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Robert J. Samuelson

La Administracion intervencionista se asoma al abismo

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WASHINGTON - Nosotros los de América hemos creado el gobierno suicida; la amenaza de clausura de la actividad pública por falta de recursos y los tercos déficit presupuestarios no son sino los síntomas. Por suicida, quiero decir que la administración pública ha prometido más de lo que puede ofrecer de forma realista y, como resultado, decepciona repetidamente al brindar menos de lo que espera la población o poner en peligro lo que ya recibe ésta. Pero la administración pública no puede corregir con facilidad sus excesos, porque los estadounidenses dependen de ella en tantas cosas que cualquier iniciativa para alterar la situación provoca una tormenta de oposición que garantiza virtualmente la derrota de la iniciativa. La ampliación misma del gobierno lo ha puesto en tela de juicio, ha paralizado el mecanismo político y le impide actuar en favor del interés nacional.

Pocos estadounidenses se dan cuenta del alcance de su dependencia. La Oficina del Censo informa que en el año 2009, casi la mitad (el 46,2%) de los 300 millones de estadounidenses percibía al menos una prestación federal: 46,5 millones, afiliados a la seguridad social; 42,6 millones, al programa Medicare de la tercera edad; 42,4 millones al programa Medicaid de los pobres; 36,1 millones a las cartillas de alimentación; 3,2 millones son veteranos con pensión; 12,4 millones recibieron ayudas a la vivienda. La lista del Censo no incluye deducciones tributarias. Contabilizándolas, las tres cuartas partes de los estadounidenses o más reciben alguna forma relevante de ayuda pública. Por ejemplo, cerca del 22% de los contribuyentes se benefician de la deducción por hipoteca y el 43% desgrava la cobertura sanitaria que le paga la empresa, según el colectivo independiente Centro de Legislación Tributaria.

"En tiempos la política trataba unas cuantas cosas; hoy, está en casi todo", escribe el destacado politólogo James Q. Wilson en un recopilatorio de ensayos de reciente publicación ("La política estadounidense, ayer y hoy"). El concepto de "interés nacional vital" se amplía al extremo. Recurrimos despreocupadamente a lo público para satisfacer cualquier deseo colectivo, corregir cualquier discrepancia percibida o remediar cualquier deficiencia del mercado. Lo que ha fomentado esta ampliación política, observa Wilson, es la creciente influencia de los "intelectuales de movimiento" -- catedráticos, tertulianos, "expertos" -- que brindan excusas razonables a diversas agendas políticas.

La consecuencia es la sobrecarga política: el sistema ya no puede adoptar decisiones, sobre todo las desagradables, por el bien de la nación en conjunto. La opinión pública está irremediablemente confundida. Las encuestas recabadas por el National Opinion Research Center de la Universidad de Chicago manifiestan de forma constante que los estadounidenses quieren mayor gasto en educación (el 74%), en salud (el 60%), en la seguridad social (el 57%) y, en la práctica, en casi todo. Según los mismos sondeos, entre la mitad y las dos terceras partes de los estadounidenses consideran a menudo que sus impuestos son demasiado altos; en 2010, un mísero 2% los juzgaba demasiado bajos. Los grandes déficit presupuestarios son la consecuencia lógica; pero por supuesto, la mayoría de los estadounidenses quieren que también se recorten.

El problema es que, a pesar del apoyo a primera vista en favor de "la reducción del déficit" o "la reforma tributaria", pocos estadounidenses renunciarán a su propia prestación, subvenciones o deducciones fiscales -- una precondición del éxito. Como cuestión práctica, la mayor parte de los programas federales y deducciones fiscales se enmarcan dentro de una categoría de dos, resistentes al cambio por separado.

La primera incluye los grandes nombres (la seguridad social, la deducción fiscal por hipoteca) cuyos receptores son tan considerables que cualquier gesto de hacer recortes despierta una oposición masiva -- o su fantasma. Los políticos prácticos reculan. La segunda abarca los programas más reducidos (la corporación ferroviaria Amtrak, el subsidio al etanol) que, aunque teniendo una repercusión presupuestaria pequeña, suscitan la devoción fanática de sus partidarios. Hace poco, por ejemplo, el cineasta documental Ken Burns defendió la cultura de la subvención ("una fracción infinitesimalmente pequeña del déficit") en el Washington Post. Los políticos reculan; las mejoras presupuestarias exiguas no valen la desproporcionada difamación pública.

