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Borja Costa

Continuum

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Los estrenos de obras de concierto tienen siempre visos de convertirse en jornadas desagradables y frustrantes tanto para el autor como para los ejecutantes implicados en ellas, algo que decididamente no ocurre si uno sabe adaptarse a las circunstancias y disfrutar, si no ya de una obra que quizás hubiera podido ver la luz de una manera más adecuada, sí de las vivencias que todo el montaje concertístico depara.

No conviene engañarse demasiado por parte de creadores y público: la peor ejecución de una nueva pieza suele ser siempre la primera, es decir, la más esperada, pero también aquella en la que se ponen de manifiesto la falta de familiaridad por parte de los músicos con la partitura, los pasajes difíciles que han sido insuficientemente trabajados, y, por supuesto, los errores en los que cae el compositor escribiendo determinadas cosas bajo criterios equivocados y que corregirá de cara a futuras ejecuciones.

Pero insisto en que de la misma manera que esta interpretación siempre es la peor, no hay que perder de vista que es esta la ocasión en la que uno va a conocer a un buen puñado de personas vinculadas, cuestión que, sin ninguna duda para mí, ofrece mayor atractivo que todo lo demás.

Ahora que ya me encuentro en Madrid, a salvo de la experiencia barcelonesa que ha supuesto el estreno de “Montune!”, obra para ensamble encargo de los jóvenes solistas Mar Poveda Pérez y Javier López Peña - quienes se han revelado a mis ojos como unos incipientes pero audaces (y solventes) interpretes de clarinete y fagot respectivamente -, y que ha culminado con una necesidad de ingesta masiva de vitaminas para paliar los excesos a los que invita la Ciudad Condal, es el momento de hacer recuento de recuerdos agradables para toda la gente que nos ha acompañado en la aventura, desde el talento emergente de Xavier Torres, pianista a puente entre la técnica clásica y las artes improvisatorias de asombrosa y enérgica respuesta, a la vigorosa fuerza de la percusión de Cento Carbó, pasando por todos y cada uno de los ejecutantes que nos han acompañado y entre los que se encuentran gente como Ernest Martínez, Karolina Andrzejczak, María Ballesteros, Claudia Sansón, Isabel Juárez, Ricardo Gil, Sara Chordá o Andrea Calvo.

Barcelona me ha brindado también la insólita oportunidad de hablar con la musicóloga Nekane García Amezaga sobre nuestro común amor hacia el filósofo y compositor Theodor W. Adorno, conversación que trataré de continuar por todos los medios en breve (y a la que añadiré mis observaciones sobre su biblioteca conformada por la mezcla siempre interesante de Schoenberg y Saramago), así como con la también clarinetista Cecilia Serrano Oliveira, con quien coincidiré en el avión de regreso viendo a un tiempo el amanecer de Levante mientras Madrid permanece en la oscuridad de la noche más absoluta.

Cuando Cecilia y yo nos despedimos, ya lejos del aeropuerto y en alguna estación del suburbano madrileño, el dolor de mi pecho es realmente espantoso. El malestar físico que arrastro desde el primer día de viaje ha crecido, sin duda, debido a la falta de cuidados.

Como no podría ser de otra manera, recuerdo la historia que hace escasas horas he oído de boca de Albert Gumí, acerca del malogrado Carles Riera. Albert, ejecutante y pedagogo virtuoso, compositor y padre orgullosísimo (a mí, las simpatías humanas se me despiertan siempre justificadamente), me ha regalado un DVD realmente maravilloso de ambos tocando con su formación Stadler Trío (el tercero sería Eric Hoeprich) en pleno corazón de La Alhambra granadina, los tres en calidad de ejecutantes del histórico corno di bassetto: un verdadero goce para mis ojos y mis oídos que me hace pensar, mientras escribo estas líneas, en ese simbolismo tan bello y duro a un tiempo de la alberca andalusí, y que invita a reflexionar sobre lo pasajero de todo lo terreno.

Me hiela la sangre verlos reflejados en el agua estancada sabiendo que uno de ellos ya no está aquí. Quizás por eso me acuerdo hoy de todas estas personas por encima de cualquier otra cosa. Las obras, si son merecedoras de ello, permanecerán vivas, pero nosotros, por buenos que seamos, estamos condenados a desaparecer.

Y creo que es por eso por lo que hoy me siento más que nunca en la obligación de agarrar la vida de mano de gente maravillosa, mientras esta elección se encuentre todavía en mis manos.

