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Las ilusiones de Alejandra. A saber si realidades algún día

Alejandra Alejandra, mujer sonde las haya. Sí Señor (III)

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Unnamed 6

A Alejandra le gustaba bastante el amanecer y yendo para el colegio más de una vez se quedó observándolo en silencio. Un día le escribió una poesía expresándole su deseo de formar parte suyo en algún momento después de la muerte. Era su cielo, su paraíso particular, que Dios le mostraba a cada paso de su vida. Le escribía poesías, con una de ellas ganó un importante concurso, le dieron un buen dinero por ella, formó parte de un prestigioso libro que se vendió como churros. Me parece que decía:

Amanecer, Aurora Boreal,
Sólo le pido a Dios que no me faltes
Por las mañanas, que te veo rostro,
Sé que me hablas, eres mi amigo
Y quiero estar siempre contigo,
Si no te veo siento mucho frío,
Cientos de temblores sepulcrales.
Mi vida busca refugio en tus colores,
Busca un amigo que siempre esté conmigo.
Tu peregrinar me acompaña,
Me da aliento, es mi alimento.
Sigue llamando a mi ventana,
Eres mi vida, te necesito.

Algo así decía, no puedo recordarlo bien.
Lo que si sé que es que “la Aurora”, el amanecer, era para ella un verdadero acontecimiento. Una realidad latente que formaba parte de su vida, como nada que hubiese conocido, era su amigo de las mañanas, le admiraba, le quería, le deseaba. Se lo pedía a Dios con todas sus fuerzas. Con todas ellas.

“Sólo le pido a Dios que no me faltes por las mañanas,
Que a mi ventana temprano llames”.
¿Es muy fuerte escuchar estas palabras?. Mucho. Muchísimo llego a pensar hoy día martes doce de junio.

Vivía pidiendo un cielo naranja, que a saber si Dios le concedería en un futuro, a saberlo. Un cielo más bajito, más al alcance de la mano de todos, un cielo más posible, y sobretodo, más caluroso, más próximo a la mirada.

Para mirar “La Aurora” vale con mirar de frente, para mirar al cielo hay que ver hacia arriba. Bueno, estas son reflexiones sin importancia. Lo cierto es que a Alejandra, en lo que en realidad creía, era en lo que era azul.

Alejandra quedó contenta de ganar ese concurso.

Supo de penas y lloraba la de los demás, perdía mucho tiempo en eso y en eso, no se pierde tiempo.

No le gustaba demasiado estar sin hacer nada. El trabajo era un bien necesario, aunque le gustaba mucho, muchísimo, dormir.

Cuando dormía se sentía en paz.

Su madre, intentaba que no hiciera de eso una arraigada costumbre.

Dormía la siesta luego del almuerzo. Se acostaba a las diez en punto de la noche, puntualmente, aunque diese diez mil vueltas en la cama antes de caer en los preciados brazos de Morfeo.

Al acostarse, lo primero que hacía era evaluar el día y eso no debía hacerlo. Siempre le veía cosas malas y el día tiene también cosas buenas.

Era mejor que pasase de eso.

Luego se dormía, muy lentamente, había muchas contradicciones antes de emprender el viaje del sueño.

Nadie sospechaba de su angustia. Nadie la consideraba culpable de nada.

Tenía que irse a dormir y ya estaba. Eso era todo, luego, claro, de verse la novela de la televisión en un sillón y con la compañía del gato.

Su madre siempre la vistió moderna desde pequeña, con ropas sueltas, de colores diversos, de muchas telas bien combinadas, de diferentes modelos. Estaba muy guapa con todos y cada uno de ellos. Muy pero que muy guapa siempre.

Su madre le sacaba fotos en el salón de su casa a ella y a su hermana, se cambiaban de ropa, se maquillaban, ponían poses variadas, cogían al gato para fotografiarse con el, lástima no tener el caballo para ponerlo también, lástima.

Quedaban bien en ellas. Muy bien.

En los recreos del colegio a Alejandra le gustaba comer cocosetes, torontos, tequeños, tequeñones, bocadillos calientes con queso derretido, perritos calientes con cebollita que un negrito con un carrito preparaba muy bien, muy pero que muy bien. Eran estupendos, de gran fama, gente de otros colegios venían a comprárselos.

Alejandra tuvo una amiga que escribía con las dos manos, una al derecho y otra al revés, y una hacia arriba y otra hacia bajo, en la pizarra, en los papeles, en el cuaderno. Era fabulosa. Lo era realmente.

Esa amiga quería ser educadora especial. Sacaba notas regulares, se llamaba Lucía Gingipsyer. Era blanca de ojos y pelo negro y tenía dos hermanos y una hermana, que una vez, en un accidente con un ventilador perdió un dedo y se quedó sin el, así sin más, se quedó sin el dedo meñique, porque no lo encontró para que se lo “pegasen” en un hospital.