Bien, si no se pueden alterar los programas grandes ni los pequeños, ¿qué se puede hacer? Casi nada.

Si los déficit fueran temporales -- desde luego estaban justificados para compensar la recesión -- o pequeños, resultarían menos preocupantes. Durante años fue el caso. Ya no. Una población que envejece y un gasto sanitario desbocado generan ahora una discrepancia masiva entre recaudación fiscal y gasto público, hasta en situación de "pleno empleo". La gran amenaza es una crisis futura de la deuda, con inversores que se abstienen de adquirir cualquier título de deuda pública que la administración necesite para funcionar. De forma que el Congreso y el Presidente Obama se enfrentan a un dilema: Cuanto más tratan de desactivar el problema económico del exceso de endeudamiento, mayor es el riesgo político que asumen al recortar el gasto público o subir los impuestos.

Prospera el estancamiento. Los presupuestos que propone para el ejercicio 2012 el secretario del Comité Presupuestario de la Cámara Paul Ryan abordan frontalmente el gasto público pero no hacen ningún recorte en la seguridad social. Los planes de Ryan extraen en última instancia lo imprescindible de la defensa y diversos programas nacionales de valores; no alcanzan el equilibrio hasta el ejercicio 2040. En comparación con los Demócratas, sin embargo, Ryan es un modelo de rigor intelectual y valor político. Obama va a incurrir en déficit enormes de aquí a la eternidad; la Oficina Presupuestaria del Congreso ha proyectado 12,2 billones de deuda añadida de 2010 a 2021 consecuencia de las políticas de él. Obama insta a mantener conversaciones "adultas" y se comporta igual que un niño, rechazando las opciones que no son atractivas.

La administración es suicida porque alimenta expectativas que no podrá satisfacer. Todo el enfrentamiento partidista en torno a la clausura de la actividad federal por falta de fondos ha pasado por alto la cuestión de fondo: que recuperemos la administración pública como instrumento de progreso o si va a seguir siendo - como es hoy - una amenaza.

La Administracion intervencionista se asoma al abismo

Robert J. Samuelson
Robert J. Samuelson
domingo, 10 de abril de 2011, 08:26 h (CET)
WASHINGTON - Nosotros los de América hemos creado el gobierno suicida; la amenaza de clausura de la actividad pública por falta de recursos y los tercos déficit presupuestarios no son sino los síntomas. Por suicida, quiero decir que la administración pública ha prometido más de lo que puede ofrecer de forma realista y, como resultado, decepciona repetidamente al brindar menos de lo que espera la población o poner en peligro lo que ya recibe ésta. Pero la administración pública no puede corregir con facilidad sus excesos, porque los estadounidenses dependen de ella en tantas cosas que cualquier iniciativa para alterar la situación provoca una tormenta de oposición que garantiza virtualmente la derrota de la iniciativa. La ampliación misma del gobierno lo ha puesto en tela de juicio, ha paralizado el mecanismo político y le impide actuar en favor del interés nacional.

Pocos estadounidenses se dan cuenta del alcance de su dependencia. La Oficina del Censo informa que en el año 2009, casi la mitad (el 46,2%) de los 300 millones de estadounidenses percibía al menos una prestación federal: 46,5 millones, afiliados a la seguridad social; 42,6 millones, al programa Medicare de la tercera edad; 42,4 millones al programa Medicaid de los pobres; 36,1 millones a las cartillas de alimentación; 3,2 millones son veteranos con pensión; 12,4 millones recibieron ayudas a la vivienda. La lista del Censo no incluye deducciones tributarias. Contabilizándolas, las tres cuartas partes de los estadounidenses o más reciben alguna forma relevante de ayuda pública. Por ejemplo, cerca del 22% de los contribuyentes se benefician de la deducción por hipoteca y el 43% desgrava la cobertura sanitaria que le paga la empresa, según el colectivo independiente Centro de Legislación Tributaria.

