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Borja Costa

Música y Aullidos

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Que mi relación con la poesía de Allen Ginsberg viene de lejos es algo que ya muchos conocen. Han sido demasiados años con sus libros debajo del brazo, demasiados pasajes citados, demasiadas veladas vividas sobre obras suyas, pero, sobre todo, demasiada la sombra que el poeta proyectó sobre toda mi vida hasta hace realmente poco, y que culminó con la composición, dirección y posteriores estreno y conciertos de la obra que recibió el nombre, como no podía ser de otra manera, de “Música para un Aullido”.

Sin demasiadas ganas de volver la vista atrás, debo decir, como ya he dicho otras muchas veces, que mi trabajo realizado sobre la poesía del autor norteamericano comenzó el mismo día en el que alcancé a leer su primer libro; un día de grandes compras literarias que habrían de marcar mi existencia para siempre jamás, de mano de “Howl and Other Poems” y del más cercano “Ningún Cisne” de Manuel Rivas. Y desde entonces, diez años de trabajo más que arduo tratando de saber cómo musicalizar aquellos textos que conseguían trastocarme el sentido más allá de toda recomendación médica.

El camino compositivo fue muy largo y, desde el momento en el que comprendí que el uso de la improvisación más radical era la única vía posible de plantear la partitura hasta el día en que esta se materializó de forma casi mágica sobre papel, llegaron a mi existencia cosas tan grandes como el verdadero amor de mi vida o, directamente de su vientre, un hijo realmente maravilloso, de manera que si para el segundo guardo como oro en paño el ejemplar de “Aullido” sobre el que escribí la obra, mantengo para la primera el recuerdo agradecido del día en que me regaló esa edición, con sus ya eternas palabras de “Ahora es el momento” (podrán adivinar que aquella noche tuvo más de recital poético ante una amante aburrida que de pasión amorosa, cuestión que sin duda habrá colaborado en el hecho de que antes de los 28 años ya fuera yo un padre separado más).

Aparte del regalo que supone el haber dirigido, matizado, trabajado, cada palabra, cada verso, del texto original, durante años, ante un número notable de ejecutantes y de público hasta el punto de conocer de memoria los detalles más insignificantes del poema, debo decir que sintetizar los momentos maravillosos que he vivido de la mano de la obra de este hombre, así como de la de sus compañeros partícipes en mayor o menor grado de esa generación inventada y bautizada (de una forma absolutamente manipuladora y publicitaria) por el mismo Ginsberg como beat generation, sería algo impensable, como impensable sería no acordarse de los malos momentos que la aventura beat ha deparado.

Ahora el poeta vuelve a estar en primera plana a través de este documental que firman Rob Esptein y Jeffrey Friedman, “Howl”, brillante y con momentos realmente espectaculares, aunque creo que no existe mayor documento testimonial que aquel que firmaron Barry Gifford y Lawrence Lee, “El Libro de Jack”, y entre cuyas páginas, dedicadas a retratar la trayectoria vital del gran Jack Kerouac, Ginsberg se define con una precisión asombrosa aunque sea de manera oblicua, saliendo bastante malparado a mis ojos de lector ya más adulto y más susceptible de críticas a mis iconos que antaño. Y es que el entramado beat fue un gran despropósito de manipulaciones e intereses con fines publicitarios donde rodaron las cabezas que fue necesario: un entramado de escritores, editores y periodistas que provocaría el rechazo de los más férreos adoradores del movimiento, como lo fue el vivido por un servidor en determinados momentos relacionados con la musicalización de la obra.