Su hermana lloró mucho, pero ya no se pudo hacer nada por ella. Ya no se pudo.

Lucía comía mucho en el recreo La conoció en el nuevo colegio al que se había cambiado luego de vivir los inoportunos disturbios del primero. Hablaba despacio, sabía jugar muy bien al ping pong. Era pausada para los estudios y estudiaba lo básico. No era atractiva, siempre sonreía, siempre lo hacía, siempre, siempre.

Era de una familia adinerada. Al contrario del primer colegio en que estudió nuestra amiga, en este segundo todos lo eran. Todos eran ricos de más.

Lucía tenía una casa muy bonita, grande, sus hermanos estaban acabando carreras. Ella se sentía dichosa en esa familia. Una vez en una misa pidió “por la salud de un muerto” y todos se rieron de ella. Su intención, supongo, sería buena, quien lo sabe. No era lo normal pedirlo, no lo era.

Ese mismo día Alejandra confesó sus pecados y dijo al cura que decía muchas mentiras, que alguna vez se había portado mal con su santísima madre, que molestaba cuando le venía en gana a quien quería, que se divertía con los errores de los otros… El cura la perdonó.

En otras misas, Alejandra se decidió a leer sermones, partes de la Biblia, pero los nervios entorpecían por completo su lectura y su voz salía temblorosa, pero como dicen que la procesión va por dentro, seguramente nadie lo notó. Nadie.

Ella quería hacerlo bien, respetaba a Dios, pero en esos momentos y en la misa delante de tanta gente desconocida y conocida, su voz se resintió.

Alejandra tenía un inmenso don de gentes, pensó en ser monja, pero se preguntaba si las religiosas realmente se merecerían estar con ella, tenía conciencia de muchas cosas, de muchos valores que a otros no les veía. No se los veía, ni por delante ni por detrás.

A Alejandra le gustaba dar de comer a las palomas. Les daba pancito fresco y arroz en la terraza de casa. Les tenía nombre a todas ellas, una se llamaba Aurorita, otra Mari carmen, otra se llamaba Negrita, Grisácea, Nueva, Voladora, Meditadora, Rayada, Luz, Lucero, Caramelo, Geichanchún, Mijalpuerj, Melucutú, Eminalgh, Lukrecia Celhestiall…

Las palomitas le comían en la mano a Alejandra, en los techos de la terraza del primer piso, que era muy grande. Entraban hasta la cocina, ella las cogía en la mano y andaba con ellas por toda la casa.

Cuando Minio las veía las quería cazar con fuerza. Quería comérselas enteras y era capaz si le dejaban de hasta saltar por la ventana. Lo era realmente. Lo era porque era así de salvaje e incluso muchas veces peleaba con los dientes con su padre y eran verdaderas batallas campales.

A ella le gustaba tenerle nombre a todo ser viviente. Y se lo ponía, y se lo encontraba, hay muchos nombres en el mundo y sino que se lo pregunten a Alejandra. También les bautizaba con agua bendita para que después de morir tuvieran vida eterna en el cielo. Muchas cucarachas mató Alejandra con la chola (zapatillas de casa viejas y rotas… talvez), no le gustaban y lo hacía sin pensar cuando era pequeña. Lo hacía sin saber bien porque, cogía esa chola, pequeña como era, y las zapateaba sin piedad y luego con una servilleta retiraba sus cadáveres.

Una vez tuvo un gatito negro unos días en casa que hizo demostración de sus grandes dotes de cazador y pasada la noche dejo la casa sin una sola cucarachita ni insecto de cualquier especie. Las mató, a las grandes y a las medianas y a las pequeñitas y eran más de ciento diez. También le gustaba matar mosquitos y sacar a las moscas y abejas por la ventana, le molestaban en casa, no las dejaba vivir su vida, la vida que Dios les dio.

Nuestra amiga sabía de insecticidas, pero le gustaba matar pronto, no lentamente. Pero no nos equivoquemos, no le gustaba matar.

Sólo mataba insectos que se afanaban en molestar, de esos feos y que te asustan o te pican en el momento menos oportuno.

Alejandra daba de comer a los animales de las calles cercanas y lejanas, principalmente en Rycanbuert, Jugenhiatt, Buencarí y Saljampru, a los gatos y perros abandonados, a los borrachitos les daba monedas, lo que le sobraba en casa lo repartía entre los que menos tenían. Esa era nuestra niña. En ocasiones traviesa, en muchas otras, una santa mujercita actual, querida y amada.