Continuum

Borja Costa
Borja Costa
lunes, 18 de abril de 2011, 07:45 h (CET)
Los estrenos de obras de concierto tienen siempre visos de convertirse en jornadas desagradables y frustrantes tanto para el autor como para los ejecutantes implicados en ellas, algo que decididamente no ocurre si uno sabe adaptarse a las circunstancias y disfrutar, si no ya de una obra que quizás hubiera podido ver la luz de una manera más adecuada, sí de las vivencias que todo el montaje concertístico depara.

No conviene engañarse demasiado por parte de creadores y público: la peor ejecución de una nueva pieza suele ser siempre la primera, es decir, la más esperada, pero también aquella en la que se ponen de manifiesto la falta de familiaridad por parte de los músicos con la partitura, los pasajes difíciles que han sido insuficientemente trabajados, y, por supuesto, los errores en los que cae el compositor escribiendo determinadas cosas bajo criterios equivocados y que corregirá de cara a futuras ejecuciones.

Pero insisto en que de la misma manera que esta interpretación siempre es la peor, no hay que perder de vista que es esta la ocasión en la que uno va a conocer a un buen puñado de personas vinculadas, cuestión que, sin ninguna duda para mí, ofrece mayor atractivo que todo lo demás.

Ahora que ya me encuentro en Madrid, a salvo de la experiencia barcelonesa que ha supuesto el estreno de “Montune!”, obra para ensamble encargo de los jóvenes solistas Mar Poveda Pérez y Javier López Peña - quienes se han revelado a mis ojos como unos incipientes pero audaces (y solventes) interpretes de clarinete y fagot respectivamente -, y que ha culminado con una necesidad de ingesta masiva de vitaminas para paliar los excesos a los que invita la Ciudad Condal, es el momento de hacer recuento de recuerdos agradables para toda la gente que nos ha acompañado en la aventura, desde el talento emergente de Xavier Torres, pianista a puente entre la técnica clásica y las artes improvisatorias de asombrosa y enérgica respuesta, a la vigorosa fuerza de la percusión de Cento Carbó, pasando por todos y cada uno de los ejecutantes que nos han acompañado y entre los que se encuentran gente como Ernest Martínez, Karolina Andrzejczak, María Ballesteros, Claudia Sansón, Isabel Juárez, Ricardo Gil, Sara Chordá o Andrea Calvo.

Barcelona me ha brindado también la insólita oportunidad de hablar con la musicóloga Nekane García Amezaga sobre nuestro común amor hacia el filósofo y compositor Theodor W. Adorno, conversación que trataré de continuar por todos los medios en breve (y a la que añadiré mis observaciones sobre su biblioteca conformada por la mezcla siempre interesante de Schoenberg y Saramago), así como con la también clarinetista Cecilia Serrano Oliveira, con quien coincidiré en el avión de regreso viendo a un tiempo el amanecer de Levante mientras Madrid permanece en la oscuridad de la noche más absoluta.

Cuando Cecilia y yo nos despedimos, ya lejos del aeropuerto y en alguna estación del suburbano madrileño, el dolor de mi pecho es realmente espantoso. El malestar físico que arrastro desde el primer día de viaje ha crecido, sin duda, debido a la falta de cuidados.

Como no podría ser de otra manera, recuerdo la historia que hace escasas horas he oído de boca de Albert Gumí, acerca del malogrado Carles Riera. Albert, ejecutante y pedagogo virtuoso, compositor y padre orgullosísimo (a mí, las simpatías humanas se me despiertan siempre justificadamente), me ha regalado un DVD realmente maravilloso de ambos tocando con su formación Stadler Trío (el tercero sería Eric Hoeprich) en pleno corazón de La Alhambra granadina, los tres en calidad de ejecutantes del histórico corno di bassetto: un verdadero goce para mis ojos y mis oídos que me hace pensar, mientras escribo estas líneas, en ese simbolismo tan bello y duro a un tiempo de la alberca andalusí, y que invita a reflexionar sobre lo pasajero de todo lo terreno.

Me hiela la sangre verlos reflejados en el agua estancada sabiendo que uno de ellos ya no está aquí. Quizás por eso me acuerdo hoy de todas estas personas por encima de cualquier otra cosa. Las obras, si son merecedoras de ello, permanecerán vivas, pero nosotros, por buenos que seamos, estamos condenados a desaparecer.

Y creo que es por eso por lo que hoy me siento más que nunca en la obligación de agarrar la vida de mano de gente maravillosa, mientras esta elección se encuentre todavía en mis manos.

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