Y es que, cosas del destino, “Música para un Aullido” supuso también un devenir de gente que llevó a mi existencia a altas cotas de delirio. De entre todas ellas, los recuerdos más desagradables son para ciertos sujetos que, al modo jungiano del principio de sincronicidad, compartían el gusto por mantener una actitud sadomasoquista hacia cualquier cosa que hicieran, aunque el límite lo pone la manipulación que determinado tipo de prensa hizo sobre la obra: la partitura, a día de hoy, sigue siendo nombrada evitando cuidadosamente el nombre de su autor (esto es, un servidor), una mala praxis que a ningún medio de información medianamente digno se le ocurriría mantener - a no ser que tenga interés y amistades que así lo requieran. De entre las consecuencias producidas por los regalos que me han brindado estos medios de información, debo decir que el más brillante, en tanto que pone de manifiesto su absoluta inutilidad como vehículo informativo, es el que ha hecho que yo tenga el dudoso lujo de inventar lo que ya podría denominarse como el spoken word a la gallega, dado que de un tiempo a esta parte algunos autores han venido afirmando que esta corriente canadiense es algo que yo dije que era a mi entender, pero que en realidad no lo ha sido nunca más allá de todos los textos que yo hice al respecto (ah, bendito copyright, que más de uno quiere ver muerto…). Despropósitos de este tipo son tal vez los que hayan llevado a la obra a ser más seriamente conocida en Argentina o Venezuela, dónde no ha sufrido este tipo de abusos, y que le hacen a uno plantearse seriamente las ofertas de estrenar allí las obras antes que en este rancio terreno nuestro.

Supongo que fue así, entre este tipo de despropósitos, los míos y los ajenos, como comencé a mirar con recelo la obra de Ginsberg: en cierto modo algo injusto, dado que él, como poeta, solo hizo cosas buenas; pero, por otro lado, supongo que su manera de crecer, sucia y en ocasiones diría que incluso despiadada, lo hace menos impune ante este tipo de castigos en manos de la posteridad. Ahora, lamentablemente, no puedo evitar salir del cine y releer ese “Libro de Jack” y asombrarme, atónito, con cada una de las barbaridades que el propio Ginsberg declara. Y ya después, eso sí, consciente de las miserias del hombre, volver a maravillarme con una nueva lectura de “Aullido”, aunque ya la distancia personal entre nosotros se haya convertido en un abismo.

Música y Aullidos

Borja Costa
Borja Costa
lunes, 4 de abril de 2011, 07:03 h (CET)
Que mi relación con la poesía de Allen Ginsberg viene de lejos es algo que ya muchos conocen. Han sido demasiados años con sus libros debajo del brazo, demasiados pasajes citados, demasiadas veladas vividas sobre obras suyas, pero, sobre todo, demasiada la sombra que el poeta proyectó sobre toda mi vida hasta hace realmente poco, y que culminó con la composición, dirección y posteriores estreno y conciertos de la obra que recibió el nombre, como no podía ser de otra manera, de “Música para un Aullido”.

Sin demasiadas ganas de volver la vista atrás, debo decir, como ya he dicho otras muchas veces, que mi trabajo realizado sobre la poesía del autor norteamericano comenzó el mismo día en el que alcancé a leer su primer libro; un día de grandes compras literarias que habrían de marcar mi existencia para siempre jamás, de mano de “Howl and Other Poems” y del más cercano “Ningún Cisne” de Manuel Rivas. Y desde entonces, diez años de trabajo más que arduo tratando de saber cómo musicalizar aquellos textos que conseguían trastocarme el sentido más allá de toda recomendación médica.

El camino compositivo fue muy largo y, desde el momento en el que comprendí que el uso de la improvisación más radical era la única vía posible de plantear la partitura hasta el día en que esta se materializó de forma casi mágica sobre papel, llegaron a mi existencia cosas tan grandes como el verdadero amor de mi vida o, directamente de su vientre, un hijo realmente maravilloso, de manera que si para el segundo guardo como oro en paño el ejemplar de “Aullido” sobre el que escribí la obra, mantengo para la primera el recuerdo agradecido del día en que me regaló esa edición, con sus ya eternas palabras de “Ahora es el momento” (podrán adivinar que aquella noche tuvo más de recital poético ante una amante aburrida que de pasión amorosa, cuestión que sin duda habrá colaborado en el hecho de que antes de los 28 años ya fuera yo un padre separado más).