Alejandra Alejandra, mujer sonde las haya. Sí Señor (III)

Las ilusiones de Alejandra. A saber si realidades algún día
Aurora Peregrina Varela Rodriguez
domingo, 12 de marzo de 2017, 03:08 h (CET)

Unnamed 6

A Alejandra le gustaba bastante el amanecer y yendo para el colegio más de una vez se quedó observándolo en silencio. Un día le escribió una poesía expresándole su deseo de formar parte suyo en algún momento después de la muerte. Era su cielo, su paraíso particular, que Dios le mostraba a cada paso de su vida. Le escribía poesías, con una de ellas ganó un importante concurso, le dieron un buen dinero por ella, formó parte de un prestigioso libro que se vendió como churros. Me parece que decía:

Amanecer, Aurora Boreal,
Sólo le pido a Dios que no me faltes
Por las mañanas, que te veo rostro,
Sé que me hablas, eres mi amigo
Y quiero estar siempre contigo,
Si no te veo siento mucho frío,
Cientos de temblores sepulcrales.
Mi vida busca refugio en tus colores,
Busca un amigo que siempre esté conmigo.
Tu peregrinar me acompaña,
Me da aliento, es mi alimento.
Sigue llamando a mi ventana,
Eres mi vida, te necesito.

Algo así decía, no puedo recordarlo bien.
Lo que si sé que es que “la Aurora”, el amanecer, era para ella un verdadero acontecimiento. Una realidad latente que formaba parte de su vida, como nada que hubiese conocido, era su amigo de las mañanas, le admiraba, le quería, le deseaba. Se lo pedía a Dios con todas sus fuerzas. Con todas ellas.

“Sólo le pido a Dios que no me faltes por las mañanas,
Que a mi ventana temprano llames”.
¿Es muy fuerte escuchar estas palabras?. Mucho. Muchísimo llego a pensar hoy día martes doce de junio.

Vivía pidiendo un cielo naranja, que a saber si Dios le concedería en un futuro, a saberlo. Un cielo más bajito, más al alcance de la mano de todos, un cielo más posible, y sobretodo, más caluroso, más próximo a la mirada.

Para mirar “La Aurora” vale con mirar de frente, para mirar al cielo hay que ver hacia arriba. Bueno, estas son reflexiones sin importancia. Lo cierto es que a Alejandra, en lo que en realidad creía, era en lo que era azul.

Alejandra quedó contenta de ganar ese concurso.

Supo de penas y lloraba la de los demás, perdía mucho tiempo en eso y en eso, no se pierde tiempo.

No le gustaba demasiado estar sin hacer nada. El trabajo era un bien necesario, aunque le gustaba mucho, muchísimo, dormir.

Cuando dormía se sentía en paz.

Su madre, intentaba que no hiciera de eso una arraigada costumbre.

Dormía la siesta luego del almuerzo. Se acostaba a las diez en punto de la noche, puntualmente, aunque diese diez mil vueltas en la cama antes de caer en los preciados brazos de Morfeo.

Al acostarse, lo primero que hacía era evaluar el día y eso no debía hacerlo. Siempre le veía cosas malas y el día tiene también cosas buenas.

Era mejor que pasase de eso.

Luego se dormía, muy lentamente, había muchas contradicciones antes de emprender el viaje del sueño.

Nadie sospechaba de su angustia. Nadie la consideraba culpable de nada.

Tenía que irse a dormir y ya estaba. Eso era todo, luego, claro, de verse la novela de la televisión en un sillón y con la compañía del gato.

Su madre siempre la vistió moderna desde pequeña, con ropas sueltas, de colores diversos, de muchas telas bien combinadas, de diferentes modelos. Estaba muy guapa con todos y cada uno de ellos. Muy pero que muy guapa siempre.

Su madre le sacaba fotos en el salón de su casa a ella y a su hermana, se cambiaban de ropa, se maquillaban, ponían poses variadas, cogían al gato para fotografiarse con el, lástima no tener el caballo para ponerlo también, lástima.

Quedaban bien en ellas. Muy bien.

En los recreos del colegio a Alejandra le gustaba comer cocosetes, torontos, tequeños, tequeñones, bocadillos calientes con queso derretido, perritos calientes con cebollita que un negrito con un carrito preparaba muy bien, muy pero que muy bien. Eran estupendos, de gran fama, gente de otros colegios venían a comprárselos.

Alejandra tuvo una amiga que escribía con las dos manos, una al derecho y otra al revés, y una hacia arriba y otra hacia bajo, en la pizarra, en los papeles, en el cuaderno. Era fabulosa. Lo era realmente.

