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Domingo Delgado

Karol Wojtyla: un hombre justo

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Karol Wojtyla, que accediera a la cátedra de San Pedro como Juan Pablo II, fue un hombre justo, en el sentido tradicional y propio de la palabra. Su bondad, responsabilidad, celo por los demás y por la misión que la Iglesia le tenía encomendada, hizo que se entregara en cuerpo y alma hasta prácticamente su último aliento.

Hombre recto, de profundas convicciones, de una sólida formación filosófica y teológica, que no dudó en dialogar con toda persona de buena voluntad, mostrándose cercano con sus múltiples viajes por todo el mundo, pues el celo evangélico le urgía; abrió la predicación evangélica a todas las culturas de la vida, aunque sin llegar a transigir en lo que consideraba esencial. Y al propio tiempo denunció la “cultura de la muerte” que se iba propagando por el mundo envuelta en un atractivo hedonismo y consumismo sin límite.

Tuvo la valentía de hablar de Dios en el ágora de los increyentes, y aún cara a cara, con líderes políticos totalitarios que hacían gala de su militancia atea y anticristiana, teniendo al hombre como mero instrumento al servicio del Estado totalitario, en estructuras políticas injustas; pues él mismo lo padeció en su Polonia natal. Concediéndole la Providencia el poder presenciar el rotundo fracaso de esos planteamientos y los regímenes que en ellos se sustentaban.

Padeció ataques, incluso físicos, de enemigos de la fe, y de cuanto representaba su Pontificado, pero siempre reconoció que se apoyaba en el Señor, en sus profundas convicciones, pues era un hombre de acción, pero también de profunda vida interior, de oración.

Y sobre todo, en su largo Pontificado fue capaz de ordenar una Iglesia que aún estaba asumiendo las reflexiones del Concilio Vaticano II, y que se debatía entre un pietismo tradicionalista –de los preconciliares- y un progresismo religioso –de los postconciliares-, poniendo sosiego entre ambos extremos, con la ayuda de Josef Rátzinger, su sucesor. Aunque esto no estuvo exento de divergencias internas y sufrimientos consiguientes. Y llegó a promulgar un nuevo Código de Derecho Canónico.

Al propio tiempo, fue un profundo humanista, desde perspectivas filosóficas personalistas, analizó al hombre y sus circunstancias con importantes aportaciones, especialmente en su prolija obra doctrinal de su Magisterio, con numerosas encíclicas, algunas de tono social realmente avanzadas, en las que denunciaba tanto el capitalismo como el comunismo, como contrarios a los valores del Evangelio.

En el ámbito de los movimientos seglares dio luz verde a todos los que lo pidieron, y se sintieron como carismas eclesiales de vida evangélica, exhortando a la actividad de los seglares dentro de la Iglesia.

Promovió y activó con decisión numerosos procesos de beatificación y canonización como testimonio de vida cristiana en el mundo. Al tiempo que hizo acercamientos a los hermanos cristianos separados, a los judíos de los que dijo que eran nuestros hermanos mayores en la fe, y participó en encuentros Ecuménicos como el de Asís.

Por consiguiente fue un hombre que dio un profundo y auténtico testimonio cristiano con su vida, y aunque algunos le hayan visto como un giro tradicionalista postconciliar, realmente tuvo que poner orden en cierto grado de disolución que estaba viviendo la Iglesia, para lo cual hubo de recurrir a su Autoridad pontifical, que no siempre entendieron algunos sectores de la propia Iglesia; aunque no compartimos ese perfil de tradicionalismo en Juan Pablo II, dada su apertura social e incluso litúrgica. Más bien, fue su recurso de autoridad para el orden interno, el que le marcó en esa línea, pero probablemente fuera más aparente que real.

Cuestión distinta, podría ser la estructura clerical y episcopal que se pudo generar durante su pontificado, con la irrupción en la jerarquía eclesial de sectores auténticamente tradicionalistas del clero, que fueron perfilando sucesivamente su pontificado, y que se han ido sustentando con su sucesor Benedicto XVI –probablemente más tradicionalista que el propio Juan Pablo II-.

Por consiguiente, bienvenida la beatificación de un “hombre justo”, como es el caso de Juan Pablo II, pero también nos gustaría ver avanzar la de Juan XXIII, otro hombre justo y de extraordinaria bondad, cuyo proceso de beatificación paradójicamente está lastrado hace tiempo, inmerso en la burocracia vaticana, que sin embargo, ha sido mucho más eficaz en la tramitación de otros procesos de beatificación y canonización recientes.

De todas, maneras contemplemos estos acontecimientos como meras cuestiones humanas, pues seguro que el Padre Eterno ya les ha reconocido entre los suyos y se encuentran a su diestra.

