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Antonio Pérez Omister

Camisas de once varas

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París cerró durante todo el domingo el paso de trenes desde Génova y la escalada de tensión desatada en Europa por el desembarco en las costas italianas de decenas de miles de inmigrantes magrebíes ha alcanzado una nueva dimensión con la decisión del Gobierno francés de interrumpir el tráfico de trenes procedentes de Italia para evitar la entrada masiva en su territorio de norteafricanos. La medida enconó el pulso que desde hace semanas libran Roma y París a nivel bilateral y en el seno de las instituciones europeas acerca de la acogida de los más de 23.000 tunecinos desembarcados en la isla de Lampedusa desde enero. Desde los lejanos tiempos de las Guerras Púnicas, no habían desembarcado tanto tunecinos (cartagineses) en Italia.

El bloqueo francés de la frontera y la vehemente reacción italiana hicieron aflorar el conflicto interno que vive la UE acerca de la política migratoria, en un delicado momento político marcado por el espectacular ascenso de los partidos nacionalistas, y el endurecimiento de las posiciones en materia de inmigración de varios partidos ultraconservadores europeos.

Estas nuevas fricciones en el seno de la Unión Europea se suman a las profundas divisiones habidas en el continente por la intervención militar en Libia, y las aportaciones que deberá realizar cada estado miembro a los fondos de rescate puestos en marcha en algunos países. Europa empieza a tener demasiados problemas propios para preocuparse de los de otros países. Razón de más, precisamente, para no ir a casa de nuestros vecinos norteafricanos a crearlos.

El Gobierno francés, que ha sido el gran impulsor de la campaña militar contra Libia y de las revueltas orquestadas en el Magreb –desencadenantes del éxodo de norteafricanos– justifica ahora su decisión argumentando que Francia no está dispuesta a que Italia le endose el problema de la inmigración ilegal masiva y la reacción de Roma delata el temor italiano, varias veces expresado en las sedes europeas durante las pasadas semanas, de que los otros países miembros hagan la vista gorda frente al goteo ininterrumpido de barcazas que llegan a Lampedusa como consecuencia de las algaradas en el norte de África.

Roma reprocha a sus socios la falta de solidaridad. Pero Italia también hizo oídos sordos cuando fue España la que solicitó ayuda hace un par de años ante la avalancha de pateras fletadas desde Marruecos. Y ¿cómo hubiese reaccionado Francia si hubiésemos cerrado la frontera con ese país magrebí para frenar el tráfico de pateras y cayucos y la entrada de inmigrantes ilegales?

En la bobalicona Europa nadie se atreve a agarrar al toro por los cuernos por temor a ser tildado de xenófobo y perder votos. Pero países como España, donde pronto alcanzaremos los 5 millones de parados, no pueden seguir aumentando el número de inmigrantes ilegales y poniendo en serio riesgo la convivencia pacífica en muchas de sus ciudades. Una vez acogidos esos inmigrantes magrebíes ¿de qué van a vivir?

Para salir del paso, las autoridades italianas se sacaron de la manga un “permiso especial” de permanencia para los jóvenes norteafricanos llegados antes del 5 de abril. Se parece a un carné de identidad, con foto y datos personales, y concede un periodo de seis meses en el cual su titular puede abandonar Italia y dirigirse a otros países de la Unión Europea, según los acuerdos de libre circulación.

La política de “manga ancha” con la inmigración magrebí fue impulsada en su día por Francia, con vistas, sobre todo, a beneficiar a Marruecos y a sus antiguas colonias africanas, con las que mantiene unas estrechas y provechosas relaciones de clientelismo. No obstante, cuando Francia ha atisbado el menor problema a cuenta de la entrada masiva de refugiados tunecinos en su territorio, ha dado marcha atrás y su Gobierno no reconoce ahora la validez del “salvoconducto” italiano como documento válido para la entrada de magrebíes en territorio francés, y exige a éstos que cumplan con otros requisitos, entre ellos el de disponer de solvencia económica y de pasaporte. Prácticamente, lo mismo que se exige a un turista. Pero no estamos hablando de turistas, sino de refugiados que huyen de las violentas revueltas y de las guerras que los propios europeos, con Francia a la cabeza, han alentado en sus países.

¿Qué necesidad había de iniciar una guerra civil en Libia? ¿De dónde ha salido esa oposición a Gadafi, y cuál es su ideología política? Me pregunto si, después de todo, no será peor el remedio que la enfermedad.

En un momento de profunda crisis económica y política en el seno de la Unión, Europa ha dejado escapar una magnífica oportunidad para no meterse en camisas de once varas que le van demasiado grandes al cuerpo.

Cada uno en su casa, y Dios en la de todos.