Esa amiga quería ser educadora especial. Sacaba notas regulares, se llamaba Lucía Gingipsyer. Era blanca de ojos y pelo negro y tenía dos hermanos y una hermana, que una vez, en un accidente con un ventilador perdió un dedo y se quedó sin el, así sin más, se quedó sin el dedo meñique, porque no lo encontró para que se lo “pegasen” en un hospital.

Su hermana lloró mucho, pero ya no se pudo hacer nada por ella. Ya no se pudo.

Lucía comía mucho en el recreo La conoció en el nuevo colegio al que se había cambiado luego de vivir los inoportunos disturbios del primero. Hablaba despacio, sabía jugar muy bien al ping pong. Era pausada para los estudios y estudiaba lo básico. No era atractiva, siempre sonreía, siempre lo hacía, siempre, siempre.

Era de una familia adinerada. Al contrario del primer colegio en que estudió nuestra amiga, en este segundo todos lo eran. Todos eran ricos de más.

Lucía tenía una casa muy bonita, grande, sus hermanos estaban acabando carreras. Ella se sentía dichosa en esa familia. Una vez en una misa pidió “por la salud de un muerto” y todos se rieron de ella. Su intención, supongo, sería buena, quien lo sabe. No era lo normal pedirlo, no lo era.

Ese mismo día Alejandra confesó sus pecados y dijo al cura que decía muchas mentiras, que alguna vez se había portado mal con su santísima madre, que molestaba cuando le venía en gana a quien quería, que se divertía con los errores de los otros… El cura la perdonó.

En otras misas, Alejandra se decidió a leer sermones, partes de la Biblia, pero los nervios entorpecían por completo su lectura y su voz salía temblorosa, pero como dicen que la procesión va por dentro, seguramente nadie lo notó. Nadie.

Ella quería hacerlo bien, respetaba a Dios, pero en esos momentos y en la misa delante de tanta gente desconocida y conocida, su voz se resintió.

Alejandra tenía un inmenso don de gentes, pensó en ser monja, pero se preguntaba si las religiosas realmente se merecerían estar con ella, tenía conciencia de muchas cosas, de muchos valores que a otros no les veía. No se los veía, ni por delante ni por detrás.

A Alejandra le gustaba dar de comer a las palomas. Les daba pancito fresco y arroz en la terraza de casa. Les tenía nombre a todas ellas, una se llamaba Aurorita, otra Mari carmen, otra se llamaba Negrita, Grisácea, Nueva, Voladora, Meditadora, Rayada, Luz, Lucero, Caramelo, Geichanchún, Mijalpuerj, Melucutú, Eminalgh, Lukrecia Celhestiall…

Las palomitas le comían en la mano a Alejandra, en los techos de la terraza del primer piso, que era muy grande. Entraban hasta la cocina, ella las cogía en la mano y andaba con ellas por toda la casa.

Cuando Minio las veía las quería cazar con fuerza. Quería comérselas enteras y era capaz si le dejaban de hasta saltar por la ventana. Lo era realmente. Lo era porque era así de salvaje e incluso muchas veces peleaba con los dientes con su padre y eran verdaderas batallas campales.

A ella le gustaba tenerle nombre a todo ser viviente. Y se lo ponía, y se lo encontraba, hay muchos nombres en el mundo y sino que se lo pregunten a Alejandra. También les bautizaba con agua bendita para que después de morir tuvieran vida eterna en el cielo. Muchas cucarachas mató Alejandra con la chola (zapatillas de casa viejas y rotas… talvez), no le gustaban y lo hacía sin pensar cuando era pequeña. Lo hacía sin saber bien porque, cogía esa chola, pequeña como era, y las zapateaba sin piedad y luego con una servilleta retiraba sus cadáveres.

Una vez tuvo un gatito negro unos días en casa que hizo demostración de sus grandes dotes de cazador y pasada la noche dejo la casa sin una sola cucarachita ni insecto de cualquier especie. Las mató, a las grandes y a las medianas y a las pequeñitas y eran más de ciento diez. También le gustaba matar mosquitos y sacar a las moscas y abejas por la ventana, le molestaban en casa, no las dejaba vivir su vida, la vida que Dios les dio.

Nuestra amiga sabía de insecticidas, pero le gustaba matar pronto, no lentamente. Pero no nos equivoquemos, no le gustaba matar.

Sólo mataba insectos que se afanaban en molestar, de esos feos y que te asustan o te pican en el momento menos oportuno.

Alejandra daba de comer a los animales de las calles cercanas y lejanas, principalmente en Rycanbuert, Jugenhiatt, Buencarí y Saljampru, a los gatos y perros abandonados, a los borrachitos les daba monedas, lo que le sobraba en casa lo repartía entre los que menos tenían. Esa era nuestra niña. En ocasiones traviesa, en muchas otras, una santa mujercita actual, querida y amada.

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