Aparte del regalo que supone el haber dirigido, matizado, trabajado, cada palabra, cada verso, del texto original, durante años, ante un número notable de ejecutantes y de público hasta el punto de conocer de memoria los detalles más insignificantes del poema, debo decir que sintetizar los momentos maravillosos que he vivido de la mano de la obra de este hombre, así como de la de sus compañeros partícipes en mayor o menor grado de esa generación inventada y bautizada (de una forma absolutamente manipuladora y publicitaria) por el mismo Ginsberg como beat generation, sería algo impensable, como impensable sería no acordarse de los malos momentos que la aventura beat ha deparado.

Ahora el poeta vuelve a estar en primera plana a través de este documental que firman Rob Esptein y Jeffrey Friedman, “Howl”, brillante y con momentos realmente espectaculares, aunque creo que no existe mayor documento testimonial que aquel que firmaron Barry Gifford y Lawrence Lee, “El Libro de Jack”, y entre cuyas páginas, dedicadas a retratar la trayectoria vital del gran Jack Kerouac, Ginsberg se define con una precisión asombrosa aunque sea de manera oblicua, saliendo bastante malparado a mis ojos de lector ya más adulto y más susceptible de críticas a mis iconos que antaño. Y es que el entramado beat fue un gran despropósito de manipulaciones e intereses con fines publicitarios donde rodaron las cabezas que fue necesario: un entramado de escritores, editores y periodistas que provocaría el rechazo de los más férreos adoradores del movimiento, como lo fue el vivido por un servidor en determinados momentos relacionados con la musicalización de la obra.

Y es que, cosas del destino, “Música para un Aullido” supuso también un devenir de gente que llevó a mi existencia a altas cotas de delirio. De entre todas ellas, los recuerdos más desagradables son para ciertos sujetos que, al modo jungiano del principio de sincronicidad, compartían el gusto por mantener una actitud sadomasoquista hacia cualquier cosa que hicieran, aunque el límite lo pone la manipulación que determinado tipo de prensa hizo sobre la obra: la partitura, a día de hoy, sigue siendo nombrada evitando cuidadosamente el nombre de su autor (esto es, un servidor), una mala praxis que a ningún medio de información medianamente digno se le ocurriría mantener - a no ser que tenga interés y amistades que así lo requieran. De entre las consecuencias producidas por los regalos que me han brindado estos medios de información, debo decir que el más brillante, en tanto que pone de manifiesto su absoluta inutilidad como vehículo informativo, es el que ha hecho que yo tenga el dudoso lujo de inventar lo que ya podría denominarse como el spoken word a la gallega, dado que de un tiempo a esta parte algunos autores han venido afirmando que esta corriente canadiense es algo que yo dije que era a mi entender, pero que en realidad no lo ha sido nunca más allá de todos los textos que yo hice al respecto (ah, bendito copyright, que más de uno quiere ver muerto…). Despropósitos de este tipo son tal vez los que hayan llevado a la obra a ser más seriamente conocida en Argentina o Venezuela, dónde no ha sufrido este tipo de abusos, y que le hacen a uno plantearse seriamente las ofertas de estrenar allí las obras antes que en este rancio terreno nuestro.

Supongo que fue así, entre este tipo de despropósitos, los míos y los ajenos, como comencé a mirar con recelo la obra de Ginsberg: en cierto modo algo injusto, dado que él, como poeta, solo hizo cosas buenas; pero, por otro lado, supongo que su manera de crecer, sucia y en ocasiones diría que incluso despiadada, lo hace menos impune ante este tipo de castigos en manos de la posteridad. Ahora, lamentablemente, no puedo evitar salir del cine y releer ese “Libro de Jack” y asombrarme, atónito, con cada una de las barbaridades que el propio Ginsberg declara. Y ya después, eso sí, consciente de las miserias del hombre, volver a maravillarme con una nueva lectura de “Aullido”, aunque ya la distancia personal entre nosotros se haya convertido en un abismo.

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