Camisas de once varas

Antonio Pérez Omister
Antonio Pérez Omister
miércoles, 20 de abril de 2011, 07:03 h (CET)
París cerró durante todo el domingo el paso de trenes desde Génova y la escalada de tensión desatada en Europa por el desembarco en las costas italianas de decenas de miles de inmigrantes magrebíes ha alcanzado una nueva dimensión con la decisión del Gobierno francés de interrumpir el tráfico de trenes procedentes de Italia para evitar la entrada masiva en su territorio de norteafricanos. La medida enconó el pulso que desde hace semanas libran Roma y París a nivel bilateral y en el seno de las instituciones europeas acerca de la acogida de los más de 23.000 tunecinos desembarcados en la isla de Lampedusa desde enero. Desde los lejanos tiempos de las Guerras Púnicas, no habían desembarcado tanto tunecinos (cartagineses) en Italia.

El bloqueo francés de la frontera y la vehemente reacción italiana hicieron aflorar el conflicto interno que vive la UE acerca de la política migratoria, en un delicado momento político marcado por el espectacular ascenso de los partidos nacionalistas, y el endurecimiento de las posiciones en materia de inmigración de varios partidos ultraconservadores europeos.

Estas nuevas fricciones en el seno de la Unión Europea se suman a las profundas divisiones habidas en el continente por la intervención militar en Libia, y las aportaciones que deberá realizar cada estado miembro a los fondos de rescate puestos en marcha en algunos países. Europa empieza a tener demasiados problemas propios para preocuparse de los de otros países. Razón de más, precisamente, para no ir a casa de nuestros vecinos norteafricanos a crearlos.

El Gobierno francés, que ha sido el gran impulsor de la campaña militar contra Libia y de las revueltas orquestadas en el Magreb –desencadenantes del éxodo de norteafricanos– justifica ahora su decisión argumentando que Francia no está dispuesta a que Italia le endose el problema de la inmigración ilegal masiva y la reacción de Roma delata el temor italiano, varias veces expresado en las sedes europeas durante las pasadas semanas, de que los otros países miembros hagan la vista gorda frente al goteo ininterrumpido de barcazas que llegan a Lampedusa como consecuencia de las algaradas en el norte de África.

Roma reprocha a sus socios la falta de solidaridad. Pero Italia también hizo oídos sordos cuando fue España la que solicitó ayuda hace un par de años ante la avalancha de pateras fletadas desde Marruecos. Y ¿cómo hubiese reaccionado Francia si hubiésemos cerrado la frontera con ese país magrebí para frenar el tráfico de pateras y cayucos y la entrada de inmigrantes ilegales?

En la bobalicona Europa nadie se atreve a agarrar al toro por los cuernos por temor a ser tildado de xenófobo y perder votos. Pero países como España, donde pronto alcanzaremos los 5 millones de parados, no pueden seguir aumentando el número de inmigrantes ilegales y poniendo en serio riesgo la convivencia pacífica en muchas de sus ciudades. Una vez acogidos esos inmigrantes magrebíes ¿de qué van a vivir?

Para salir del paso, las autoridades italianas se sacaron de la manga un “permiso especial” de permanencia para los jóvenes norteafricanos llegados antes del 5 de abril. Se parece a un carné de identidad, con foto y datos personales, y concede un periodo de seis meses en el cual su titular puede abandonar Italia y dirigirse a otros países de la Unión Europea, según los acuerdos de libre circulación.

La política de “manga ancha” con la inmigración magrebí fue impulsada en su día por Francia, con vistas, sobre todo, a beneficiar a Marruecos y a sus antiguas colonias africanas, con las que mantiene unas estrechas y provechosas relaciones de clientelismo. No obstante, cuando Francia ha atisbado el menor problema a cuenta de la entrada masiva de refugiados tunecinos en su territorio, ha dado marcha atrás y su Gobierno no reconoce ahora la validez del “salvoconducto” italiano como documento válido para la entrada de magrebíes en territorio francés, y exige a éstos que cumplan con otros requisitos, entre ellos el de disponer de solvencia económica y de pasaporte. Prácticamente, lo mismo que se exige a un turista. Pero no estamos hablando de turistas, sino de refugiados que huyen de las violentas revueltas y de las guerras que los propios europeos, con Francia a la cabeza, han alentado en sus países.

¿Qué necesidad había de iniciar una guerra civil en Libia? ¿De dónde ha salido esa oposición a Gadafi, y cuál es su ideología política? Me pregunto si, después de todo, no será peor el remedio que la enfermedad.

En un momento de profunda crisis económica y política en el seno de la Unión, Europa ha dejado escapar una magnífica oportunidad para no meterse en camisas de once varas que le van demasiado grandes al cuerpo.

Cada uno en su casa, y Dios en la de todos.

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