso de que los soviéticos invadieran Europa Occidental", y serían la fuerza aliada que permanecería detrás de las líneas soviéticas para facilitar el contraataque.

El diccionario es permisivo, incluye la rigidez en la delimitación de las entradas y salidas; al tiempo que acoge la pérdida de los formatos cerebrales a la hora de regular las ideas entrantes o las emitidas tras elucubraciones varias. A veces no está tan claro si apreciamos más los desajustes o seguimos fieles a ciertos límites establecidos.

 
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