Si alguien se siente atraído por las imágenes promocionales (en revistas o diarios) de La Casa de las Dagas Voladoras -no hace falta el tráiler- es porque también intuyó algo parecido hace un año, en el estreno de Hero, y probablemente sintió por primera vez esa sensación de atracción con Tigre y Dragón, la película de Ang Lee que puso las bases (y algo más, porque todavía no ha sido superada) de esta nueva forma de hacer cine marcada por un combate danzado, más coreográfico que físico, más poético que visceral, en permanente contacto con una naturaleza impecable y enmarcado en un entorno de leyendas olvidadas y atemporales para el público occidental. Lo que quiero decir es que Zhang Yimou vuelve a repetir la fórmula que tan buenos resultados le dio con su anterior trabajo (al menos entonces, porque visto lo visto Hero ya no está para revisiones) fundamentalmente en el terreno de la preciosista dirección artística, cargando al film de una (ya visitada) belleza plástica a veces deliciosa pero, a la larga, tremendamente cansina.
La película se ambienta a finales del siglo X, en una etapa de decadencia de la Dinastía Tang en la China feudal de la Edad Media. Una organización, La Casa de las Dagas Voladoras, lucha a favor de los pobres contra el emperador y sus (innumerables) hombres. En este marco de secesión se abre camino Mei (Zhang Ziyi), una muchacha ciega que lucha en el bando rebelde, y que junto a Jin (Takeshi Kaneshiro) logra escapar de los soldados de la corte una y otra vez. Tampoco puedo contar mucho más a riesgo de despedazar las múltiples sorpresas argumentales que propone Yimou a lo largo de los alargados 119 minutos que dura La Casa de las Dagas Voladoras; sólo comentar que se trata de una historia de amor a tres bandas, y que nuevamente la traición juega un papel importante en el devenir de los personajes.
Por lo demás tenemos un sinfín de luchas con dagas, espadas, arcos o a base de bambú, siempre dentro de una coreografía agradable a la vista, pero que debe buena parte de sus ideas formales a Matrix y Tigre y Dragón, adoptando siempre más de lo que desprende. La película se queda entonces entre la imagen contemplativa y lírica de la poesía de esa Edad de Oro de los Tang y el tedio de la repetición continua de lo mismo con ínfimas variantes. No salimos muy contentos, pero sabíamos de antemano lo que nos esperaba.