Karol Wojtyla: un hombre justo

Domingo Delgado
Domingo Delgado
martes, 26 de abril de 2011, 07:19 h (CET)
Karol Wojtyla, que accediera a la cátedra de San Pedro como Juan Pablo II, fue un hombre justo, en el sentido tradicional y propio de la palabra. Su bondad, responsabilidad, celo por los demás y por la misión que la Iglesia le tenía encomendada, hizo que se entregara en cuerpo y alma hasta prácticamente su último aliento.

Hombre recto, de profundas convicciones, de una sólida formación filosófica y teológica, que no dudó en dialogar con toda persona de buena voluntad, mostrándose cercano con sus múltiples viajes por todo el mundo, pues el celo evangélico le urgía; abrió la predicación evangélica a todas las culturas de la vida, aunque sin llegar a transigir en lo que consideraba esencial. Y al propio tiempo denunció la “cultura de la muerte” que se iba propagando por el mundo envuelta en un atractivo hedonismo y consumismo sin límite.

Tuvo la valentía de hablar de Dios en el ágora de los increyentes, y aún cara a cara, con líderes políticos totalitarios que hacían gala de su militancia atea y anticristiana, teniendo al hombre como mero instrumento al servicio del Estado totalitario, en estructuras políticas injustas; pues él mismo lo padeció en su Polonia natal. Concediéndole la Providencia el poder presenciar el rotundo fracaso de esos planteamientos y los regímenes que en ellos se sustentaban.

Padeció ataques, incluso físicos, de enemigos de la fe, y de cuanto representaba su Pontificado, pero siempre reconoció que se apoyaba en el Señor, en sus profundas convicciones, pues era un hombre de acción, pero también de profunda vida interior, de oración.

Y sobre todo, en su largo Pontificado fue capaz de ordenar una Iglesia que aún estaba asumiendo las reflexiones del Concilio Vaticano II, y que se debatía entre un pietismo tradicionalista –de los preconciliares- y un progresismo religioso –de los postconciliares-, poniendo sosiego entre ambos extremos, con la ayuda de Josef Rátzinger, su sucesor. Aunque esto no estuvo exento de divergencias internas y sufrimientos consiguientes. Y llegó a promulgar un nuevo Código de Derecho Canónico.

Al propio tiempo, fue un profundo humanista, desde perspectivas filosóficas personalistas, analizó al hombre y sus circunstancias con importantes aportaciones, especialmente en su prolija obra doctrinal de su Magisterio, con numerosas encíclicas, algunas de tono social realmente avanzadas, en las que denunciaba tanto el capitalismo como el comunismo, como contrarios a los valores del Evangelio.

En el ámbito de los movimientos seglares dio luz verde a todos los que lo pidieron, y se sintieron como carismas eclesiales de vida evangélica, exhortando a la actividad de los seglares dentro de la Iglesia.

Promovió y activó con decisión numerosos procesos de beatificación y canonización como testimonio de vida cristiana en el mundo. Al tiempo que hizo acercamientos a los hermanos cristianos separados, a los judíos de los que dijo que eran nuestros hermanos mayores en la fe, y participó en encuentros Ecuménicos como el de Asís.

Por consiguiente fue un hombre que dio un profundo y auténtico testimonio cristiano con su vida, y aunque algunos le hayan visto como un giro tradicionalista postconciliar, realmente tuvo que poner orden en cierto grado de disolución que estaba viviendo la Iglesia, para lo cual hubo de recurrir a su Autoridad pontifical, que no siempre entendieron algunos sectores de la propia Iglesia; aunque no compartimos ese perfil de tradicionalismo en Juan Pablo II, dada su apertura social e incluso litúrgica. Más bien, fue su recurso de autoridad para el orden interno, el que le marcó en esa línea, pero probablemente fuera más aparente que real.

Cuestión distinta, podría ser la estructura clerical y episcopal que se pudo generar durante su pontificado, con la irrupción en la jerarquía eclesial de sectores auténticamente tradicionalistas del clero, que fueron perfilando sucesivamente su pontificado, y que se han ido sustentando con su sucesor Benedicto XVI –probablemente más tradicionalista que el propio Juan Pablo II-.

Por consiguiente, bienvenida la beatificación de un “hombre justo”, como es el caso de Juan Pablo II, pero también nos gustaría ver avanzar la de Juan XXIII, otro hombre justo y de extraordinaria bondad, cuyo proceso de beatificación paradójicamente está lastrado hace tiempo, inmerso en la burocracia vaticana, que sin embargo, ha sido mucho más eficaz en la tramitación de otros procesos de beatificación y canonización recientes.

De todas, maneras contemplemos estos acontecimientos como meras cuestiones humanas, pues seguro que el Padre Eterno ya les ha reconocido entre los suyos y se encuentran a su diestra.

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