"En tiempos la política trataba unas cuantas cosas; hoy, está en casi todo", escribe el destacado politólogo James Q. Wilson en un recopilatorio de ensayos de reciente publicación ("La política estadounidense, ayer y hoy"). El concepto de "interés nacional vital" se amplía al extremo. Recurrimos despreocupadamente a lo público para satisfacer cualquier deseo colectivo, corregir cualquier discrepancia percibida o remediar cualquier deficiencia del mercado. Lo que ha fomentado esta ampliación política, observa Wilson, es la creciente influencia de los "intelectuales de movimiento" -- catedráticos, tertulianos, "expertos" -- que brindan excusas razonables a diversas agendas políticas.

La consecuencia es la sobrecarga política: el sistema ya no puede adoptar decisiones, sobre todo las desagradables, por el bien de la nación en conjunto. La opinión pública está irremediablemente confundida. Las encuestas recabadas por el National Opinion Research Center de la Universidad de Chicago manifiestan de forma constante que los estadounidenses quieren mayor gasto en educación (el 74%), en salud (el 60%), en la seguridad social (el 57%) y, en la práctica, en casi todo. Según los mismos sondeos, entre la mitad y las dos terceras partes de los estadounidenses consideran a menudo que sus impuestos son demasiado altos; en 2010, un mísero 2% los juzgaba demasiado bajos. Los grandes déficit presupuestarios son la consecuencia lógica; pero por supuesto, la mayoría de los estadounidenses quieren que también se recorten.

El problema es que, a pesar del apoyo a primera vista en favor de "la reducción del déficit" o "la reforma tributaria", pocos estadounidenses renunciarán a su propia prestación, subvenciones o deducciones fiscales -- una precondición del éxito. Como cuestión práctica, la mayor parte de los programas federales y deducciones fiscales se enmarcan dentro de una categoría de dos, resistentes al cambio por separado.

La primera incluye los grandes nombres (la seguridad social, la deducción fiscal por hipoteca) cuyos receptores son tan considerables que cualquier gesto de hacer recortes despierta una oposición masiva -- o su fantasma. Los políticos prácticos reculan. La segunda abarca los programas más reducidos (la corporación ferroviaria Amtrak, el subsidio al etanol) que, aunque teniendo una repercusión presupuestaria pequeña, suscitan la devoción fanática de sus partidarios. Hace poco, por ejemplo, el cineasta documental Ken Burns defendió la cultura de la subvención ("una fracción infinitesimalmente pequeña del déficit") en el Washington Post. Los políticos reculan; las mejoras presupuestarias exiguas no valen la desproporcionada difamación pública.

Bien, si no se pueden alterar los programas grandes ni los pequeños, ¿qué se puede hacer? Casi nada.

Si los déficit fueran temporales -- desde luego estaban justificados para compensar la recesión -- o pequeños, resultarían menos preocupantes. Durante años fue el caso. Ya no. Una población que envejece y un gasto sanitario desbocado generan ahora una discrepancia masiva entre recaudación fiscal y gasto público, hasta en situación de "pleno empleo". La gran amenaza es una crisis futura de la deuda, con inversores que se abstienen de adquirir cualquier título de deuda pública que la administración necesite para funcionar. De forma que el Congreso y el Presidente Obama se enfrentan a un dilema: Cuanto más tratan de desactivar el problema económico del exceso de endeudamiento, mayor es el riesgo político que asumen al recortar el gasto público o subir los impuestos.

Prospera el estancamiento. Los presupuestos que propone para el ejercicio 2012 el secretario del Comité Presupuestario de la Cámara Paul Ryan abordan frontalmente el gasto público pero no hacen ningún recorte en la seguridad social. Los planes de Ryan extraen en última instancia lo imprescindible de la defensa y diversos programas nacionales de valores; no alcanzan el equilibrio hasta el ejercicio 2040. En comparación con los Demócratas, sin embargo, Ryan es un modelo de rigor intelectual y valor político. Obama va a incurrir en déficit enormes de aquí a la eternidad; la Oficina Presupuestaria del Congreso ha proyectado 12,2 billones de deuda añadida de 2010 a 2021 consecuencia de las políticas de él. Obama insta a mantener conversaciones "adultas" y se comporta igual que un niño, rechazando las opciones que no son atractivas.

La administración es suicida porque alimenta expectativas que no podrá satisfacer. Todo el enfrentamiento partidista en torno a la clausura de la actividad federal por falta de fondos ha pasado por alto la cuestión de fondo: que recuperemos la administración pública como instrumento de progreso o si va a seguir siendo - como es hoy - una amenaza.

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